Son las cinco de la tarde y todavía no hemos comido. Los cubiertos esperan ansiosos e intactos sobre una mesa dispuesta para tres desconocidas. ¿El menú? Una mini tapa de morcilla con cebolla caramelizada y tallarines de calabacín y zanahoria. Los otros cuatro invitados a la cita únicamente se limitarán a observar. No le darán ni un bocado a mi aperitivo dominical, aunque quizás se lo pensarán dos veces. Las tripas me rugen. Enfrente, está colocada una sartén de la que surge el aroma de algunos de los ingredientes del famoso embutido: canela, pimentón, cebolla y piñones. Después de mezclar bien el arroz con el resto de alimentos, lo extraigo del recipiente metálico para añadir el elemento estrella de la popular tapa española: veinte mililitros de líquido rojo intenso, aún caliente, gotean sobre la elaboración. La comida está casi lista. En 20 minutos estaré saboreando una morcilla, pero no una morcilla cualquiera: una, en concreto, cocinada con mi propia sangre. ¿Estará buena?
La película Hacia rutas salvajes narra la historia real de Chris McCandless, un joven estadounidense que decidió alejarse de la ciudad para adentrarse de lleno en la naturaleza salvaje de Alaska. La versión made in Spain de este aventurero que se pierde en las profundidades de la naturaleza se llama Raúl Escuín, tiene 30 años y vive en Alloza, un pueblo aragonés de 600 habitantes.
Su perfil me salió de casualidad en Twitter. Empecé a leer sobre él y su extravagante proyecto gastronómico con sangre humana. No me lo podía creer. "Tengo que conocerle", pensé. Pero Escuín se hizo de rogar. Concertar una entrevista con él fue toda una odisea. Cuando le llamé estaba trabajando en plena recogida de la aceituna y me dijo que no podría verme hasta dentro de un mes. Y así fue.
Tú y tu morcilla
"En una ciudad me aburro. No puedo. Los autobuses, los coches, el ruido...¿Sabes lo que descanso yo escuchando los pájaros por la mañana?”, confiesa a EL ESPAÑOL este joven zaragozano. “Para mí, la vida es trabajar fuera de las paredes. Salgo a la calle descalzo y meo fuera. Vivo libre, como un puto animal”, añade. Su mirada, unos iris encendidos de un intenso azul, incluso asusta.
En su brazo izquierdo lleva grabado un tatuaje que le representa, y que refleja la que es su profesión y también una de sus pasiones: un hacha. Escuín, como le conocen sus amigos, es leñador, pero cuando no está en el campo cortando madera se dedica a dar a conocer su recién creado proyecto: 'Tú y tu morcilla'.
Familia carnicera
El zaragozano es la tercera generación de una familia de carniceros. A los 12 años estaba en el obrador haciendo morcilla con su madre y le preguntó: “Si estamos haciendo este embutido con sangre de cerdo, ¿la de persona a qué sabría?", a lo que la madre le respondió que si estaba loco. La idea jamás se le fue de la cabeza. “La he tenido siempre desde niño muy interiorizada y ya la he normalizado por completo”. Casi dos décadas después de haber tenido aquella iluminación, el aragonés ha hecho su sueño realidad. “ ‘Tú y tu morcilla’ es un proyecto enfocado a una experiencia personal en la que una persona viene, se extrae sangre y luego se prueba a sí mismo”.
La tranquilidad que reinaba en la vida de Escuín se vio afectada cuando la noticia saltó a la actualidad. “Fue tal el aluvión, tanto de medios como de comentarios negativos, que incluso me agobié. Llegaron a decir cosas que yo no había hecho en ningún momento como, por ejemplo, que estaba haciendo morcillas con sangre menstrual”, confesó.
Canibalismo
Desde queso hasta bacon vegano, en el siglo XXI casi todos los productos tienen una alternativa adaptada para aquellos que rechazan alimentos o artículos de consumo de origen animal. En numerosas ocasiones, Escuín relaciona su proyecto con una práctica vegana, pero ¿no somos los humanos animales? “En realidad no es una reivindicación hacia el veganismo porque yo no soy completamente vegano(…), [pero] considero que esta práctica lo es totalmente porque aunque la sangre sea de origen animal hay un consentimiento”, responde el leñador, sin pensárselo dos veces. ¿Será, entonces, una modalidad moderna de canibalismo?
- ¿Y de aquí a la larga te comerías tu dedo?
- Si supiera que al cortarme el dedo meñique me vuelve a salir y no me causa dolor me lo haría en una sartén con unos ajos y rosigaría el huesico.
Raúl prefiere definirlo como “autoantropofagia” - acción o costumbre humana de comer carne de seres de su misma especie-, pero no tienen ningún reparo en decir que sí, “se podría decir que es canibalismo” a lo que añadió “no tengo nada que esconder y tampoco veo que sea una práctica tan rara”.
Las claves: aceite de coco y sangre humana
La velada (como él la define) normalmente empieza con el proceso de elaboración del embutido por parte de un chef, pero en esta ocasión al leñador también le toca hacer de cocinero. Aunque parezca mentira, el hippie se encuentra un poco estresado. No puede prestar el 100% de su atención a los comensales.
Se cocina igual que una morcilla de Aragón, solo que se sustituyen los ingredientes originales del cerdo, es decir, la manteca y la sangre, por aceite de coco y, en este caso, mi propia sangre. El intestino que envuelve la mezcla también es cambiado por un plástico de poliamida que se retira antes de emplatarlo.
Toda la cocina está bañada por el característico aroma del aceite de coco. Cuando este se derrite sobre mi sartén – cada invitada cuenta con una para proceder al cocinado– Raúl remueve el contenido y crea una especie de risotto con arroz, cebolla, especias y piñones. Lleva media hora intentando alargar el momento de la extracción. Esté o no hambrienta, ¿quién disfruta con los análisis de sangre?
“Pincha muy bien”, asegura Escuín, tranquilizador. Así define a la indispensable enfermera, quien se encuentra a punto de extraer unos cuantos mililitros de líquido rojo del brazo izquierdo. Para mi tranqulidad, explica que trabaja en un hospital público de Barcelona y que es toda una experta con las agujas, ya que previamente se había dedicado al tatuaje y a la acupuntura. Los incontables tatuajes del cuerpo del leñador confirman lo que explica la sanitaria.
La sensación es como la de rata de laboratorio. Todos los ojos apuntan hacia el pincho esterilizado que atraviesa parte del antebrazo. Por él, asciende esa diminuta parte de nosotros mismos. Ese líquido que habré de ingerir en menos de una hora transformado en sabrosa morcilla aragonesa.
En ese momento, uno piensa que lo más normal puede ser arrepentirse, sentir un mínimo de rechazo; lo único que pensé fue :“Efectivamente, la chica pincha muy bien”.
Para Escuín, la velada es un “punto de inflexión en tu vida en el que la elección de alimentación a partir de entonces va a ser un acto mucho más consciente” y por eso insiste en que el comensal tiene que formar parte del proceso de elaboración. Después del análisis, el chef me dio la típica instrucción que recibe un pinche de cocina: remueve. Sin embargo, su explicación me dejó de piedra: “es para que la sangre no se coagule”.
Un pinchazo en el brazo
Cruz Roja lleva ocho años haciendo campañas de donación de sangre en Madrid. “Los donantes sois la única pieza irreemplazable de toda la cadena. Vuestro gesto es una fuente imprescindible de vida para miles y miles de personas”, expresan en su página web. Entonces, ¿qué hacía yo malgastando la mía?
“Mucha gente me ha dicho que porqué no donamos la sangre en vez de utilizarla para esto. Aquí utilizamos 20 mililitros de sangre y en las donaciones se usan 400. O sea, la cantidad es ínfima”, responde Escuín sobre lo que muchos podrían considerar un derroche. “Una y no más”, me digo.
Más allá del asco que puedan sentir algunas personas hacia la idea del leñador, el mayor obstáculo de Escuín tiene que ver con el asunto puramente sanitario. Las invitadas VIP de la velada éramos nosotras, tres desconocidas de Jerez, Bielorrusia y Madrid. No sabíamos nada las unas de las otras. Ninguna había traído consigo un análisis de sangre que asegurase que estuviésemos completamente sanas. Raúl se muestra tranquilo ante el torrente de preguntas. “De momento ningún médico te puede decir que sea una práctica insana. Partiendo de la base de que esto probablemente lo hagas una vez en tu vida y no más”, responde, con confianza, el pseudodoctor.
Al encuentro también acude una pareja de enamorados. Solo ella se atreve a probar la receta de Escuín. A él, sin embargo, le basta con un bocado a la morcilla de su novia. Le preguntamos acerca del VIH, si acude alguien que es portador sin decírselo. El leñador se niega de forma rotunda. “El virus del sida es un virus que en contacto con el aire, muere. Es un virus que fuera del huésped, muere. Es un virus que a los 60 grados, muere. Si tú tienes VIH y te comes tu propia morcilla evidentemente no te va a pasar nada, no te vas a volver a contagiar. Pero claro, seguro seguro seguro esto no lo sé. Por eso estoy investigando. Porque lo quiero enfocar en que una pareja comparta la misma morcilla”, añade Escuín.
Dos hojitas de laurel
Después de mezclar esa especie de risotto con la sangre, removida con brío para que "no se coagule", lo introducimos todo en un plástico especial. Le hago dos nudos con la ayuda de Escuín. Ya empieza a tener una forma similar a la morcilla. “Un ritual caníbal”, intuyo. La escena es un tanto gore. Al soltar el hilo del que cuelga el embutido, este se desprende en el interior de la cacerola. En pocos minutos el agua hirviendo hace que la morcilla adquiera ese color que le es típico y que la hace apetecible: ese negro sin brillo, como opaco. Lo gore, la sangre en el alimento, se convierte en comedia. A mi morcilla le falta un toque: “Pon dos hojitas de laurel, por favor”.
Escuín está agobiado, y con razón: lleva tres horas para preparar tan solo tres morcillas. El fin de la velada está al caer. El embutido permanece en reposo, enfriando en el congelador, y después lo extrae y lo corta en cuatro porciones. Tengo dos asignadas en mi emplatado. “No tires las demás”, solicito. Sobre un trozo de pan recién tostado, Escuín unta una cama de cebolla caramelizada, para colocar sobre ella los dos trozos de morcilla antropófaga. Para añadir un toque de color, tallarines de verduras, soja y sésamo. Escuín se esfuerza al máximo en parecer un vástago del mismísimo Ferrán Adrià. “De aquí a cinco años ya puede estar presente en algún restaurante español o fuera de España”.
La comida ya estaba lista. No había vuelta atrás. De nuevo, todos los ojos estaban posados sobre mí, pero esta vez con una mirada que desprendía cierto aire de incredulidad, ya que estaba a punto de probarme, de comerme a mí misma. Abrí la boca e introduje entre mis dientes aquel aperitivo que tanto trabajo había costado. Saboreé la tapa exactamente durante seis minutos. Al terminar y sin decir nada, me fui a la cocina, cogí otro trozo de pan y me agencié los dos trozos de morcilla que sobraban. Volví al salón, miré a Escuín y le di la enhorabuena. “Estoy espectacular”, confesé. Y sí, efectivamente, repetí.