Escaleras abajo, en un sótano sin luz, Camilo de Ory (Segovia, 1970) esculpió los tuits humorísticos –y problemáticos– sobre Julen, esos que han sido condenados por la familia del pequeño. “Cómo has podido caer tan bajo”. “Que digo yo que el niño también podría escarbar un poco”. “Lo único bueno del caso ha sido ver a tanta gente de Vox partirse la cara por un gitano de nombre vasco”. Ocurrencias –o bromas–, entre ingeniosas e indignantes, que han alcanzado su cénit mediático esta semana, pero que el poeta andaluz ha cultivado desde su niñez. En el instituto, siendo expulsado por mala conducta -y tras una gracia contra la profesora de literatura-; y en La Opinión de Málaga, despedido por columnas ‘humorísticas’ sobre el feminismo. Una constante en su vida, pero también una condena hecha virtud.
Camilo no buscaba hacer ‘daño’ con esos tuits. Ni siquiera un ‘rasguño’. Sin embargo, los padres de Julen, el pequeño de dos años y medio que murió al caer a un pozo de 25 centímetros de diámetro en Totalán (Málaga) –y que tardó 13 días en ser rescatado–, encontraron sus mensajes “ofensivos” y decidieron denunciarlo por “trato degradante” y por menoscabar “gravemente su integridad moral”. Un delito tipificado en el Código Penal que puede ser castigado con entre seis meses y dos años de prisión, y que le llevará hasta el Juzgado de Instrucción número 6 de Madrid el próximo 21 de mayo como investigado -y junto a otros tres tuiteros y un periódico-.
– Se le fue de las manos…
Me di cuenta de todo cuando empecé a recibir miles de insultos por aquellos tuits. Conté hasta 400 amenazas de muerte y dije: ‘¡Hasta aquí!’. Tuve que restringir las cuentas en redes sociales sólo para amigos. Luego, además, empezaron a ampliar el flanco y a meterse con gente de mi alrededor. Siempre me habían entrado trolls, pero los toreaba y era divertido. Aquello era como una especie de esgrima o tauromaquia inocua, pero lo de Julen…
– Se desmadró.
Un hombre llegó a subir una foto con una denuncia en Pamplona. Luego no prosperó porque los únicos que podían hacerlo eran los padres del niño.
– ¿Ha hablado con ellos?
No. Supongo que en el juicio, si sigue adelante, tendré la oportunidad de explicarme y que esas explicaciones sean suficientes. Pero, de no serlo, me disculparé. Espero hacerme entender. Esto no es algo que vaya contra ellos. Es otra cosa.
– Explíquese.
La intención de los tuits era literaria y humorística. En primera instancia, se trataba de hiperbolizar el circo mediático que había montado alrededor del caso, haciendo chistes que llevaran la pantomima al extremo. Inmediatamente, empezaron a llegar mensajes amenazantes. A partir de ahí, el juego pasó a ser el de poner de manifiesto la hipocresía de la sociedad, encarnada en sujetos capaces de pasar de la compasión impostada a las amenazas en un segundo.
El chiste, en definitiva, no era sobre el protagonista, sino sobre el receptor del mismo. Era un chiste sobre todos nosotros, sobre nuestra miseria y el origen no siempre honesto de nuestras actitudes. Es un chiste que busca una reacción. Se trata de poner un espejo delante del ser humano. Mostrar a la gente cómo es. Es lo que he hecho siempre y lo que, si la ley me lo permite, seguiré haciendo.
– Sobre Julen, contra Carmena, con Vox de por medio…
Cualquiera que siga mis tuits con asiduidad sabe que el tono y el juego son esos, pero entiendo que alguien que se encuentre con los textos de sopetón y sin conocer mis motivaciones, intenciones o trayectoria le puedan parecer inaceptables. Eso, en cualquier caso, no deja de ser una impresión subjetiva. La intención de mi trabajo es objetiva e inequívoca.
Además, yo siempre he utilizado el humor como mecanismo de defensa que ayuda a tomar distancia y relativizar las situaciones terribles, incluyendo, por supuesto y ante todo, las que me afectan a mí. El humor negro siempre ha estado presente en mi Twitter. Yo reivindico en que se puede y se debe humorizar sobre todo, que es saludable. Creo que los únicos límites, si los hay, son la educación y el sentido común. No se me habría ocurrido hacer un chiste delante de los padres.
Expulsado del instituto
En su refugio, entre la calidez del papel y la escasez de ventanas, Camilo de Ory recibe a EL ESPAÑOL enfundado en su traje de poeta. Allí, en ese pequeño sótano, cuelga sus hábitos. A la entrada, los meramente vitales. Esos que, por devoción o por necesidad, se colocan irremediablemente en el tendero de la ropa (camisas, ropa interior…). Lo habitual en cualquier casa. Nada referente a su oficio, traslucido en el interior de la vivienda. En su habitación –la única que hay, de hecho–, descansa un portátil sin medida que acumula aforismos, novelas inacabadas, aspiraciones inconclusas y esos tuits humorísticos –y problemáticos–. A su espalda, sin espacio, las guitarras, un hobby de otro tiempo sin gloria futura; y a su alrededor, libros de unos y de otros; de amigos y de ajenos; de muertos y de vivos; de dudosa autoría y de la propia.
Allí, entre melodías de Led Zeppelin y los Rolling Stones, Camilo envió sus mensjaes. Jamás pensó en la reacción o las posibles consecuencias de sus actos. Tuiteó, como siempre, sin imponerse una censura propia. Es lo que lleva haciendo toda la vida. Sin ser consciente –reflexiona– de cuál es su identidad o de quién es. Y tampoco, realmente, de qué hace. Aunque, eso sí, su dedicación principal es la escritura. Ha publicado nueve libros y se gana la vida, como buenamente puede, redactando textos por encargo para páginas webs o para cursos internos de empresas. Y, le faltaría añadir, metiéndose en líos. Esa virtud también la ha cultivado desde pequeño. No, necesariamente, en la escuela, pero sí en el instituto, en Málaga, donde se crió.
Allí, el pequeño Camilo, “empollón en el colegio”, se convirtió en una mezcla “entre Steve Urkel y el Vaquilla” al llegar al instituto. “Lo peor que se puede ser”, bromea. Pasó de ser un niño inadaptado, solitario y estudioso, a sacar carácter para eludir las collejas que le llegaban desde el fondo norte. Eso y el humor, como mecanismos de defensa, le llevaron a granjear aquellos años: idílicos por momentos, pero también complicados cuando su ingenio, años antes del fenómeno Julen, trasegaba por los límites de lo establecido.
– Tengo entendido que le echaron del instituto.
El desencadenante fue mi primera obra literaria. Había una profesora de literatura que siempre me suspendía. A mi juicio, injustamente. Así que, me dediqué a hacer los exámenes metiéndome con ella. Ella seseaba porque era canaria y, en clase, todos ceceábamos porque éramos malagueños. Nos decía que cecear era un vulgarismo y sesear, no. Puso la pregunta en el examen y, en efecto, escribí: ‘Sesear no es ningún vulgarismo, aunque algunas personas que sesean sean completamente vulgares’. Como ves, ya tenía cierta vocación. Me expulsaron por mal comportamiento.
– Pero estudió psicología.
Sí, hubiera estudiado periodismo, pero entonces la carrera no existía en Málaga –empezó a cursarse al año siguiente–. La escogí porque, entre las que había, era de las más fáciles. La verdad, no me decepcionó porque nunca tuve muchas esperanzas puestas en ella.
– ¿Era más de beber entonces o de leer?
La carrera la hice completamente borracho. Sé que tengo una licenciatura, pero no recuerdo haberla acabado. ¿Leer? Siempre me ha gustado mucho. De pequeño, porque era un inadaptado y un friki. Con el tiempo, la pasión ha remitido, pero sigo conservando el gusto por la lectura.
Despido de la Opinión de Málaga
De hecho, Camilo vive por y para la escritura. Creció, junto a sus dos hermanos -no tocados con ese "dudoso don"-, leyendo a Sandokán, Julio Verne, Guillermo Brown y Emilio Salgari. Heredó su apellido de Carlos Edmundo de Ory, hermano de su abuelo, también aforista y literato. Y, de buenas a primeras, se vio esculpiendo versos, reconocido públicamente con premios como el Emilio Prados de Poesía por su obra Lugares comunes, destinado a autores menores de 35 años y dotado con 6.010 euros, entregado en el Centro Cultural de la Generación del 27 cuando el PSOE gobernaba la institución pública.
Un premio que, a raíz de la polémica por sus tuits "ofensivos" sobre el caso Julen, el actual diputado provincial de Cultura de la Diputación de Málaga, Víctor González, ha atentado con quitárselo. Incluso, llegando a pedir que se revisen las bases y las actas de aquel año para revocar el galardón concedido en 2005. “No creo que ocurra, no tendría sentido”, reflexiona Camilo, apurado y “agobiado” por una exposición pública que le ha llegado por su polémica y no por su creación literaria. “Supongo que mis libros no han sido lo suficientemente buenos”, bromea. "Hace cinco años, me vine a Madrid con una novia -que más tarde me dejó-. Me vine aquí a buscar la gloria -porque es lo que se viene a hacer aquí- y mira...", lamenta.
Aun así, intenta capear el temporal como puede. De hecho, no es la primera vez que le ocurre. Ya en su ciudad, en sus inicios como columnista –otra de sus labores–, en la Opinión de Málaga, también lo echaron por sendas columnas humorísticas sobre el feminismo. Entonces, el Instituto de la Mujer propició su despido. Y Camilo lo aceptó. Qué otra cosa podía hacer. “Yo soy feminista. Lo que pasa es que estoy en contra de determinados radicalismos irracionales que convierten en dogma cuestiones incuestionables y rechazan cualquier discrepancia”, esgrime, eludiendo meterse en otro charco al ser repreguntado.
Su humor, ay, su humor. Siempre presente, pero también dando problemas. “Es muy de mi familia, somos todos unos payasos. Una vez conocí a un primo al que no veía desde pequeño. Me lo encontré en un bar y nos dimos cuenta que hacíamos los mismos chascarrillos”, recuerda, inevitablemente, cediendo ante una virtud que requiere, quizás, de control. Aunque él..
– ¿La censura no se ha quedado en los libros de historia?
Esto lo desarrolla muy bien Juan Soto Ivars en su libro Arden las redes. Es la sociedad la que impone, ahora, el silencio; la censura viene desde abajo.
– ¿Y le da miedo?
No, porque legalmente estoy tranquilo. Creo que las perspectivas de que vayan mal las cosas son pocas, pero esto es engorroso. Tardaré unos días en acostumbrarme a lo mediático del asunto y supongo que después lo automatizaré como un problema más de mi vida. Pero, ahora mismo, estoy un poco agobiado.
Sus tuits, sin embargo, no han cedido ante la presión de la opinión pública. En su timeline, la colección de personajes, de izquierda a derecha, es insondable. El suicidio de Kurt Cobain hace 25 años, en última instancia, le ha servido para reclamar a Vox que lo utilice como “argumento para legalizar las armas”. El regreso de Pablo Iglesias, por poner otro ejemplo, para avisar de su transformación futura “en Santiago Segura”. O, incluso, para advertir de que “la izquierda feminista consiste en poner normas para todo salvo para la belleza” o apoyar el manifiesto en defensa de Arcadi Espada.
Irreverente y polémico, Camilo, decididamente, no ha perdido el humor. En ese sótano, rodeado –también– de guitarras, en estos días de gloria relativa, se levanta con Mötorhead (“para que me dé energía”) y recibe a amigos (“siempre pedantes, por supuesto, como deben de ser”). Para, después, si se tercia, comer a deshoras, leer a Víctor Lenore y John le Carré, y regresar, en algún momento, a la cama. Quizás, el único lugar donde su mente, apagada, deja de transigir a los chistes, al humor, a lo que es: una mezcla -como le gusta decir- de Cary Grant, Woody Allen y Keith Richards.