Antonio llega a las iglesias esperado como una estrella de rock. Corriendo, con la velocidad en su ánimo después de cientos de kilómetros en coche, lo reciben entre abrazos y lo conducen con diligencia abriéndose paso por la muchedumbre a una zona reservada. Solo unos pocos privilegiados, que se cuentan con los dedos de una mano, pueden acceder a ese espacio secreto que las hermandades guardan con celo. En su interior se custodia una de las intimidades más reservadas de la Semana Santa: una virgen sin vestir. Una privacidad revelada necesariamente a su vestidor.
“No le damos publicidad al acto”, explica a los reporteros de EL ESPAÑOL el hermano mayor de la hermandad del Cachorro de Sevilla, Marco Antonio Talavera Blanco. La tarde del lunes previo al Domingo de Ramos es la prevista por estos cofrades para subir a la virgen del Patrocinio al paso con el que realizará su estación de penitencia el Viernes Santo. Pero, muy a pesar de su máximo responsable, en los aledaños de la iglesia se concentran centenas de devotos. ¿Qué interés tienen? El de ver a la virgen a medio vestir justo en el instante en el que la llevan de su camerín al palio.
Los reporteros llegan puntuales al lugar en el que fueron citados, la casa de hermandad del Cachorro, en Triana. Pasan algunos minutos de las ocho y media de la tarde. A las puertas hay algunos curiosos, muchos más —y los que están por llegar— aguardan en el interior, un alargado patio que conduce al museo y a la basílica.
Al llegar, el hermano mayor establece las normas al fotógrafo y al periodista: nada de fotos ni antes, ni durante, solo después, cuando la virgen ya esté vestida.
—Pero, ¿dónde está la virgen ahora?
—En su camarín con el vestidor y las camareras.
—¿Y se puede acceder sin hacer fotos?
—[Cara de incredulidad por la pregunta]. De ninguna manera, hombre.
—Y durante el traslado de la virgen del camerín al paso, ahí sí se pueden hacer fotos, ¿no?
—No, no, totalmente prohibido, porque la virgen no está vestida.
—Vale, pero, ¿y si evitamos sacar a la virgen y nos centramos en las reacciones de los asistentes?
—No, no. Es un acto íntimo de la hermandad, no se permiten grabar vídeos.
—¿Y hacer fotos?
—[Esboza una sonrisa]. Tampoco.
—Vale, pero…
—Vamos a ver [con mano izquierda], por si no me he explicado bien, las fotos se podrán hacer al final, cuando la virgen esté con el manto, el rostrillo y la corona puesta. Ahora, si queréis, podéis entrar y ver, como cualquier hermano, y disfrutar del acto. Pero nada de fotos.
La del momento de vestir a una virgen es la historia de una puerta cerrada. En el caso de la basílica del Cristo de la Expiración —el Cachorro, una de las tallas icónicas de la Semana Santa de Sevilla—, es una puerta gris por la que se accede al camerín, el espacio en el que está la imagen expuesta a sus devotos durante todo el año. Allí también está el ropero con el ajuar de la virgen, obra del imaginero Luis Álvarez Duarte de 1972, que recuerda a la desaparecida virgen del Patrocinio, víctima de las llamas del incendio que sufrió la hermandad ese mismo año.
“Mientras que no esté vestida, no se entra”
Esa puerta gris solo se abre puntualmente. De ella entran y salen las mismas personas, una de las tres camareras o Antonio Bejarano, el vestidor. Toda una estrella de rock. La hoja nunca llega a abrirse del todo, como si trataran de contener el misterio que detrás de ella se guarda. Sigue llegando y llegando más público.
“La gente va preguntando y…”, justifica el hermano mayor. “No lo anunciamos, porque si lo anunciásemos tendríamos la iglesia llena”, sigue Talavera Blanco, abogado de profesión.
—¿Por qué ese secretismo a la hora de vestir a la virgen?
—No es secretismo, es privacidad. Te respondo con otra pregunta, ¿entras en el cuarto de tu madre cuando se está cambiando? Normalmente no se entra, pues es igual. Es nuestra madre y por respeto, mientras que no esté vestida, no se entra. ¡Ni siquiera el hermano mayor!
Las vírgenes que procesionan en la Semana Santa de Sevilla se definen como ‘de candelero’ porque de cintura al suelo son un eso, un candelero, un entramado de maderas formando una especie de jaula cónica sobre la que se sostiene el busto, de madera y cuero, los brazos articulados y la cabeza.
El proceso de vestir a una virgen empieza al ponerle una camisa larga hasta el suelo, después las enaguas y la saya. Hasta ese punto solo participan mujeres, las camareras, que le peinan el pelo y le hacen el moño sevillano. Luego se le colocan las mangas, el tocado, el manto y, por último, la corona.
—¿Alguna vez ha visto a la virgen sin ropa?
—Sí, en contadísimas ocasiones. Y recuerdo que no me gustó. La gente que está fuera [por los que se agolpan por las dependencias de la casa hermandad] tiene mucha curiosidad, pero a nosotros nos gusta la virgen terminada, vestida con su tocado y su corona, de reina. No le vemos el atractivo a verla de otra forma, quizá sea morbo por lo no permitido.
La conversación se interrumpe cuando el vestidor sale del camerín. Todo está listo para el acto de traslado al paso de palio. La gente, conocedora del laberíntico diseño de pasillos, puertas y más puertas que unen la casa de hermandad con la basílica, accede al interior. En penumbra, una veintena de mujeres van formando dos hileras a modo de pasillo con velas. Detrás, otras cuatro mujeres portan a la virgen, solo con la saya y un tocado tapándole el pelo, sobre unas andas. Una estampa desacostumbrada. “Este es un acto íntimo, por favor, rogamos que no tomen imágenes”, recalca el hermano mayor al centenar de fieles entre los que está Antonio, el vestidor.
Un día, 463 kilómetros vistiendo a vírgenes
A Bejarano se le nota el cansancio en los ojos. Todavía arrastra la fatiga del día anterior, una jornada maratoniana que arrancó a las siete de la mañana y que lo llevó por Lucena, Antequera, Lora del Río, Carmona, Sanlúcar la Mayor y, por último, Sevilla, donde vistió a la virgen del Santo Entierro. Tres provincias, seis vírgenes y 463 kilómetros que acabaron de madrugada.
Antonio no es capaz de precisar el número exacto de dolorosas que viste. Asegura que más de treinta, repartidas por seis provincias de Andalucía: Sevilla, Cádiz, Córdoba, Huelva, Málaga y Granada. Su trajín empieza dos semanas antes del Viernes de Dolores. “Son días de dormir poco, de muchos kilómetros, de comer mal y a destiempo, de latas de Coca-cola para aguantar la carretera, que es lo peor”, explica a EL ESPAÑOL.
Estudió Publicidad y Marketing, trabaja como locutor de un programa matinal en la radio del Sevilla Fútbol Club, y gracias a su oficio de vestidor consigue “un sobresueldo, que nunca viene mal”.
—¿Se gana dinero?
—Menos del que se debiera por todo lo que se aguanta: horas de sueño, responsabilidad… La figura del vestidor siempre ha sido menospreciada u oculta. Solía ser, y algunas veces se mantiene esa creencia en las hermandades, una persona afeminada que, como no tiene otra cosa que hacer, se distrae poniéndole cuatro trapitos a la virgen; y la camarera, la típica solterona que estaba todos los días en misa y se había quedado para vestir santos. Igual que se paga a un florista, a un músico, a un bordador, un orfebre… ¿por qué no va a cobrar un vestidor?
La imagen de la virgen del Patrocinio abriéndose paso por un cortejo de cirios genera entre los allí presentes un variopinto abanico de sensaciones. Hay quien se agarra al que tiene más cerca para compartir el momento, los hay quienes esbozan la lágrima y aquellos que lloran sin contemplaciones, también hay pequeños que son inoculados con el fervor de sus mayores, hombres trajeados y mujeres de ‘sport’, y viceversa.
Y la liturgia, que parece haberse depurado después de décadas de repeticiones aunque solo tenga cuatro años de historia, impregna la atmósfera de un inexplicable magnetismo, incluso para los agnósticos que observan llamados por la curiosidad. Suena el Ave María de Schubert en la voz de una soprano.
Una obra de ingeniería de madrugada
Después de un padrenuestro todos salen. Dentro solo se quedan los priostes, el equipo que decide junto con las camareras el vestuario de la virgen, y Antonio. En ese punto, el acto tiene más que ver con la ingeniería que con la moda. Varios ayudantes van colocando los hierros del pollero, un entramado sobre el que descansa el pesado manto. El reloj ya pasa de las doce de la noche y todos paran para un rápido tentempié. Tortilla y algunos botellines de Cruzcampo.
“Fui vestidor por casualidad”, confiesa Bejarano. Antonio frecuenta las hermandades desde joven, siempre dispuesto a participar en los preparativos, pero nunca le gustó limpiar la plata de los pasos. “Y como tenía las manos limpias, el vestidor de la virgen de los Dolores de los Servitas me pedía que le alcanzase las prendas; ahí se despertó el gusanillo”, narra.
—¿Qué labor hace un vestidor?
—El proceso completo, las camareras se encargan de la ropa interior, la lavan, la perfuman. A veces le ponen la saya y la labor del vestidor es ponerle bien la cintura, las mangas, el tocado [las telas que están alrededor de la cara], situarle el manto, ponerle la corona y las joyas que lleve. Y, ojo, no es poner cuatro encajitos; es asegurar todas las piezas para que en la calle no se caiga nada. Y, sobre todo, porque en las imágenes de candelero se terminan cuando se visten. Tenemos la responsabilidad de acabar una obra, y así lo dicen muchos imagineros. La presentamos lo más atractiva posible a los fieles.
Antonio llega a las hermandades sin más herramientas que sus manos. Cuando se sitúa delante de la virgen agarra las de ella con fuerza a modo de presentación. Sobre el palio va cogiendo con alfileres las prendas al busto, alrededor del rostro. Plegando el rostrillo hasta que la imagen va abandonando su estado de desnudez. Se acerca y se separa, como quien mira un cuadro.
—¿En qué piensa cuando viste a una virgen?
—Ni rezo ni levito ni me transformo, estoy trabajando. Y lo disfruto. A medida que los trabajos avanzan, y la intimidad de la virgen está asegurada, otros devotos se van incorporando a los trabajos. Da igual que sean las dos de la mañana. “En las hermandades se trabaja mucho de noche”, explica el hermano mayor, sentado en un banco de la iglesia y observando a unos veinte metros la talla del Cachorro. Junto a él está el mayordomo, el encargado de las llaves de las vitrinas blindadas en donde se guardan las alhajas.
La Macarena marca la tendencia del año
La del Patrocinio no es una virgen coronada canónicamente —un rito que subraya la devoción por una advocación—, pero suya es la primera corona de oro de Triana. Pesa unos tres kilos y solo se usa en la salida del Viernes Santo. Aunque este lunes se la prueban para asegurar que las proporciones del manto permiten que se ajuste correctamente.
Ahí empiezan a oírse los primeros comentarios: “Hoy está guapa la virgen”. Y las felicitaciones al vestidor. “Te has lucido, Antonio”, insisten. Todos son elogios. “Y eso que críticas también las hay, de hecho, procuro, por salud mental, no meterme en las redes sociales o foros, donde hay mucho anónimo señalando”, lamenta Bejarano.
—Hay quienes las ven más o menos alegres, tristes… Antonio, ¿cambia una virgen por su ropa?
—No, cambia según el estado de quien la mira.
—¿Qué siente cuando alguien llora delante de una virgen que ha vestido?
—Son momentos muy bonitos. Las vivencias en torno a mi trabajo son muy fuertes que te dejan muy tocados. Hablo de enfermos, de nacimientos…
Vestir a la virgen también es cuestión de modas. Y, en este caso, quien marca la tendencia es la Macarena. “Todas las vírgenes andaluzas son versiones ‘macarenizadas’ según el estilo que marcó Pepe Garduño, su vestidor, ya fallecido”, detalla Bejarano. Este año, a juicio de Antonio, se llevan polleros más anchos, más próximos a la iconografía clásica de la Macarena, “que siempre es la revolución”, insiste.
—¿Se copian los estilos?
—Yo trato de no copiar, y me fastidia cuando me piden que una virgen se parezca a otra. Cada una es la que es.
—¿Cómo no se verá nunca una virgen?
—Sin estar vestida de virgen.
Son las tres de la mañana y todo acaba. La virgen del Patrocinio está sobre el paso de palio, completamente vestida. Los elogios se suceden entre la veintena de personas que han participado en el proceso. Las caras de cansancio son difíciles de camuflar, sobre todo entre las camareras: una es psicóloga, otra es teleoperadora y, la tercera, modista. Han pasado más de seis horas en vestir a la virgen y mañana, ya hoy, toca trabajar.
A Bejarano lo esperan en cuestión de horas en otra iglesia de Triana, para vestir a la virgen de la Salud de la hermandad de San Gonzalo. Y vuelta a empezar por enésima vez: lo reciben entre abrazos y lo conducen a una zona reservada. Solo unos pocos privilegiados, que se cuentan con los dedos de una mano, pueden acceder a ese espacio secreto que las hermandades guardan con celo. En su interior se custodia una de las intimidades más reservadas de la Semana Santa: una virgen sin vestir.