Emilio lleva varias cuerdas en su coche y ninguna es para su trabajo como albañil. Las ciñe sobre cuerpos de mujer vestido de diablo. Con sus cuernos y todo. En su casa lo ven como algo normal. Su afición, convertida también en una de sus fuentes de ingreso, no extraña ni a su madre ni a su hijo, de doce años. Ata a mujeres siguiendo las directrices del shibari, un erótico arte japonés que proviene de la tradición samurái. "¡Claro que la gente se excita! —asegura—, tanto el que ata como el que es atado". Aunque alerta: "Como diablo no me da para ganarme la vida".
A Emilio le gusta la noche. Ha trabajado de todo: pinchadiscos, camarero… y de demonio. Un día, por Halloween, le dio por disfrazarse de diablo, haciendo honor al nombre de la sala en la que hacía espectáculos. "Y gustó tanto que repetí, y repetí", recuerda. Ahora, años después, el personaje se ha afianzado en las noches malagueñas y las performances que protagoniza incorporan nuevos juegos eróticos. Se hace llamar Asmodeus Amo Rodríguez, Dracox.
De momento, el sueldo entra en casa solo por sus trabajos como fontanero y albañil. Curra en una pequeña empresa de reformas con algunos familiares, que ya están curados de espanto ante las ocurrencias de Emilio. "Lo cuento con la mayor naturalidad del mundo porque todo el mundo sabe que soy alguien abierto de mente, todos saben a lo que me dedico y todos me apoyan", desvela reconfortado.
Antes fue camionero. "Lo del shibari son trabajos esporádicos, no es algo fijo —argumenta—; y yo, al tener un hijo, necesito tener un sueldo fijo".
Emilio tiene 35 años y cuando se enfunda unas mallas negras y se tizna el torso de maquillaje rojo se le cambia hasta la cara. Todo pose. "Soy un buenazo, aunque la gente se piense que soy un perla bueno", confiesa el malagueño, padre soltero de un zagalillo de doce años.
Un diablo nada satánico
Con superglue se coloca en la cabeza calva dos cuernos de unos diez centímetros. "Soy el diablo, siento que tengo el poder, que mando sobre las personas", narra, ya metido en el personaje. Pero Emilio no siente la menor atracción por el satanismo, "tampoco adoración", ni nada por el estilo. De haber tenido otro nombre la sala en la que trabajaba hoy su personaje hubiese sido otro.
—¿Qué pasa cuando entras en una iglesia?
—Nada, estoy hasta bautizado. También hice la comunión.
Emilio no es Al Pacino en Pactar con el diablo. "Aunque soy un poco diablo, me gusta mucho el cachondeo, soy muy sexual…". Ahí queda cualquier posible parecido con Lucifer o Belcebú. Las bondades del demonio de Málaga son otras. Hace ocho años que empezó a atar a mujeres para desatar la lujuria. Esta sería una buena definición de shibari, en el que el público se excita ante la escena. Por estas perfomances de cuerdas cobra 150 euros, a los que se suman otros 150 si hace malabares o hay sexo en vivo.
—¿Quién se excita más, el que ata o el que es atado?
—A mí fascina el roce de la cuerda y muchas chicas me han dicho que la sensualidad que transmite el ser atadas también las excita.
Emilio hace una sesión privada para los reporteros de EL ESPAÑOL. Ocurre en La Mazmorra, el espacio de la dómina Ghalia. Hay jaulas, juguetes sexuales, látigos y un sinfín de artilugios para practicar la dominación y la sumisión. Todo allí es lúgubre. Tanto que ni siquiera el diablo desentona.
Cuerdas que atan relaciones
“Con la chica debe haber feeling, si no quedaría un espectáculo muy frío”, explica Emilio, que sigue dándole vueltas con las cuerdas por el torso, como quien ata una peonza. Las cuerdas en el shibari atan, y no solo cuerpos. A Rafael y Susana la práctica de esta disciplina que se mueve entre el arte y el erotismo les hizo unirse más en su matrimonio. Primero empezó él, hace unos diez años; luego se sumó ella.
"Pensé que lo mejor sería acompañarle", narra Susana a EL ESPAÑOL. "Al principio me chocó, él llevaba unos años haciendo una vida BDSM por su cuenta y eso me sentó mal", revela. "No lo pasé demasiado bien —admite—, pero pensé que podía probarlo, y que juntos lo pasaríamos mejor. El shibari nos ha atado. Nos ha unido más".
El matrimonio, más próximos a los 60 que a los 50, guarda sus cuerdas en una bolsa en el altillo. Ella es asesora contable; él, delineante. Ambos tienen dos hijos, ya mayores. En el mundillo del shibari usan apodos: Siomara es Susana y PlaceryDolor, Rafael.
—¿Esto se cuenta a amigos?
—No, porque lo más probable es que no lo vayan a entender, que te tomen por una persona enferma. No sabes si lo van a aceptar. No lo puedo contar en el trabajo porque no sé cómo se lo va a tomar. La sociedad no lo acepta, aunque para nosotros sea algo normal. No es ninguna cosa rara.
Ocultas las cuerdas y oculta la afición. "Tenemos una vida normal y corriente —asegura Siomara—, y este es un escape que nos gusta y que practicamos con total normalidad". "Yo me siento libre, me gusta la inmovilización", admite sin rubor.
Rafael y Susana se atan en casa, también en un espacio en el que además de practicar imparten sus conocimientos a otros que se inician en el mundo del shibari. "Yo aprendí solo, viendo vídeos de YouTube", explica Rafael. "En aquel momento, hace diez años, apenas se hacían cuerdas por España: Madrid, Barcelona y en Asturias, poco más —concreta—; era un mundo muy clandestino y todavía hay mucho secretismo alrededor".
Shibari, una moda en España
Ni Rafael y Susana muestran sus rostros ante la cámara. Admiten que son practicantes de perfil bajo en cuanto a la exposición, aunque participen en fiestas y “tardes de cuerdas” con otros aficionados al menos una vez al mes. Calcula que solo en Málaga ya debe haber unos cuatro atadores y avisa de que el shibari está de moda. "Cada vez hay más chicas que quieren ser atadas —confirma PlaceryDolor—; se vende muy fácil, por la estética, las autosuspensiones… atrae, y está en claro aumento exponencial".
Argumentan ambos que en España el dolor está muy integrado en la iconografía cultural. “Es muy nuestro: los cristos, las dolorosas… somos capaces de ver arte en él”, apunta. En sus sesiones, “emocionantes”, buscan “que la persona trascienda, que se entregue”. “Las cuerdas te quitan las armaduras, tocan cosas inalcanzables con las manos”, presume.
“Y hay quien se excita con eso”, insiste Rafael, que sigue: “En el shibari hay exhibicionismo, hay tortura, humillación, también amor”.
—¿Cuántos nudos hay en el shibari?
—Nudo hay uno, el resto son pases de cuerdas: fricciones o frenos. Después hay estructuras; dicen que el que no maneje entre 30 o 40 estructuras no se puede considerase atador.
Las cuerdas de Rafael son de yute, con color dorado y olor a anís; o cáñamo, con olor a establo; nunca usa las de pita, porque son ásperas y duelen. A no ser que la persona atada quiera experimentar más dolor del preciso. A fin de cuentas, el origen de esta técnica de inmovilización se remonta a la forma con la que los samuráis presentaban a los reos ante la autoridad, que distinguía a golpe de vista y en función de las ataduras el tipo de delito y la clase social del preso.
De los samuráis a los clubes eróticos
Todo un ritual que llegó a tener un código punitivo fechado en 1542 y que regulaba el uso de cuerdas en la tortura y aprisiomiento de enemigos y criminales. Humillación e incomodidad hechas arte marcial, el hobaku-jutsu, que variaba en función de la casa del samurái y que posteriormente fueron llevadas al ámbito doméstico, como juego erótico entre parejas, y a los clubes hasta ser lo que es hoy.
El shibari, en su viaje desde Japón a Europa, ha superado filtros culturales que lo han transformado para hacerlo coincidir con las costumbres de destino. “En Japón es habitual que la mujer no importe, es un mero objeto que se ata —explica Rafael—; en Europa sí, porque la relación entre un hombre y una mujer es distinta y, hoy en día, esa diferencia es muy grande entre Japón y Europa”.
En España hay chicas atadoras y chicos que son atados, aunque por lo general hay más atadores y mujeres atadas. Tanto que las estructuras están diseñadas para atarlas a ellas.
“El componente cultural en Japón es muy fuerte y está muy normalizado; aquí no tanto, lo hemos transformado en un arte bonito, muy estético y con un trato exquisito a la modelo”, puntualiza Rafael, que subraya que estas prácticas se desmarcan del bondage, aunque estén dentro del BDSM (Bondage, disciplina, dominación, sumisión, sadismo y masoquismo).
La charla se extiende por horas. Y Emilio, el diablo, sigue ciñendo cuerdas sobre el cuerpo de Kadiva. “No duele, solo sientes tensión”, explica ella. Y excitación, tampoco, a juzgar por el semblante del que ata y la atada.
—¿Pero de verdad hay quien se excita?
—Es más artístico que sexual, pero hay quien llega a excitarse, claro. He hecho espectáculos más sexuales, con chicas desnudas; pero dentro de las cuerdas, me gusta hacerlo más artístico.
El espectáculo es como un baile con las cuerdas, que van girando y anudándose desde el busto hasta el resto del torso, comprimiendo poco a poco, y muy lentamente, los brazos contra el tronco. “La gente se imagina que esto es desagradable, pero no”, justifica Emilio, que actualmente no tiene pareja estable.
“Las mujeres siempre me dicen que les atraigo más como demonio, que les parezco exótico”, zanja Dracox o Emilio, para los amigos y la familia. Padre, el menor de cinco hermanos y, de oficio, albañil.
—¿El demonio liga mucho?
—Sí, da juego; más de alguna chica me ha pedido que la ate.