María Luisa y Cecilio viven posiblemente en uno de los puntos más ruidosos de Madrid desde hace casi 20 años. Uno podría imaginar que se trata del centro de la capital o de algún lugar cercano a las rotondas que sufren eternos atascos cada día, pero no. Su realidad es bien distinta: habitan en una casa en medio de la nada, donde cualquier medidor de decibelios podría marcar su máxima cuota. A un lado, la frenética M-40, al otro, las vías del tren de cercanías, y encima, el AVE dirección al Mediterráneo.
La pareja no llegó allí por casualidad. Detrás de ellos queda una historia marcada por la adicción y la venta de drogas, enfermedades, la cárcel y la desesperación. Ahora, viven, "que no es poco". Llegar hasta el hogar de María Luisa Castro y Cecilio Labrador, ambos de 54 años, no es tarea fácil. Es necesario recorrer la antigua carretera de Villaverde a Vallecas hasta su último punto, en la zona del barrio madrileño de Entrevías -distrito al que pertenecen-. Ahí, la calzada, apenas utilizada por algunos camiones que llegan hasta las pocas empresas que quedan, termina y da comienzo a la casa de esta madrileña, de Vallecas, y este toledano, de San Cristóbal.
Cuando caminas por el final de la carretera, se advierte un puente por el que pasan trenes cada poco tiempo. Abajo, un túnel que queda protegido por una gran verja de acero, con dos entradas, una grande y otra pequeña, ésta última hace de puerta para entrar a la casa. En la pared del margen izquierdo se lee: "Calle Embajadores, número 490. Casa a 200 metros". En la parte inferior, un cuadro de luces hace de buzón: "Puerta I: Cecilio Labrador; Puerta II: María Luisa Castro".
No hay timbre, pero ellos ya esperan en la entrada cuando reciben a EL ESPAÑOL en su humilde y ruidosa morada. Tras rebasar la puerta de acero, hay que recorrer un camino de tierra con algo de pendiente. Si bien, mientras se avanza, el ruido de los motores y de los cláxones hace intuir cuál será el final de ese recorrido: el cuarto cinturón de circunvalación de Madrid, una de las vías más congestionadas de la geografía nacional y por la que circulan cada día decenas de miles de vehículos. Desde esa explanada de tierra, en la que ya se deja ver la casa de la pareja, aneja a un muro de ladrillo, que la separa de la carretera. Mientras atardece, ambos muestran con entusiasmo y casi orgullo a este periódico el skyline de Madrid que se puede divisar desde allí: "Mira, ese es el barrio de San Fermín, y allí está Orcasitas, Villaverde, Usera y Santa Catalina".
El bullicio de la zona forma parte de su vida, aunque ya han aprendido a convivir con él desde que se levantan hasta que se acuestan. Es más, les gusta. Es casi su tranquilidad. Tienen controlado todo lo que pasa a su alrededor: la velocidad de los coches y los límites en la carretera -"¡Mira ese cómo va, se va a estrellar!"-, los horarios de los trenes, las visitas de los operarios de Renfe o los vagones que pasan sin dar servicio. También los accidentes de tráfico y todas las muertes que se producen, por desgracia, en la carretera. Luisa acaba de presenciar uno hace unas horas: "He ido a ese puente, no sé cómo ha sido pero de repente he escuchado '¡buuuuumba!' y cuando he llegado había un coche boca abajo al lado de un camión. Aquí hay un montón de accidentes".
Estos vecinos de la M-40 llegaron a esta zona a principios de los 2000. Cecilio y María Luisa se conocieron en un fumadero de Madrid, los dos estaban en la calle y desde entonces intentaron buscarse la vida. Luisa había empezado a consumir heroína y cocaína desde que tenía 13 años, edad a la que tuvo su primer hijo. Era 1980. Poco después empezó a venderla a la par que la consumía. "Me metía dos gramos de caballo al día, era una barbaridad. Jamás me pinché, al principio te lo esnifas, luego empecé a fumármelo", relata Luisa.
Su hijo tenía seis años cuando ella entró en prisión por tráfico de drogas, entonces ya estaba embarazada de nuevo. Pasó siete años entre las cárceles de Soto del Real (Madrid) y de Ávila. En esa etapa empezó a tomar metadona para sustituirla por su dependencia a las drogas. Antes de que la detuviesen, cuenta a este diario, incluso estuvo cuatro años en busca y captura. Cuando salió siguió tomando el fármaco y tuvo a otros dos hijos. Pero la suerte no le acompañó mucho: estuvo viviendo con su madre hasta que falleció y lo perdió todo, también a sus cuatro hijos.
Dosis semanal de metadona
Pero eso quedó atrás. Conoció a Cecilio y le convenció para que cambiase de vida y también dejase las drogas. Ahora van juntos al Centro de Atención a Adicciones (CAD) de Vallecas donde reciben su dosis semanal de metadona. La vida de Ceci tampoco fue la mejor. A parte de consumir cocaína, contrajo el VIH, lo que le acarreó en su momento graves problemas de salud, aunque ahora ya va recuperándose. Era vigilante de seguridad en una empresa, pero le incapacitaron a raíz de una tener una hernia discal. Desde entonces, cobra una pensión de 400 euros. Es lo único que tienen, aunque insisten: "Ahora es cuando sí podemos vivir".
Y es que la que es ahora su casa, en el terreno que está a su nombre e incluida en el plano del padrón que tienen ambos en Puente de Vallecas, no existió hasta hace ocho años. Cuando llegaron a principios de siglo a esa zona, donde por aquel entonces había campos de cultivo y una empresa de fundición de acero, vivían en una chabola que ambos construyeron con maderas en una pendiente de tierra. Justo donde hoy hay una gran viga que sostiene el puente por donde pasa el tren de alta velocidad.
Todo cambió cuando comenzaron las obras del AVE. Dos responsables de Adif se acercaron a ellos para ofrecerles un cambio. Demolerían esa pequeña vivienda y a cambio les construirían otra al lado de la M-40, a unos aproximadamente 100 metros, en un lugar que no se avistase mucho desde las vías del tren. Al principio, Cecilio no se fiaba mucho de ese plan, pensaba que le iban a dejar sin nada, pero Luisa le convenció. "Menuda comparación, de vivir entre cuatro tablas a vivir así, por lo menos estamos más protegidos", cuenta ella. Quince días después de aceptar, su chabola desapareció y los equipos de Adif excavaron en una explanada de tierra, colindante a la carretera, un espacio de 150 metros cuadrados, que después pavimentaron y sobre la que construyeron dos viviendas de chapa.
Cuando terminaron la obra, les dijeron:"Es vuestra, de aquí no os podrán echar". Según cuentan Luisa y Cecilio, esa zona pavimentada está a su nombre y el documento de empadronamiento que conservan donde "hay un croquis con el punto exacto de la vivienda" les avala como propietarios de la casa ("Calle de Embajadores, número 490, planta baja). Sobre todo cuando la Policía se pasa por allí de vez en cuando para corroborar que todo está en orden. "Les enseñamos los papeles y nunca hay ningún problema", explica Ceci.
Toda esa zona quedó cerrada y vallada cuando terminaron las obras. Pero para poder acceder a ella, Adif cortó la carretera de Villaverde y construyó debajo del puente del ferrocarril una verja que ocupa el ancho del túnel, donde hay una entrada más grande para los empleados y los coches, y otra para que Luisa y Cecilio puedan entrar y salir de su casa. Precisamente, en las lindes de la verja, Cecilio se despide. Ha cogido la bicicleta para ir a comprar comida y el establecimiento más cercano que hay en la zona está en el barrio de El Pozo, a diez minutos sobre las dos ruedas.
El interior de la casa
Luisa no le acompaña. Siempre se queda uno de los dos cuando el otro sale. No se fían. Los últimos rayos del sol caen cuando la madrileña nos invita a ver su casa. Con coleta y vestida con un pijama de hello kitty baja las escaleras de tierra y nos lleva hasta el patio de la vivienda de chapa. La parte exterior está llena de chatarra, se pueden ver hierros, tablas, algunos bidones e incluso un baño portátil. El ritmo frenético de la carretera, que limita prácticamente con la casa, no cesa, mientras Luisa abre la cortina de una de las casetas. Son sus aposentos.
Una colcha de leopardo cubre la cama de su habitación, en la que también se puede ver una pequeña televisión de plasma, una equipo de música, un armario -donde guarda su ropa- tapado con lonas, unas mesillas con numerosos objetos, sobre todo religiosos, y en la parte izquierda un mueble donde hay muchísimos marcos con fotografías, posiblemente de sus cuatro hijos -que ahora dice, "viven muy bien"-, una cachimba y varios bolsos que utiliza las pocas veces que sale de Embajadores, 490.
Toda la vivienda tiene electricidad que, según cuenta Luisa, "les da Telefónica" a partir de una torre de luz que tienen a 500 metros. Tienen incluso hasta caja de interruptores con diferencial. Tampoco pasan frío, pues los calentadores "son muy potentes" y las habitaciones "se calientan rápido". La otra parte de la casa está formada por la sala de estar y la cocina. Hay un sofá con mantas, una vitrocerámica eléctrica, diferentes utensilios para cocinar, una mesa sobre la que hay numerosos recipientes con fruta, otra con sillas y con un microondas y algunas garrafas de agua al lado de una pared. Pero, sobre todo, lo que destaca es la gran cantidad de alimentos que tienen almacenados: botes de colacao, conservas, café, etc. Y no solo ahí.
En la última estancia, aneja a la sala de estar, Luisa nos enseña las tres neveras que tienen y la despensa. En una de ellas hay varios paquetes de galletas, una sopera con la comida que ha sobrado, un bizcocho, un bote de miel y algo de pan. Pero es la despensa la que está llena de provisiones. Se pueden contar hasta 40 botellas de diferentes aceites, decenas de botes de conservas y paquetes de pasta. Luisa y Cecilio van todos los jueves a un centro de ayuda de Vallecas donde les dan alimentos. Aunque está claro que no les faltan, "nunca se sabe", dice la madrileña, y se preocupan en almacenarlos por si algún día no pueden ayudarles.
La última parte de la casa la forma un pequeño espacio cubierto con un inodoro sin toma de agua en su interior. Es lo único que no tiene la casa. Para tener agua utilizan un carretillo con el que van hasta la fuente más cercana, a unos 15 minutos andando, donde rellenan garrafas de agua, que después vuelven a llevar a la casa para poder usar el inodoro y asearse.
Unas condiciones parecidas, entiéndase la ironía, a las que tendrán los futuros propietarios del ático más caro de España, en Madrid, que salió a la venta a principios de febrero por 14,6 millones de euros. La vivienda en cuestión es un triplex de 750 metros cuadrados situado en el punto más alto del barrio de Los Jerónimos. A 15 kilómetros exactos de la vivienda de María Luisa y Cecilio.
Este complejo dispone de cinco dormitorios y siete baños. En la planta sexta del inmueble se encuentra el salón, cocina, cuarto de servicio, dormitorio de invitados y unas de las tres terrazas. En la séptima planta se distribuyen los dormitorios y una terraza con barbacoa y zona de cocina. El piso superior está dedicado a la piscina de uso exclusivo y una terraza con vistas de 360 grados, lo que incluye el parque de El Retiro y el centro de Madrid. ¿La hipoteca? 53.964 euros al mes durante 30 años.
"Los pelones"
Volviendo un poco a la realidad, lo peor de la casa de los Castro-Labrador no es la falta de agua corriente o el ruido, al que están totalmente acostumbrados, sino "Los pelones". Un clan de etnia gitana de la zona que desde la instalación de las vías de alta velocidad, hace ocho años, se han dedicado tanto a increpar y robar a Cecilio y a Luisa como a sustraer todo tipo de materiales de Adif y desvalijar todo lo que encuentran por su camino.
"Roban el cobre de las vías, las placas de hormigón, han llegado a robar hasta el cableado de la luz en la M-40. Han dejado ya cuatro veces sin luz a esta zona", cuenta con preocupación Luisa a este diario. Actúan por la noche, Cecilio y ella escuchan como empiezan a golpear las placas de hormigón de las vías y a tirar de ellas hasta que consiguen arrancarlas. Luego las cargan, las llevan hasta la M-40, a merced de que cualquier día puedan caer sobre cualquier coche, hasta que llega una furgoneta, las recoge y posiblemente después las vende.
Ese es principalmente el modus operandi de esta banda, que según alerta la madrileña, "están haciendo un desfalco en toda la zona". Aún así, no tienen ningún miedo, porque si les pasa algo, la Policía "sabe quienes son". Aunque "casi nunca han podido hacer nada porque nos les pueden detener si no les ven. Hasta que no haya una movida grande o nos hagan algo, 'los pelones' no van a parar", sentencia Luisa.
Así es la vida de estos dos vecinos de Entrevías en una de las zonas más inhóspitas y posiblemente intranquilas -para muchos- de España. Para ellos, mientras tanto, su casa lo es todo. No es mucho, pero sí más de lo que podrían haber imaginado hace 20 años: "Lo hemos pasado muy mal, pero con fé hemos llegado hasta aquí y seguimos adelante".