Los últimos fallecimientos de celebridades han puesto de manifiesto un fenómeno típicamente español. Ignoramos en vida a nuestros ídolos, ya sean deportivos, políticos o artísticos y nos deshacemos en elogios cuando mueren. El pensador Antonio Escohotado lo describió con precisión: “La cultura española vive la fiebre de la conmemoración, una enfermedad que excluye a los vivos y honra a los muertos de modo exagerado y obsesivo”. La sentencia parece escrita ayer, pero no. El autor del ya clásico Historia general de las drogas, retrató así nuestra cultura hace tres décadas.
Poco hemos cambiado desde entonces. Alfredo Pérez Rubalcaba, que fuera ministro de Interior y Educación con Felipe González, lo dejó sentado en 2014 con una sorprendente premoción. Acudía en Sitges a una reunión del Círculo de Economía. Sólo habían pasado cinco días desde que anunciara su decisión de dejar la política para volver a sus clases en la Universidad. En medio de aplausos y continuas muestras de afecto, uno de los asistentes le preguntó qué se sentía ante tal avalancha de exaltaciones a la hora de su retirada. El político adoptó ese gesto burlón y malévolo tan característico en su rostro y sentenció: "Les doy las gracias, la verdad es que los españoles somos gente que enterramos muy bien".
Sólo fueron necesarios cinco años para que la realidad le diera la razón. Ocurrió con su propia muerte el pasado mes de mayo. Más de 10.000 personas desfilaron por su capilla ardiente instalada en el salón de los pasos perdidos del Congreso. Amigos y enemigos, correligionarios y rivales lo lloraron por igual; al menos, ante las cámaras. Tuvo el homenaje que nunca se le dio en vida. Y es que, volviendo a citar a Escohotado, “para el abrazo convulso hacen cola hasta los enemigos”.
Ejemplos recientes
La trágica muerte de Blanca Fernández Ochoa –todas las muertes son trágicas, en realidad- desempolvó las palabras de Rubalcaba. El sábado pasado, en la capilla ardiente en Cercedilla, el periodista deportivo José María García, bien conocido por carecer de pelos en la lengua, lo expresó con crudo realismo: “Esta mañana ha estado el ministro, la secretaria de Estado, se va a hacer un recinto en Madrid con su nombre... seguimos igual que hace cien años, todo cuando mueren. Coño, ¿por qué no lo disfrutan en vida?"
Hace apenas unos meses, me tropecé con Camilo Sesto. Entraba con la cara demacrada en el hospital Puerta de Hierro de Majadahonda. Llamaba la atención porque iba excesivamente abrigado, como era costumbre en él, lo que no impedía reconocerlo. En el largo recorrido por los kilométricos pasillos, nadie le pidió un autógrafo, nadie le saludó, nadie volvió la cabeza a su paso. El domingo pasado, cuando se conoció su muerte en el mismo hospital, súbitamente volvió a ser una celebridad. Todo el mundo aseguraba haber cantado las canciones de “uno de los referentes de nuestra cultura”, “uno de los grandes exponentes, de la música española” o “uno de los artistas más queridos y universales”, por resumirlo con las palabras del presidente del Gobierno.
En su capilla ardiente se formaron grandes colas. Personalidades de los ámbitos más diversos lamentaron su desaparición. Celebrities de todos los pelajes se hicieron selfies ante su féretro. Nadie parecía recordar que los funerales son para los muertos, no para los vivos. Ya en Las mil y una noches, recopilación de historias medievales del mundo árabe –tan decisiva en la cultura española-, se puede leer que “las exequias son una pompa estéril, destinada a halagar la vanidad de los vivos”.
Cualquiera diría que Camilo Sesto había resucitado en vez de haber muerto. Sus discos volvieron a los primeros puestos de las listas de grandes éxitos. Habían concluido de repente largos años de olvido de un cantante que, al menos en lo que va de siglo, no paró de ser objeto de burlas y chanzas. Sólo su Mola mazo, un intento desesperado por acercarse a las nuevas generaciones, despertó cierto interés al convertirlo en carne de imitadores, cómicos y chistes de celebración familiar.
La necrofilia hispana
Son muchos los factores que contribuyen a que los españoles seamos tan “buenos enterradores” como aseguraba Rubalcaba. Uno de ellos es la bien conocida necrofilia hispana, como parte de la tradición mediterránea. Lo demuestran fiestas populares relacionadas con la muerte, como las de difuntos –llevada a su máxima expresión en Hispanoamérica-, la Semana Santa o el entierro de la sardina en Carnaval. Lo evidencian también, por ejemplo, el cuplé convertido en himno de la Legión –Soy el novio de la muerte-, creado en los años 20 por Fidel Prado y cantado por Lola Montes. Y proclamas maximalistas, como la de José Antonio Primo de Rivera cuando aseguró que “hay una muerte española”, nacionalizando así la muerte y convirtiéndola en parte de nuestras esencias patrias.
A esa necrofilia –unida a otros factores, claro- habría que atribuir la interminable polémica sobre si se han de sacar los restos de franco del Valle de los Caídos -colosal monumento a la muerte- y dónde deben descansar los huesos del dictador. O los infatigables trabajos de los nietos de las víctimas republicanas por rescatar de las cunetas los restos de sus abuelos, 80 años después del final de la guerra.
Otro factor que hay que tener en cuenta es esa costumbre tan española de “matar” dos veces a los personajes: una cuando salen –o se les echa- del primer plano de la actualidad y otra cuando se produce el deceso fehaciente y les premiamos póstumamente con una “resurrección social”. Es lo que el mencionado Escohotado llama la “justicia post mortem, que a cambio del cadáver estalla en sinceros panegíricos y lágrimas”.
Ese deseo macabro de impartir justicia se puede apreciar en la reacción ante las últimas muertes. Se colocó en la balanza de Blanca Fernández Ochoa su éxito olímpico frente a sus años de decadencia apareciendo en programas de televisión ínfimos, pero alimenticios. En el caso de Camilo Sesto, se dilucidó qué pesaba más si Vivir así es amor de amor o Mola mazo. En el “juicio final” –final siempre que no haya otros después, claro- de Rubalcaba, se contrapuso su carácter de político conciliador a la de conspirador e intrigante.
Las redes han contribuido de forma decisiva a esa justicia post mortem. Se vio muy claro también con el fallecimiento de Arturo Fernández, cuando quienes le acusaban de machista y conservador se enfrentaron descarnadamente con los que defendían al hombre de teatro hecho a sí mismo, que casi muere sobre el escenario y que nunca pidió una subvención.
Matar a los ilustres
Sostiene Escohotado que “un repaso a la historia de España presenta una larga lista de vivos miserables y muertos gloriosos, en realidad tan larga que se aproxima bastante a la relación de los ciudadanos ilustres”. Parece claro que llevamos en el ADN nuestra pericia enterradora. Hay entierros memorables –entre los más grandes nuestra historia- de figuras hoy indiscutidas, pero que hubieron de soportar crueles censuras en su tiempo. En la literatura son leyenda las multitudinarias concentraciones tras la muerte de Benito Pérez Galdós o Blasco Ibáñez. Entre los políticos, Enrique Tierno Galván, Pasionaria o Santiago Carrillo recibieron grandes homenajes a su muerte, pese a haber sido muy controvertidos, y no siempre apreciados, durante su vida.
Y es que, a diferencia de otras culturas, en España maltratamos a nuestros ilustres. No los ubicamos, mientras están vivos, en una estantería preferente, donde nos sirvan de referencia y podamos empaparnos de su sabiduría y experiencia. Los relegamos al sótano, al trastero del olvido, como los juguetes viejos o rotos. Los convertimos en emérito, ex de algo, o “el que fuera…” a la espera de que se mueran. No es de extrañar que los españoles adoptáramos con tanto entusiasmo la sentencia de Gustavo Adolfo Bécquer: «Todos los cementerios del mundo están llenos de gente que se consideraba imprescindible».
“En otros sitios –escribió Escohotado en los años 80- rige más bien lo contrario de esa espera al fiambre. En el sector que llamamos desarrollado -por ejemplo-, las sociedades se apresuran a atribuir a cada uno lo suyo desde el mismo instante en que esa propiedad se hace manifiesta”. Aún está vivo el ejemplo de Blanca Fernández Ochoa –uno entre muchos-, a la que debimos haber “dado lo suyo” cuando se manifestó, cuando se lo ganó en Albertville aquel invierno de 1992.
Nuestra destreza para los entierros viene de lejos. Ya le preocupaba a Eurípides (484-480 a. C.), que no era español pero sí griego, y por tanto mediterráneo. Deberíamos tener más presente aquella sentencia suya tan certera: “A los muertos –dejó escrito- no les importa cómo son sus funerales. Las exequias suntuosas sirven para satisfacer la vanidad de los vivos”.
Enrique Jardiel Poncela (1901-1952) conocía bien las costumbres de los españoles y su relación con la muerte y lo demostró en obras como El cadáver del señor García, Morirse es un error o Eloísa está debajo de un almendro. Su epitafio es un aviso a navegantes, a todos aquellos que esperan recuperar el reconocimiento social. Se puede leer en la lápida sobre su tumba en el cementerio Sacramental de Santa María en Madrid: “Si queréis los máximos elogios, moríos”.