-En la sanidad española, en el SUMMA, en el 112, entre las simples enfermeras, hay gente que se merece el aplauso todos los días, muy buenos profesionales. Lo reconozco. Pero también hay 'garbanzos negros' que estropean el guiso.
El sueño de Aitor García Ruiz era ser ingeniero de coches, terminar sus estudios de grado superior y después en la universidad. Su mundo era el mundo de la tecnología, el de los automóviles y el de la informática. Era el hábitat en el que se movía como un pez en el agua. Era un chico sencillo, listo, inteligente, aplicado. Amigo de sus amigos. Con una cabeza repleta de infinitos conocimientos. Y con una sensibilidad especial. "Amaba a los animales y nos hizo que también nosotros los amásemos".
Bartolomé García y María del Carmen Ruiz están "rotos por dentro", y eso se refleja también por fuera. Lo primero que ven al levantarse desde hace meses en su casa de Valdemoro (Madrid) es la habitación vacía de su hijo. Hasta que se han hartado y han empezado a denunciar lo que ocurrió el 14 de enero del 2018. Aitor tenía 23 años cuando se desplomó debido a un trombo en el pulmón sin apenas poder respirar. Su madre llamó al 112 y al otro lado de la línea una voz arrastrada le restaba importancia a los gritos y las súplicas de una mujer que veía cómo su único hijo se le moría entre sus brazos.
-"Señora, su hijo está perfectamente. Él dirá lo que quiera", replicaba la voz.
-"¡Pero es que se está ahogando! ¿No le digo que se está ahogando?".
En plena escena de pánico, el médico solicita que Aitor se ponga al teléfono, y en plena agonía, apenas unas palabras logran salir de su boca: "Me ahogo, me ahogo"
Aitor entra en muerte cerebral y fallece días después. Los padres no están seguros de si su hijo podría haber sobrevivido a lo ocurrido. Pero sí saben a ciencia cierta que la situación se podía haber desarrollado de otra manera. Ambos reclaman, a través de su abogado Carlos Sardinero, de Sardinero Abogados, y de la Asociación del Defensor del Paciente 175.000 euros como indemnización por vía administrativa. Días después del estallido se sientan a hablar con EL ESPAÑOL para a hablar de su hijo, un chico superdotado, autodidacta, inquieto, de inteligencia superior a la media.
Tecnología y automovilismo
-¿Cómo era Aitor?
-No es porque fuera nuestro hijo, pero aparte de mi hijo, era mi mejor amigo. Lo puedo decir más alto, pero no más claro. El chico que cualquier padre desearía tener, lo más próximo a la perfección. Era extraordinario, un ser especial.
-Estaba a punto de terminar sus estudios.
-Le faltaban meses. No quiso hacer selectividad, y dijo que accedería a la universidad a través de los grados superiores. Y cursó dos: el grado superior de automoción, de dos años y también otro grado superior en electrónica y electricidad del automóvil. Su nota más baja, un ocho y medio. Habría acabado todo aquel 15 de febrero antes de la universidad.
Aitor disfrutaba de muchas cosas a la vez porque era una persona inquieta. Pero de las que más disfrutaba, una de ellas eran los ordenadores. A los ocho años comenzó a ir a clases particulares. No tardó en aprender a manejarlos. Con el tiempo, y la curiosidad en el mundo online, aprendió todo tipo de cosas. Sabía, por ejemplo, utilizar programas de encriptado. Incluso en los últimos tiempos estaba elaborando un videojuego con un compañero suyo de informática y programación del grado.
-¿Tenía muchas aspiraciones?
-Yo le decía cuando termines los estudios vas a pegar una patada en la puerta, y vas a decir al mundo: "Mira, estoy aquí". Tenía intención de trabajar en algo de informática o del automóvil. Pero es que con los ordenadores era como estar en su propio hábitat. Le atrajo ese mundo desde pequeño.
El teléfono móvil que utilizaba el joven era un Sony Xperia de siete años de antigüedad. Aitor tenía la costumbre de apagarlo al irse a dormir mientras lo ponía a cargar. Nunca pudieron volver a encenderlo. Los padres lo llevaron a un informático experto en sistemas encriptados y detectó que Aitor había insertado en el terminal tres contraseñas diferentes. Y no era capaz de eludirlas.
La tecnología y la informática van en su caso de la mano a través del mundo de los coches. "Desde que tenía dos años. Recuerdo cuando le llevábamos por la calle andando, de la mano en el carrito, se iba fijando siempre en todas las marcas de los coches. Le daba igual que fuera español, europeo, americano... Tenía una memoria prodigiosa".
Música y arqueología
Es un ejemplo más de cómo cuando algo se le metía entre ceja y ceja, entonces Aitor lo exprimía hasta la última gota: como cuando en septiembre de 2017 sus padres le regalaron una guitarra eléctrica. A los pocos meses ya había aprendido a tocarla y comenzaba a componer por su cuenta. "Era como una esponja".
-¿Qué más le gustaba?
-Era un aficionado brutal a la arqueología -dice su padre-. A los cuatro años, nos dijo que quería ser arqueólogo. Y nunca dejó de entusiasmarle ese mundo. Yo le llevaba a todas partes. A yacimientos arqueológicos en Teruel, Lascaux (Francia), Altamira, etc. Sabía diferenciarte con pelos y señales un trozo de jarrón de barro de otro, decirte de qué época era, a qué cultura pertenecía.
-Todo ello -responde la madre-, le gustaba hasta tal punto que, de los dinosaurios, se sabía los nombres de todas las especies. Pudimos llevarle a visitar los yacimientos arqueológicos de dinosaurios en Teruel.
-También la lectura, claro. Empezó muy pronto. Con dos años, ya comenzaba a leer y a balbucear palabras que advertía en el folio. Hacía también deporte, amaba la playa, le gustaba nadar, correr por el bosque, salir a andar en bicicleta. Pero sobre todo era una persona sensible, noble y sencilla. Jamás llegó a casa borracho, ni oliendo a tabaco. Lo era todo para nosotros.
De un pueblo de Extremadura
Los padres de Aitor llevan toda la vida en Madrid, pero nacieron en el remoto pueblo de Alía, en Cáceres, apenas un millar de habitantes rodeados de plena naturaleza. Él es mecánico tornero. Ella se dedicó a cuidar la casa y la familia en cuanto Aitor nació.
-Y ahora opino que es lo mejor que pude hacer -dice la madre, entre sollozos- porque he podido disfrutar de él. Eso que me llevo, que he podido disfrutar cada momento de él.
Ahora ambos exigen que la Comunidad de Madrid les revele la identidad de la persona que cogió aquella llamada y se cuya voz ya no se olvidarán nunca. Sostienen que están en su derecho de denunciarlo. Pero de momento se niegan a ofrecerles esos datos. El letrado de la familia de la víctima, Carlos Sardinero, y la Asociación del Defensor del Paciente, están tomando ya las medidas legales oportunas para poder obtener esos datos y así denunciar al facultativo en cuestión.
-Le gustaba tanto la naturaleza que me decía: mamá no pises las hormigas. Me enseñó a amar la naturaleza. Yo solo conocí Madrid, y en Madrid no hay más que asfalto. Nos hacía ver las cosas de otra manera.