Hay que sufrir una sed insuperable de verdad y justicia para animarse a volver al sitio donde mataron y posiblemente violaron a tu hija. Esa necesidad es la que mueve a los padres de Laura Luelmo Hernández, la profesora de cuyo crimen a manos de su vecino reincidente Bernardo Montoya Navarro se va a cumplir un año este 12 de diciembre. José Ángel Luelmo y María Teresa Hernández, acompañado por otras dos mujeres, estuvieron de nuevo hace pocos días, a mediados de noviembre, recorriendo a pie la calle Córdoba del pueblo de El Campillo, en la comarca minera de Huelva, donde la joven, procedente de Zamora, se instaló para una sustitución como profesora de arte en el vecino instituto de Nerva.
Sus padres contemplaron la fachada de la casita de alquiler y, enfrente, a menos de diez metros, la vieja vivienda donde vivía el hombre de 50 años que asaltó a su hija. Para él pedirán una condena de prisión permanente revisable por asesinato y agresión sexual.
Ambos vestían de oscuro. Allí hablaron con algunos vecinos. El progenitor preguntó y se cercioró de dónde aparcaba Bernardo Montoya su Audi negro, en un hueco pegado a la puerta de su casa; ese coche en cuyo maletero el acusado trasladó el cuerpo de Laura, malherida o ya muerta, hasta el paraje boscoso de La Mimbrera. Allí la encontraron el lunes 17 de diciembre de 2018, tras cinco días de desaparición y una búsqueda masiva que mantuvo en vilo a España y, al conocerse el perfil del detenido, avivó el debate sobre el control de los agresores reincidentes de mujeres cuando quedan en libertad.
Durante la visita, en vísperas del primer aniversario de la tragedia, el padre, intentando comprender, se puso en la posición del presunto depredador e hizo la reconstrucción del asalto: como si estuviera agazapado detrás del coche invisible en la puerta de Bernardo Montoya, dio unas sigilosas zancadas hasta la acera de enfrente para abordar por detrás y por sorpresa, en el aire vacío, a la imagen, al recuerdo, de la nueva vecina de 26 años que en esa tarde de hace un año se disponía a entrar en casa con su bolsa de la compra después de su jornada de clase en el instituto. “Tuvo que asaltar a mi hija así, por detrás”, concluyó el padre tras examinar el escenario del ataque. Vino a buscarla el año pasado desde Zamora junto al novio de ella, la misma noche del jueves 13 de diciembre en que denunció su desaparición ante la Policía Nacional.
Un año después del suceso que conmocionó al país, la instrucción a cargo de la titular del Juzgado nº 1 de Valverde del Camino, Elvira Mora Pulido, continúa y no es seguro que el juicio pueda celebrarse en 2020.
Laura viajó en su coche desde Zamora y se presentó la primera semana de diciembre de 2018 en el Instituto de Educación Secundaria Vázquez Díaz del pueblo onubense de Nerva, para trabajar, con gran ilusión, como profesora sustituta de artes plásticas. Otra maestra le alquiló a 8,5 kilómetros, en El Campillo, una casita reformada, situada justo enfrente de la que habitaba Bernardo Montoya, un antiguo drogadicto que había salido dos meses antes de prisión tras cumplir diversas penas por asesinar a una mujer, poner un cuchillo en el cuello a otra en un aparente intento de violación frustrado y asaltar a tres ancianas en su pueblo, Cortegana, para robarles. Ni la arrendataria, ni los vecinos ni la nueva inquilina conocían el historial delictivo del vecino de al lado.
El aula de artes rebautizada 'Laura Luelmo'
Luelmo volvió a Zamora para pasar el puente de la Constitución y luego regresó a su trabajo en Nerva. Dio clases el lunes 10, martes 11 y miércoles 12. Este día, dos horas y media después de salir del instituto, fue a comprar huevos, agua y una bolsa de patatas al supermercado Alsara de El Campillo y al partir otra vez hacia la casa, según la investigación de la Guardia Civil, la asaltó Bernardo.
A pesar de que apenas llevaba unos días con ellos, compañeros de trabajo y alumnos vivieron la desaparición y muerte violenta de Laura con mucha intensidad. “No la hemos olvidado. Fue muy impactante”, dice una estudiante a la salida del instituto, esta semana. Durante unos días, un equipo de psicólogos acudió al centro para ayudarles a asumir la tragedia. Retiraron ya los carteles y volvieron a la rutina, pero permanece a la entrada del aula de artes rebautizada Laura Luelmo una placa con su nombre y un arco iris, para que sirva como perenne recordatorio de su vida.
En El Campillo, que se volcó para buscarla el año pasado, han dado su nombre al edificio municipal multiusos donde estuvo el cuartel general del operativo de búsqueda. El 8 de marzo, Día de la Mujer, inauguraron allí una placa cerámica que dice: "Todos somos Laura. Laura Luelmo, con el cariño del pueblo de El Campillo, 2019". La víspera, significativamente, celebraron un taller de defensa personal para mujeres. El impacto del suceso se nota aún en que ha hecho a muchos más temerosos, metiéndoles en el cuerpo un miedo del que aún no se han liberado, admite una pareja que pide anonimato y que vive muy cerca de la casa del acusado. Cuenta ella, como ejemplo de la sensación de inseguridad que este caso aislado infundió en un pueblo acostumbrado a tener las puertas abiertas: “Mi madre me llama cada hora para ver dónde estoy. La primera vez que vio a Bernardo, que se ponía en la puerta de su casa a comer pipas, me dijo: Ese hombre no me gusta. Yo le respondí, ¿por qué, mamá? Si es muy normal, me saluda. Ella tenía razón”.
Ha pasado un año, y esta mujer sigue dándole vueltas a la traumática experiencia y analizando sus detalles. “He estado tomando pastillas para dormir, porque no pegaba ojo pensando que me podía haber pasado a mí. Durante mucho tiempo he evitado pasar por la puerta. Yo veía todos los días a Bernardo, nos saludábamos. Un día me dijo que iba a ver a su novia, que estaba en la cárcel en Huelva, y a comprar ropa al centro comercial Holea de Huelva. O lo veía volver con buenas compras del Mercadona. Se iba a comer con su padre a Cortegana y volvía a las dos menos cinco de la tarde, siempre escuchando en el coche al rapero Haze, sobre todo la canción Libertad. Una noche vi que se había dejado la luz del coche encendida y llamé a su puerta para avisarlo. Tenía un perro, un yorkshire blanco, y yo lo escuchaba detrás de la puerta diciéndole al perro que se callase, pero no me abría la puerta. Volví con mi cuñado, y, al escucharlo a él, sí abrió. Se asomó y nos miró con cara de loco. Ahí fue cuando me dije: Este hombre no está bueno. Luego le dio el perro a su padre, eso fue antes de que llegara Laura. Nosotros no la vimos nunca, no sabíamos que estaba ahí. Si se hubiera presentado a los vecinos al llegar, como hizo la dueña de la casa cuando la compró el verano anterior, habríamos sabido que estaba allí”.
La vecina especula con otras variantes de la desgracia: “En ese muro junto a la puerta de Bernardo se sentaban por las tardes a fumar niñas de 13 o 14 años para que no las vieran los padres. Podría haberlas cogido y metido para dentro de la casa”. La víctima apareció con signos de decenas de golpes y desnuda de cintura para abajo. Los investigadores hallaron restos biológicos del acusado en el cuerpo de la víctima, incluso en partes íntimas, aunque no de semen. Indignada con la posibilidad de que se libre de una condena de violación por falta de pruebas, “como El Chicle” con Diana Quer, se imagina a sí misma haciendo justicia salvaje: “Fantaseo con que lo tengo ahí delante y le pego un tiro”.
Declarar con miedo a represalias
El miedo, racional o irracional, afecta incluso a hombres fuertes. Uno de los testigos del proceso, un vecino de El Campillo que declaró ante la juez que oyó un grito desgarrador a la misma hora, sobre las 17.30 horas del miércoles 12 de diciembre, en que supuestamente Bernardo asaltó a Laura, cuenta a EL ESPAÑOL que irá de buena gana a declarar en el juicio cuando se celebre, aunque pedirá hacerlo fuera de la vista del acusado, por miedo, reconoce, a hipotéticas represalias. No teme una venganza por parte del resto de la familia Montoya, gitanos de los que dice que son buenas personas que no dieron problemas salvo Bernardo y su gemelo Luciano (condenado por el asesinato de otra mujer en su pueblo de origen, Cortegana, y que aún purga en prisión otra condena por un delito diverso), sino por un futuro e imaginario descendiente. Relata que cuando oyó el grito no reaccionó porque en ese momento no sabía que había una nueva habitante en la casa vecina, y lo atribuyó a niños que jugaran en la calle.
Ese miedo difuso en el pueblo explica por qué la dueña de la casa donde se instaló Laura ha enviado a su marido a colocar una luz sobre la puerta de la entrada, que se enciende automáticamente de noche. Algo que no habría salvado a la víctima, a la que cortaron la vida cuando aún lucía el sol, a las cinco y media de la tarde. La vivienda permanece deshabitada y su propietaria no ha vuelto; ella no tiene culpa ninguna, pero se ha sentido responsable por la fatal coincidencia que hizo que Laura llegara a vivir a su casa de alquiler frente a la de un hombre con trayectoria de asaltante de mujeres.
La deteriorada vivienda donde vivía Bernardo sigue precintada por la Guardia Civil. La cinta colocada por la Benemérita está descolorida y semideshecha. La puerta, con un cristal roto que data de cuando los agentes entraron en la casa del sospechoso, permanecía cerrada con una brida de plástico, pero una o varias personas, sospechan los vecinos que gamberros de borrachera, lo rompieron. Ocurrió hace varios meses. Uno de los habitantes de esa estrecha calle vio la puerta abierta y llamó a los agentes, que colocaron la actual cadena con un candado y otra brida. Por el hueco de las jambas de la puerta se ve el salón de Bernardo Montoya, congelado en el tiempo: de la pared cuelga su bolso de bandolera; en la mesa reposa una garrafa de agua y una botella medio llena de whisky DYC.
La parte de herencia que le corresponda a Bernardo por la futura venta de esta casa de su progenitor tendrá que destinarla a pagar la indemnización a los padres, la hermana y el hermano de la víctima, si lo condenan. “Si me toca este año la lotería, compro esta casa y la arraso, ¡pero tiro los restos fuera de aquí!”, promete la misma vecina que se reconcomía con la idea de que ella podía haber estado en el lugar de Laura.
El abogado de la familia Luelmo, su tío paterno, Francisco Luelmo, no comenta la situación judicial del caso
Sí habla el abogado defensor, el penalista sevillano Miguel Rivera Casado, quien asumió la representación de Bernardo Montoya después de que lo abandonaran sus dos abogados de oficio iniciales. El caso de este nuevo cliente, de pago, le llegó cuando visitaba en prisión a otro preso con un perfil similar de agresor reincidente de mujeres, Miguel Ángel Fernández, condenado por matar y violar a una mujer y herir y violar a otra en dos ataques cometidos en Sevilla capital en el verano de 2017, años después de cumplir condena por agredir sexualmente a otra en Badajoz. Este acusado reconoció los hechos y pidió perdón en los juicios. Montoya también pidió perdón públicamente ante las cámaras cuando salió esposado del juzgado de Valverde días después del crimen y haber confesado que mató a Laura, aunque sin reconocer que la violó o lo intentó. Pero en abril de este año ha cambiado radicalmente de versión, se ha declarado inocente, ha negado su confesión anterior y ha acusado del homicidio a una antigua novia suya, Josefa.
Dice que sufre una disfunción eréctil
La declaración judicial de la señalada, que dejó claro que no tuvo ninguna implicación, y la investigación de la Guardia Civil indican a todas luces que Bernardo ha construido una versión fantástica para exculparse aunque sea sólo ante su conciencia, algo a lo que tiene derecho. ¿Se declarará finalmente Bernardo culpable y reconocerá los hechos, como el otro cliente con perfil similar? “Él insiste en esta versión desde el 4 de abril, no la ha cambiado. Mira que le he insistido: Bernardo, no me mientas, que nos jugamos mucho. Un día pegó un puñetazo en la mesa, ‘¡Miguel, que te digo la verdad!’”. El defensor se atiene de momento a esa línea argumental, aunque desarrolla otras para intentar rebatir o minimizar las acusaciones principales, con el objetivo de al menos librarlo de la condena de prisión permanente revisable, la cadena perpetua de hecho.
Explica que no cree que el juicio se celebre antes de 2021, puesto que aún hay pruebas periciales pendientes, demandadas por él. La jueza instructora ha aceptado su solicitud de que le practiquen un examen forense psiquiátrico completo a Bernardo Montoya, en cuyo historial antiguo no consta que sufra una enfermedad mental. Está a la espera de que el Instituto de Medicina Legal ponga fecha a esa evaluación, para la que trasladarían al preso desde la cárcel sevillana de Morón de la Frontera hasta los Juzgados de Sevilla del Prado de San Sebastián. Una vez recibido el informe sobre esa prueba pericial oficial, el abogado tiene previsto solicitar la admisión de un segundo análisis psiquiátrico “contradictorio”, esta vez de parte de la defensa, que encargará a un catedrático de Genética, al que de momento no identifica, para estudiar si Bernardo (con un hermano gemelo, Luciano, también condenado por matar a una mujer) sufre la alteración de un cromosoma que afecta a su cerebro y reduce su capacidad para frenar sus impulsos violentos.
Además, en torno al pasado 18 de septiembre, el detenido fue trasladado dos veces desde la cárcel hasta el Hospital Virgen del Rocío para que le efectuaran, a petición de su defensa, un análisis hormonal para determinar si, como asegura el reo, sufre una disfunción eréctil, cuyo resultado aún no ha recibido. El acusado asegura que no penetró a la víctima y para ello alega su supuesta impotencia. Esta circunstancia, aun siendo cierta, no impide que pudiera haberla agredido sexualmente de otra forma. La defensa argumenta que si es impotente estaríamos ante un caso jurídico de “tentativa imposible o anodina de violación, que es impune” en sentido penal.
La última gestión pendiente de la defensa del acusado tiene que ver con su situación en la cárcel. A Bernardo Montoya lo trasladaron a los pocos días de su detención desde la prisión de Huelva, que tan bien conocía, a la de Sevilla II, en Morón, en principio para garantizar su seguridad frente a otros internos. Un año después, sigue en aislamiento en el módulo 13 de Sevilla II, y está a la espera de que el juez de vigilancia penitenciaria número 11 resuelva su reclamación para pasar a un módulo de régimen ordinario, lo que le permitiría salir más de la celda y realizar actividades, como cuando en sus anteriores condenas ejercía de soldador en el centro penitenciario de Huelva (él hizo las letras metálicas CP de la entrada, señala Rivera). Considera su abogado que Montoya ya no sufre peligro de agresión y que no está justificado que, siendo un preso preventivo “al que ampara la presunción de inocencia”, reciba tratamiento FIES (Fichero de Internos de Especial Seguimiento), como, dice, yihadistas y etarras, algunos de los cuales son ahora sus compañeros de patio durante las cuatro horas diarias que puede pisarlo. “Le han restringido las llamadas”, agrega.
Pasa las horas viendo la televisión que tiene en su celda, en busca de noticias que hablen de su caso, y, como hacía también en sus anteriores años de cárcel, leyendo la Biblia, su única lectura aparte de algunas revistas. Su hija, de la edad de Laura, y su hijo, ambos fruto de un matrimonio que acabó en divorcio, no van a verlo. Sólo lo visitan su hermano Jesús, su padre (Manuel, patriarca gitano de los Montoya de Cortegana) y su abogado. Éste subraya que su defendido no ha tenido ningún incidente en prisión ni con funcionarios ni con el resto de internos. Y añade un último detalle que su cliente “quiere que se sepa”: por la noche, antes de dormirse, lo último que hace Bernardo es rezar. Por tres personas. “Primero, reza por su madre; después, reza por Laura Luelmo; por último, reza por él mismo, para que se establezca la verdad de lo que ocurrió”.