Todavía no ha anochecido y Ramón se prepara en casa para iniciar su jornada laboral. Está jubilado por un accidente laboral, cobra una pensión de unos 1.700 euros y roba aguacates como boyante complemento a su pensión. Negra es su ropa, su gorro de lana y la braga del cuello con la que se abriga y guarda su anonimato. Por solo media hora de trabajo puede ganar más de 100 euros. Es tan fácil como caminar por el campo con una mochila a los hombros y echarse a la espalda kilos y kilos del fruto que cultivan otros. Vende directamente a los pequeños supermercados a la mitad de lo que se paga a los agricultores, las víctimas de sus hurtos. “Menos ellos, ganamos todos”, confirma el furtivo.
El interior de la costa de Málaga se ha convertido en una extensa plantación de aguacates. Los nuevos árboles, que sobreviven enfundados de plástico blanco para evitar los envites meteorológicos, conviven con algunos ya viejos que recalaron en la zona en los años 60. Las bondades saludables de esta baya comestible originaria de Centroamérica y su buena salida comercial convierten a este cultivo en el segundo en importancia económica en la provincia solo por detrás del aceite de oliva, que facturó 254 millones de euros frente a los 120 del aguacate. Eso sí, la extensión de este cultivo tropical solo supone 6.300 hectáreas, una insignificancia en comparación a las aproximadamente 130.000 de la aceituna malagueña.
El aguacate se expande desde la comarca de la Axarquía, hacia otras limítrofes como la costa del Sol o el valle del Guadalhorce. Allí las pequeñas fincas alambradas dibujan cuadrículas en las lomas próximas a urbanizaciones de lujo. Y por allí transita Ramón cuando todavía no ha caído la tarde.
Hace frío y no hay un alma en los caminos, que se van bifurcando en un laberinto estrecho que da acceso a las fincas de aguacate. Todas están valladas y la gran mayoría acaba en alambre de espinos. De un lado está Ramón —que ha facilitado un nombre ficticio a los periodistas para proteger su identidad—; del otro, el motivo de su presencia allí: un fruto que se vende en la calle a más de cuatro euros el kilo. Él los ofrece a las pequeñas tiendas a la mitad, dos euros, y es capaz de echarse en la mochila diez kilos en apenas cinco minutos. Multipliquen.
Ladrón a tiempo parcial
“Es fácil”, sostiene el furtivo, que anda rápido por los caminos sin parar de escrutar el estado de los aguacates por los que pasa. Desecha de un solo vistazo aquellos que tienen poco peso, o los que están dañados por el pedrisco. Sabe que para ofrecerlos en pequeñas tiendas de su confianza deben tener una buena apariencia. Solo cuando está seguro de que el producto tiene buena salida en el mercado da el salto de un lado a otro de la valla.
La agilidad de Ramón es sorprendente. Se apoya e impulsa apenas sin inmutarse. De nada sirven alambradas de espino o vallas altas. Todas tienen un punto débil que las hacen accesibles a quienes tienen la voluntad de robar. Antes de su accidente laboral, Ramón fue militar en el Ejército Español y conserva un buen estado físico. Conoce la zona y las rutinas de los agricultores, por lo que apenas se inmuta. Tiene la plena certeza de que no lo pillarán. Pese a esa seguridad, una vez que está en los árboles, recoge el fruto con rapidez y sin perder la vista a todas partes. Entre las ramas, finca adentro y con la noche acechando, es casi invisible. Puede robar a placer sin que nadie lo vea. Solo los perros lo intuyen, y ladran hasta cansarse.
En apenas diez minutos ya ha echado unos 20 kilos en su mochila. “Yo a lo mío no lo llamo robo, es supervivencia; lo defino como especulación con plantación ajena”, bromea el furtivo, que se echa al campo todos los días en la zona del valle del Guadalhorce. “Lo hago solo, no me gusta ir con nadie ni tener compañía, aunque sé que por la parte de la Axarquía hay organizaciones que roban una barbaridad y que son auténticos especialistas”, explica Ramón.
El aguacate en la diana
Nueve personas fueron detenidas el pasado mes de junio en la operación Aguaquinto, con la que se desarticuló un grupo criminal dedicada al robo de frutas subtropicales en la zona de la Axarquía, en concreto en Vélez-Málaga y en Benamocarra. La Guardia Civil, responsable de la intervención, asegura que los beneficios para los arrestados supusieron unos 170.000 euros.
“No nos limitamos a ir a por el que roba, también a quien recepta y comercializa lo robado”, asegura a EL ESPAÑOL el cabo primero Pérez del Grupo Roca de la Guardia Civil de Vélez-Málaga, responsable de la operación Aguaquinto. “Dentro de la organización existían roles bien definidos, desde quien robaba los vehículos con los que se cometían los robos a quienes recogían el aguacate o el jefe que receptaba y lo vendía por los canales legales”, explica el agente.
El aguacate es un producto idóneo para los ladrones, y no solo por su alto precio. Es duro, fácil de manipular y aguanta bien una vez recolectado, dado que madura fuera del árbol en unas dos semanas. Según la experiencia del cabo primero Pérez, el modus operandi de los grupos organizados es siempre el mismo. Cuando cae la tarde, varios individuos llegan en un coche, que se marcha para volver en apenas dos horas a recoger a los que se quedan en el terreno. Diez cajas, a 24 kilos por caja y tres euros de media el kilo da un montante de 720 euros. “Y eso un día, y otro, y otro…”, apunta el guardia.
Quienes roban suelen ser gente de la zona, o de provincias limítrofes, que van moviéndose por varios puntos y que venden lo robado en mercadillos para evitar el férreo control de los mayoristas. “Aunque también se da el caso de agricultores que tienen una baja producción y que venden aguacates robados haciéndolos pasar como suyos en las cooperativas”, asegura el cabo primero Pérez. “Son gente sin escrúpulos —sigue—, que saben lo que cuesta cultivarlos, pero que no dudan en hacerle daño a sus vecinos para beneficio propio”.
Menos de 400€, delito leve
Más allá de este tipo de bandas organizadas, la Guardia Civil también alerta de la presencia de pequeños robos, que hacen daño por su efecto acumulativo. La ley prevé como delito leve cuando lo sustraído no supera los 400 euros, una cantidad que equivaldría a más de cien kilos de producto, cifras lejanas a las que día a día va cosechando el furtivo Ramón.
“¿Precauciones? Que no haya barro para no mancharme mucho. ¿Y la Guardia Civil? Sí, pasan, pero no suelen bajarse del coche porque hace frío, dentro del coche se está muy calentito”, asegura Ramón, que avanza por los caminos con la mochila repleta de aguacates. “Apenas hay vigilancia, los guardias cumplen deambulando por la zona más residencial, pero el campo, como siempre, ha estado abandonado”, sentencia el ex militar. “Este año, desde noviembre, cuando empiezo a coger, no he visto ni un solo coche de la Guardia Civil”, confirma.
Apenas ha recorrido unos cientos de metros desde que empezó su jornada laboral y ya lleva unos 30 kilos de un fruto con gran calibre. “Esto en la cooperativa no los compras por menos de cuatro kilos”, advierte Ramón, un ladrón con escrúpulos. “Tal y como lo hago, no levanto ni la sospecha de los agricultores, porque no me los llevo todos del mismo sitio —explica—; así se reparten entre todos las pérdidas”.
Mientras, los del otro lado, los agricultores, denuncian su indefensión con los brazos cruzados y la cabeza gacha. “No hay forma de evitarlo”, lamenta Salvador, que lleva cuatro años como agricultor de aguacates. Invirtió unos 160.000 euros en comprar el terreno, plantar 500 árboles, preparar la finca, meter la electricidad y hacer el pozo para surtir de agua su plantación.
“Estamos muy expuestos, ¿qué podemos hacer si un coche para en un camino, llena tres o cuatro cajas y se va? Es que nos hace un destrozo enorme. Cuatro cajas, a veinte kilos por caja… ¡Y sin hacer nada! Sin gastos y sin apenas esfuerzo, en menos de media hora se lleva un jornalito bastante bueno”, razona Salvador, un vecino del valle del Guadalhorce de 53 años.
Hasta sus oídos llegan periódicamente noticias de robos en la zona. A su vecino Sebastián, cuenta, le robaron hace poco. “Y mira que las cooperativas lo tienen controlado para que no le coloquen producto robado, pero robar se roba”, zanja. Y no son muchos los que denuncian.
Sin denuncias no hay protección
La Asociación Española de Productores de Frutas Tropicales lleva años insistiendo a sus agricultores que denuncien los robos, el primer paso para que las autoridades tomen cartas en el asunto. Sin denuncias y sin una estimación de lo perdido no hay estadísticas y sin ellas no hay constatación de un problema. Esa es la lógica que Javier Braun, el presidente de los productores, trata de imponer entre sus asociados.
Sin poder ofrecer un dato exacto, el presidente habla de toneladas y toneladas de producto robado. Y no solo a los agricultores. Las sustracciones llegan también a las cooperativas, a las envasadoras o a las comercializadoras de aguacate. “Nos están haciendo un auténtico destrozo”, advierte Braun. “Poco a poco, día a día, pero un destrozo”, asegura.
Por eso, muchos se deciden a redoblar las medidas de seguridad para proteger sus cosechas. A las alambradas ya habituales se le suman cámaras de seguridad en el perímetro, puertas y vallas el doble de altas e incluso hay quienes contratan seguridad privada. “Robar siguen robando, pero al ver las medidas de seguridad hacen que no te roben a ti para hacerlo en otras más desprotegidas”, explica Braun.
Aunque no todos pueden permitírselo. “Esto es la fiebre del oro, para lo bueno y para lo malo”, sentencia el agricultor de Las Torres, una zona de lomas repleta de pequeñas fincas situada en Alhaurín el Grande. Su padre llenó de aguacates un terreno de secano en el año 1999. “Entonces se puso de moda, pero nada que ver con el boom que está habiendo ahora”, explica el agricultor, de 49 años y con las manos ennegrecidas por la tierra.
Anda mosqueado José porque esta campaña no se está dando bien. Hay poca producción y la que hay está muy dañada por el granizo, que ha provocado que sus aguacates sean poco atractivos para la exportación y venta en el supermercado. No le queda más remedio que “vender para estrijo, para hacer guacamole” a setenta céntimos el kilo. “Si a eso le metes los robos…”, calcula el malagueño. “Esto es un negocio malísimo, no prospera; tiene muchos gastos y no le veo el color”, lamenta el agricultor, incapaz de hacer frente al coste de medidas extra de seguridad. “Total, seguirán robando”, zanja.
A las ocho de la tarde Ramón ya ha acabado su jornada laboral. Apenas 30 minutos de tajo por los que conseguirá entre ochenta y cien euros cuando coloque los aguacates en el mercado. Libres de gastos. Sabe que como él hay muchos furtivos más arañándole euros a los agricultores malagueños.
Llega a casa con la mochila llena y la suela de los zapatos repleta de barro. Para quienes se han cruzado con él por el camino, Ramón es un elemento más del paisaje. Un jubilado que camina por las tardes y que se tapa para protegerse del frío. “No abuso —justifica—, solo voy a sacar mi jornal de cada día”.