Ya mientras se me va ocurriendo pienso que la broma puede ser de dudoso gusto. Pero, al final, servirá para contar la realidad de lo que aquí sucede así que me decido. Caminando por una de las calles principales de Haro (La Rioja), en un momento en el que la acera se estrecha y hay que arrimarse, me pongo a toser. La señora que me viene de frente pega un saltito y, al pasar por su lado, su mirada es todo un termómetro sociológico. No es para menos. Tendrá unos 70 años que, aunque muy bien llevados, la convierten en población de riesgo. Y es que aquí el coronavirus lo empapa todo.
Según las últimas cifras ofrecidas por el Ministerio de Sanidad, La Rioja, que también ha cerrado los colegios, tiene ya 185 casos de personas infectadas por el Covid-19. Aunque dista de los datos de Madrid (1.024 casos) y País Vasco (225), ese número la convierte en la tercera comunidad autónoma con más infectados y escala a lo más alto del podio si se tiene en cuenta la ratio de infectado por densidad poblacional. Y en toda la comunidad, es Haro la que se lleva la palma: la consejera de Sanidad de La Rioja advertía de que, de todos los contagiados en la provincia, el 90% de los casos proceden del foco relacionado con Haro.
Esto ha colocado a la pequeña localidad riojana, de 11.000 habitantes, en el centro del mapa de coronavirus hasta para la prensa extranjera. Ya no son sus bodegas -Ramón Bilbao, Muga y C.V.N.E., entre otras, están afincadas aquí- las que le dan fama a la ciudad, ahora es el Covid-19. Y vaya si lo notan. Los hoteles sufren una cancelación tras otra, en la calle no se habla de otra cosa, los ciudadanos se preguntan si cerrarán la ciudad y las tiendas, las que aún quieren abrir, se preocupan por aquella manía de llegar a fin de mes.
Al pensador francés Jean-Paul Sartre se le aparecía lo que llamaba la náusea cuando miraba un picaporte, mantenía una conversación o simplemente caminaba por la calle. Para él era el irremediable sinsentido de la vida lo que hacía presencia y le atormentaba. Para mí, en una versión mucho más Spain is different, es el coronavirus. Está en las teclas del cajero al sacar dinero, en el picaporte de la iglesia por el que tantas manos han pasado, en las farmacias con el gel desinfectante agotado y en cada tos que se escucha en la calle. Porque aquí se oyen muchas toses, aunque uno no sabe si eso quiere significar algo o simplemente es fruto de la psicosis que lo está envolviendo todo últimamente. Seguramente lo segundo. Aunque cuidado, por si acaso lo primero.
“Sí que lo estoy notando en el negocio”, explica la regidora de la tahona La Vega, ubicada frente a la basílica Nuestra Señora de la Vega. “Además, como vendo pan, al ser un producto del día, todavía no tengo claro cómo responder a esta situación”, añade. Y eso que la crisis ya lleva más de una semana. “Al menos sigue abierta”, le contesto. “Ya, parece que lo están cerrando todo. Me han dicho algunos vecinos que hasta las cajas de ahorros han cerrado. Os dirán que la culpa es vuestra, de los periodistas. Pero es la psicosis colectiva. La gente no tiene responsabilidad individual, está mal y va por ahí dando vueltas”, añade.
Aunque no lo dice, parece que se refiere a lo que lo desató todo. El pasado 23 de febrero se celebró un velatorio en el tanatorio El Salvador de Vitoria. A ese evento, y al entierro del día siguiente, acudieron alrededor de 30 vecinos de Haro y gran parte de ellos se contagiaron del Covid-19. Eso ha puesto a Haro en la delicada situación en la que se encuentra ahora, mitigada, de todas formas, por una población que intenta llevar su día a día de la forma más natural que puede y porque, ya, de perdidos al río, toda España está en crisis. Pero en Haro, de los tres días y dos noches que he pasado ahí, no he escuchado ni una sola conversación que no tenga que ver con el coronavirus. Ni una, y no es una licencia.
Negocios cerrados
Ya ahí en Haro, hablando con una amiga por teléfono, me pregunta que qué hago ahí, que si esa ciudad no la han cerrado y puesto en cuarentena. No la juzgo, las noticias corren a su manera. Dejo que, en este texto, le conteste el recepcionista del hotel donde me alojo. “¿A que has entrado sin ningún problema?”. Sí. “Y verás que también podrás salir cuando te vayas”, cuenta algo indignado.
“Unos ingleses que tenían una reserva aquí me han mandado una captura de pantalla de una noticia de The Guardian en la que pone que Haro está cerrado”, sigue criticando. Mientras, las cancelaciones en el hotel se van haciendo patentes. Es como pasar revista. “¿Hoy cuántas?”, pregunto al pasar por la recepción. “Hoy cinco…”.
Pasear por Haro provoca una sensación extraña. Ni mucho menos parece el fondo contextual de una película del apocalipsis zombie. Pero hay zonas en las que sí que parece un pueblo pequeño un domingo a las 16.00 de una tarde de agosto. Sólo la gente necesaria en las calles, los feligreses devotos en los bares, negocios con la persiana besando el suelo y, en los que no, una mirada desconsolada detrás del mostrador esperando a que entre algún maldito cliente. Es entre la plaza de la Paz, donde el Ayuntamiento, y la basílica Nuestra Señora de la Vega donde sí que hay mayor afluencia de gente.
Pero aún ahí se ve que todos los edificios públicos han echado el cierre también. Sus puertas están adornadas con carteles que dicen que sí, que siguen abiertos, pero que hay que llamar a los números de teléfono que ahí aparecen para pedir una cita previa. Todo está, de alguna forma, infectado. Y no hay para desinfectar. “Ya no quedan, puedes coger alcohol normal y rebajarlo con agua”, dice una farmacéutica ya cansada de comunicar que no hay reservas de gel desinfectante. En todas, lo mismo.
Hasta los autobuses de línea van vacíos. Me subo a uno de ellos para hacer una foto. 75 céntimos después, me siento en el último asiento e, ingenuo de mí, espero a que alguien se suba para que al menos en la fotografía aparezca un elemento humano. Pero nadie lo hace y el autobús se empieza a alejar por la periferia de Haro. Como ya me veo haciendo dedo para volver, me hago el turista despistado y que si, por favor, señor autobusero, puede parar ahí mismo, que me he equivocado. “¿A dónde vas?”. “A la bodega de Ramón Bilbao”. “Eso es en la otra dirección”, dice abriendo las puertas y en plan “ahí te quedas”.
Caminando por la avenida Bretón de los Herreros, dos mujeres y un carrito -que parecen abuela, hija y nieta- se detienen a mirar el móvil. Al pasar por su lado, están escuchando la radio. “... 144 casos…”. Esto sucedió el martes y estaban dando el último informe del lunes. Este miércoles la cifra de afectados por el Covid-19 en La Rioja es de 185. En las últimas 24 horas ha aumentado en 30 casos. La imagen, lo de la gente parando para escuchar la radio, parece como arrancada de otro tiempo en el que las cosas iban en serio. Quizás ahora también van tan en serio.
A escasos metros de las mujeres, en un cruce, un par de agentes de la Policía Local están montando un control para revisar los coches que pasan por ahí. Mientras que un hombre llama a un amigo para avisarle del control -será que se ha pasado con los vermús de media mañana- otro se acerca para hablar con el agente. “Entonces, ¿no van a cerrar el pueblo?”, pregunta el hombre. “No, no, olvídese de eso”, responde el policía haciendo ver que no le deja trabajar.
Nadie con mascarilla
A pesar del maremágnum generalizado, los vecinos de Haro intentan hacer vida normal lo mejor que pueden. Como si no pasara nada. De hecho, muestran cierto hartazgo porque todas las informaciones negativas, y muchos bulos, que circulan sobre Haro les afecta. Lo están notando en sus negocios, centralizados a más no poder en un turismo que ya no les quiere venir a visitar, en la ramificación que significa todo lo demás. Lo notan en sus familias y conocidos, ahora contagiados o en casa por si las moscas.
Por eso todos hablan de ello. “¡Qué juntas vais!”, le grita una señora a otras dos en la plaza de la Paz. “No veis que ahora no se puede estar tan juntos”, repite y las tres ríen. “Claro, yo es que con esto no se si dar la mano”, le va contando un joven a un cura. “Lorena, la chica esta del pelo corto, la han puesto en cuarentena y estuvo dando vueltas por ahí”, le cuenta una farmacéutica a su compañera mientras que me dicen que no queda del dichoso gel. “Mis hijos, cuando trabajo, con la tía, para que no estén con los abuelos”, dice una a otra en una terraza.
Hay una cosa realmente llamativa y es que, de los tres días y dos noches que he pasado en esta ciudad sitiada por el Covid-19, no he visto a nadie con ese ladrón de identidades y escudo de papel que son las mascarillas. Ni una sola. Miento. Sólo una: la de un pintor que hacía lo propio sobre la valla de una casa. Y es que la cotidianidad, la vulgar y desdeñada hasta ahora rutina, es el bien más preciado en Haro. Es lo que más cotiza, ahora que se ha hundido el precio de las noches de hotel.
Mientras vuelvo a Madrid, decido llamar al 900102112 que el Gobierno autonómico ha habilitado para cualquier información sobre el coronavirus. Quiero contarles que he estado en Haro, que también he pasado por Vitoria para hablar con un sinfín de padres que se quedaban con los niños en casa tras la suspensión de clases, que he pasado horas y horas en la calle, tocando cosas, sin ningún gel y hablando con mucha gente. Quiero, realmente, que me digan si puedo hacer vida normal o mejor me quedo en casa. Si este fin de semana puedo ir a visitar a mis padres y estar con mis amigos de toda la vida.
Después de cinco intentos ya desisto. Dos de ellos han sido esperas interminables sin que nadie conteste y tres de ellos fallos en la línea por problemas técnicos en su servidor. Eso da cuenta de la saturación que tienen que estar viviendo. Mi pareja ha tenido más suerte y, tras una hora y media con el manos libres mientras se duchaba y vestía, le han dicho que hagamos vida normal pero que nos miremos la fiebre, si puede ser, cada tres horas. Y ella también se quedará en casa teletrabajando. Ahora que toda España está en casa, poniendo a prueba lo que es la convivencia de verdad, a la fuerza, seguro que no tarda en salir alguna mente iluminada con una novela cuyo título rece Amor en tiempos del coronavirus.