“Qué agujetas más grandes vas a tener mañana, socio”, me sale decirle a uno de los eventuales runners con los que me cruzo corriendo por el campo durante la mañana del domingo. Eventuales porque se le ve: no ha corrido en su vida. Y si lo hizo, fue hace tantos años que ya ni se acuerda de cómo mover el cuerpo a esas velocidades. El atuendo le delata. No lleva un cortavientos profesional, unas mallas ultratranspirables ni unas zapatillas especiales para pronadores. El tipo trota por los caminos como buenamente puede, con lo primero que ha pillado de casa; una camiseta de propaganda, unas bermudas multiusos (que también pueden servir de bañador en un apuro) y la cara ardiendo como Pompeya. Ni siquiera contesta al vacile; va ahogado. Son los gajes de ser runner por accidente.
Si el 1 de noviembre se celebra el Día de Todos los Santos, el 3 de mayo se podría instaurar el Día de Todos los Runners. La fiesta del corredor dominguero. El día en el que todos los españoles salieron a echarse unas carreras como pollo sin cabeza. La desescalada del confinamiento empezó con los niños y sigue con los deportistas. El gobierno ha levantado parcialmente el veto a las salidas para practicar este tipo de actividades. Permite a la gente que salga a correr, y eso es un mirlo blanco para los fatigados españoles que se harían costaleros si lo que hubiesen permitido fuesen las procesiones religiosas: todo por salir a la calle.
Sin embargo, esas salidas también tienen contras: solamente están autorizadas bajo unas normas concretas y un horario estricto: de 6 a 10 de la mañana. A las 10 había que estar fuera, porque llegaba la segunda unidad: les tocaba salir a las personas mayores para dar paseos. Una desilusión tremenda para el español de a pie que, ni practica el running, ni se levanta temprano: “Madrugar para correr. Me cuesta entenderlas por separado, no os cuento en modo combinación”, resumía, con mucho acierto, mi compañera de EL ESPAÑOL Carmen Suárez esta semana en sus redes.
Correr es de cobardes
“Yo lo que digo es que correr es de cobardes”, intento convencer a mi jefe para que no me líe en otro de sus experimentos, en los que la cobaya suelo ser yo. En esta ocasión, lo que pretende es que yo también salga a correr. Yo no corro desde mi último partido en juveniles, con 18 años. Y tampoco entonces me prodigaba en grandes carreras, que yo era un mediocentro fino, de toque rápido y pase largo para que corra Manolito, que ese sí que se dejaba el alma por la banda en cada partido porque tenía 7 pulmones. Pero sigo pensando que la banda es para los músicos y correr es de cobardes.
La idea de la pieza es impostar a un runner. Camiseta y pantalón de deporte, unas zapatillas… y a por ello. Tomarle un poco el pulso a la calle e identificar quién corre y quién no. Sobre el papel, si se sale a pasear, hay unas limitaciones mucho más estrictas: un kilómetro de distancia y una hora como máximo. Sin salir, a priori, del municipio. Así, uno podría burlas dichas prohibiciones con un atuendo que pase por el de un corredor de fondo. ¿Y en el caso hipotético de que un policía nos vea caminar y sospeche de que somos corredores impostores? ¿Vale con levantar las manos al cielo y decir que estás tomando aire? ¿Es suficiente con sacar un poco el culo afuera, poner el pecho palomo y decir que estás practicando marcha atlética?
Además, la idea no es salir al alba, con tiempo, sino jugar al límite del reglamento. Porque, ¿qué pasa si uno sale a correr a las 9:30, la carrera se le va de las manos, dan las 10 de la mañana y le pilla lejos de casa, con los ancianos saliendo en masa y los corredores ya recogidos? ¿Es sancionable? ¿Le puede multar la Policía por haber sido lento? Sería la multa más humillante de su vida. ¿Evaluarán en esos casos el atuendo de cada uno para decidir si el presunto corredor realmente estaba tomando aire, o se está pitorreando del estado? Algo así como: “Usted no está recuperando ningún resuello, caballero: lleva unas Kelme del 98. Acompáñenos a comisaría”.
Delatado por el look
A decir verdad, yo tampoco voy vestido para la ocasión. Porque no tengo el equipamiento homologado y porque busco ese efecto en mi look: el de absoluto mamarracho. Que se me note que me he subido a este carro solamente por salir a la calle. Que levante sospechas y alguien me llame la atención, si es que se da el caso. Una camiseta lisa, sin aspavientos, un pantalón corto de estar por casa y unas zapatillas bastante indefinidas. Estoy listo para la carrera de mi vida.
La prueba sale conforme a lo esperado: tal vez los runners de verdad sí que han hecho bondad y se han puesto sus despertadores antes de las 6 de la mañana, para que nadie les quite una onza de campo, como cuando empiezan las rebajas de El Corte Inglés y una muchedumbre espera en la puerta. Debe ser así, porque a última hora, runners puros, de esos de reloj podómetro y zapatillas carísimas, casi que no quedan. Lo que hay mucho son neorunners, o corredores de pandemia. Parejas cogidas de la mano, chavales paseando al perro y atletas hablando por el móvil. Alguno se preocupa de que el simulacro parezca real y acelera el paso. Los más caminan, mirando furtivamente de vez en cuando alrededor, no sea que haya vigilantes.
Pero no los hay. O hay muy pocos. Ancha es Castilla (Cataluña en este caso) y el camino entre los municipios de Terrassa y Matadepera, que es el que yo elijo, está tan libre de Covid como de Mossos. El trayecto está tan franco, que se puede pasar de un municipio al otro sin encontrar ningún control. Una cuestión que en un principio no estaría permitida, pero que la gente parece ignorar, dada la falta de controles que lo impidan: como dice el refrán, no se le pueden poner puertas al campo. Un policía municipal vigila en un paso de cebra que no se produzcan aglomeraciones, pero no pide explicaciones.
Como en La Rambla
Alguno disimula mejor que otro. Más de uno se quita la camiseta, porque el tiempo acompaña, porque el ejercicio después de tantos días de abstinencia da sofocos y porque quizás el atuendo más deportivo de su fondo de armario era una camisa de franela. Alguno le falta un walkman de los 80 para que le den el premio al más desubicado. Entre los impostores nos reconocemos y nos lanzamos miradas que parecen decir: “Mira cómo nos tenemos que ver, compañero”. Otros, ni se molestan en fingir. Ni trotan. Caminan, que también es deporte. Pasean en pareja, de la mano en ocasiones. En grupo otras veces, sin mirarse mucho lo de la distancia de seguridad. Al final, el camino rural parece la Rambla de las Flores. Y me comentan mis amigos de todos los rincones de España: “En mi pueblo también ha sido así”. La pandemia ha dejado otra estampa inédita: España se ha echado a la calle para correr, y no delante de la Policía.
Nadie, sin embargo, resulta sancionado. Ni los corredores puros ni los que hemos salido a verlas venir. Lo único claro es que a las 10, todos en casa que salen los mayores. Y por la tarde, a partir de las 8, otra tanda para las carreras, para los que decidieron que ser un dominguero de levantarse a mediodía no tiene por qué estar reñido con echarse un paseíto que rompa de una vez el larguísimo confinamiento. Dicen que correr es de cobardes, pero desde el domingo, Día de Todos los Runners, correr es pícaros.