“¡Este Benidorm no es Benidorm!”. Las hermanas Loli y Consuelo hablan horrorizadas, voz en grito, de la atípica estampa que contemplan mientras que deambulan por la avenida de Madrid, que transcurre paralela a la playa de Levante. Miran atónitas, un poco peliculeras, a los imponentes edificios que dan al mar. Todos están vacíos. “Es que, míralos, míralos, están todos con las luces apagadas. ¡Qué horror! No hay luces encendidas”, le dice Loli a Consuelo.
Estrenando la llamada nueva normalidad, y los viajes entre comunidades autónomas, Loli acaba de llegar de Madrid; Consuelo lleva tres meses en Benidorm, viviendo en un piso de alquiler del que apenas ha podido salir. Solo para pasear al perro, un chihuahua que sostiene en los brazos durante el paseo. Ambas rondan los setenta y son asiduas a los veraneos en la capital del turismo español.
“Ya me lo decía mi hermana por teléfono: ‘Este Benidorm, Loli, no es el Benidorm que tú recuerdas’. Y tenía razón. Está todo cerrado”, explica la septuagenaria. “Me da pena verlo así —insiste—, pero es que estaba de Madrid hasta las narices”.
La ciudad que dejó Loli tres días antes de declararse en estado de alarma es bien distinta a la que se ha encontrado a su regreso. Los negocios de las grandes avenidas que en una temporada normal estarían abiertos amanecen ahora con la persiana echada. Hay bares que ya dan por perdida la temporada, mesas vacías en los pocos que se han atrevido a abrir, paseos sin aglomeraciones, huecos en la playa y hoteles cerrados. Y ruina.
La tibia afluencia de turistas por el coronavirus está dejando imágenes anómalas en los primeros días de regreso a la falsa normalidad. “Por aquí no podríamos estar paseando como ahora, estaríamos esquivando a la gente para poder avanzar”, explica Antonio, uno de los primeros pobladores de esta imponente mole de cemento pensada para colmar las necesidades de sus visitantes.
Benidorm sumó 16,2 millones de pernoctaciones en 2019, convirtiéndose en el cuarto destino nacional, solo superado por Madrid (22,6), Barcelona (22,1) y San Bartolomé de Tirajana, en Gran Canaria, con 17,2 millones. Hablar de Benidorm es hacerlo de turismo de sol y playa, de veraneo y de extranjeros, sobre todo británicos, que —de momento— todavía no se han decidido a llegar.
“Este año esto es un cementerio”, lamenta Antonio Cánovas, un constructor jubilado que ayudó a levantar el Benidorm de los imponentes hoteles pegados a la costa. “Más de 25 hoteles he construido”, presume el pensionista, que sigue atendiendo a los periodistas de EL ESPAÑOL mientras camina por la orilla.
“Yo he visto crecer esta ciudad”, advierte. “Porque cuando yo llegué aquí había cuatro barcas y cuatro hortelanos”, recuerda Antonio. “El Benidorm de hoy es obra de don Pedro Zaragoza, el alcalde y un lunático. Él se fue a Madrid a hablar con Franco para convencerlo. Todo esto era campo. Y quienes tenían los terrenos aquí hoy son ricos”.
Cuenta Antonio que este año no pisará mucho la playa. Casi nunca lo hace. Prefiere bañarse en alguna de las 17 piscinas que tiene. Constructor en la época de mayor bonanza económica, fue haciéndose con un conjunto de casas, pisos y chalets por la zona. “Tengo unas 25 casas, todas alquiladas de larga duración —sigue—; el 80 por ciento a extranjeros, que pagan religiosamente, y a españoles, que con esto del coronavirus me pagan cuando pueden”.
“No me fío de la gente”
“No iré a la playa”, insiste. “Este año menos que nunca, porque no me fío de la gente, que es muy descuidada y me da miedo de que haya un rebrote”, razona el jubilado.
Antonio se pasea por Benidorm con una mascarilla “de las buenas” en el rostro. Sanciona con su mirada inquisidora a aquellos que no la llevan. No tiene reparos en corregirlos en voz alta, sin dirigirse a ellos, a distancia. “¿La gente no ve las normas? ¿Qué trabajo cuesta cumplirlas?”, se pregunta con visible mosqueo.
Pese a la irritación, que le acompaña desde que sale de su casa, zanja la conversación pidiendo que vengan los turistas. “Es que si no esto se muere”, asegura. “Benidorm es impensable sin los turistas”, sentencia el constructor jubilado.
La patronal de los hosteleros estima que solo el diez por ciento de los negocios ha decidido abrir sus puertas y teme que dos de cada diez empresarios abandonen definitivamente la actividad después del duro golpe del Covid-19. De momento, el turismo aguanta a ralentí solo mantenido por los españoles.
El hotel Los Álamos abrió el pasado viernes sus puertas. Es un hotel pensado para los españoles, aunque también se alojan extranjeros, que se encuentran normalmente más cómodos en otros hoteles adaptados a sus usos y costumbres. Carlos, recepcionista del hotel, explica que el primer día de apertura la ocupación rozó el 30 por ciento, principalmente de españoles. Insuficientes para que la economía local funcione.
Olivia trabaja de camarera en el Tommy's Bar, un local pensado para ingleses situado en la zona de la playa de Levante. Tiene 25 años y lleva ya tres viviendo en Benidorm. En su Barnsley natal, en Yorkshire del Sur, está parte de su familia. En España vive con su padre, con el que ha pasado el confinamiento. Dice que habla “poquito” el español, pero en realidad no entiende apenas nada.
Razona Olivia que sin trabajo no hay dinero, pero confiesa que le gusta vivir la experiencia de una ciudad sin turistas británicos. Así aprovecha para ir a la playa y salir por las noches a beber. “Cuando lleguen tendremos que trabajar, aunque no me importa. Las noches de Benidorm son muy divertidas, incluso trabajando duro —defiende—; por eso invito a todos los ingleses que me estén leyendo a que vengan a visitarnos, que es un destino seguro e increíble”.
La noticia de la apertura de fronteras entre España y el Reino Unido ha sido bien acogida por los turistas británicos. El portal de búsquedas TravelSupermarket ha señalado a Benidorm como el destino predilecto por los ingleses en la era Covid-19. Periódicos como The Sun o Daily Mail han llevado a sus páginas la grata reacción de sus conciudadanos, que según vaticina la prensa inglesa, se lanzarán a tropel sobre la costa de Benidorm a partir del próximo mes de julio. Aunque el primer día que se pueden recibir vuelos desde el Reino Unido el impacto de este tipo de turismo en la ciudad es prácticamente nulo.
“No quiero volver a cerrar”
“Tengo ganas de ver a los ingleses, porque, aunque se emborrachen todo el día, nos dejan su dinero”, cuenta Sonia, propietaria del restaurante italiano Gnam Gnam junto con su marido Giuseppe. Ambos son de Bolonia, Italia, y abrieron su negocio hace tres años llamados por la promesa de un “destino con turismo durante todo el año”.
La Covid-19 ha desbaratado sus números. Han tenido que hacer un ERTE y ahora Sonia hace las veces de camarera. Antes cuidaba a sus dos hijos. “Pero es que no podemos pagarle a otra persona”, argumenta. “Nos hemos planteado cerrar, pero como la pizza es un producto con mucha salida, sobre todo en reparto, pues hemos abierto”, narra la italiana.
El italiano Gnam Gnam está en la calle Gerona, una pequeña vía peatonal de aceras repletas de mesas de bares. Transitar por ahí es descubrir, a derecha e izquierda, una diversa oferta gastronómica. Aunque ahora, por culpa del coronavirus, la inmensa mayoría esté cerrado y pueda obtenerse una mesa en la que comer con facilidad. Algo inimaginable hace un año.
“Hay gente que se está arruinando, que no puede abrir, pero que sigue pagando los locales”, se queja Sonia. “Los pocos que nos han dicho que abrirán esperarán a hacerlo cuando el turismo se anime un poco más, y trabajaran en familia, porque no hay dinero para contratar a nadie”, explica.
La italiana se debate entre el miedo a la quiebra y el temor a un nuevo rebrote. Por eso, ante la duda si la economía o la salud, elije que prefiere que vengan pocos turistas. “Es mejor que esté todo controlado, porque lo que no quiero es que demos un paso atrás y que los nuevos contagios nos obliguen a cerrar de nuevo”, argumenta.
Para evitarlo, el ayuntamiento ha diseñado un plan para hacer de sus playas un lugar seguro para los turistas. Las playas de Poniente, Levante y Mal Pas están parceladas en cuadrículas de cuatro por cuatro metros que se dividen en dos colores: azules para el público general y verdes para los mayores de 70 años. Además, los seis kilómetros de costa estarán vigilados por medio centenar de controladores costeros, que se encargarán de contabilizar el aforo y explicar las medidas de seguridad a los visitantes.
El turismo, una “necesidad”
Estas medidas extraordinarias por el Covid-19 servirán para que jóvenes de la localidad puedan conseguir un puesto de trabajo para toda la temporada. Elia es una de las controladoras de la playa de Levante. Tiene 32 años y estudió Educación Infantil y Psicopedagogía.
Desde su privilegiada posición cuenta que ya ha visto a los primeros —pocos, aunque deseados— turistas ingleses. “Y por ahora no están dando nada de guerra, no como al principio de la pandemia, que venían como si aquí no hubiese coronavirus”, cuenta la joven. “Nosotros damos información por su propio bienestar, no porque nos apetezca hacerles cumplir normas a nuestro antojo”.
Explica que para bajar a la playa hay que hacerlo por determinadas zonas acotadas, siempre con las chanclas y las mascarillas puestas. Unas normas básicas y fáciles de cumplir.
“Me alegra muchísimo que venga gente. Eso me va a dar trabajo, que vengan —defiende la joven—; pero hay que conseguir que su presencia sea segura, eso es lo principal. A la gente parece que se le ha olvidado que vivimos todavía una pandemia. Por eso no hay que ser inconscientes porque la salud de cualquiera de nosotros puede peligrar”.
Entre su grupo de amigos son habituales las conversaciones sobre el turismo, la única fuente de ingresos para muchos de ellos. “Estaría bien que fuese algo más y pudiésemos vivir de otras cosas —valora Elia—; pero, por desgracia, es una necesidad”.