Hace un mes que España salió del estado de alarma. En ese tiempo, las medidas que tanto implementamos durante esos tres meses de duro confinamiento se han ido diluyendo paulatinamente en la relajación de la “nueva normalidad”. Nuestro país tiene actualmente 201 brotes de Covid 19 activos y una comarca entera de Cataluña que ha vuelto al confinamiento. La mascarilla ya es obligatoria en la mayoría del territorio nacional y nada hace pensar que las medidas no vayan a endurecerse aún más, porque los contagios no paran de subir.
Hace dos meses para acceder a un supermercado en Madrid había que hacer una cola que se podía alargar varias calles y muchos minutos. Había que controlar el aforo. También era obligatorio llevar guantes para acceder. Actualmente no hay que hacer cola en ninguno y los guantes han vuelto a ser algo exclusivo de la fruta y la verdura, aunque hay estudios científicos que aseguran que no sirven de nada.
Sin embargo, esto no es lo único que ha cambiado en los supermercados. Con las manos desnudas, muchas personas obvian el bote de gel que hay en la entrada de la mayoría de establecimientos. Asimismo, la distancia de seguridad brilla por su ausencia en muchos casos. EL ESPAÑOL ha recorrido algunos supermercados del centro de Madrid para comprobarlo. Esto es lo que hemos visto.
Lidl
Lo primero que nos encontramos al entrar a uno de los dos Lidl que hay en Chamberí es a una persona que amablemente nos obliga a lavarnos las manos con gel desinfectante. El mejunje en cuestión deja las manos ligeramente pegajosas y con un olor bastante desagradable que me acompaña en toda la visita al establecimiento.
Hay poca gente en el supermercado y, sin embargo, hay puntos de los pasillos donde la distancia de seguridad se obvia. Tras una vuelta de reconocimiento, cojo unas tortillas de trigo para fajitas, porque Lidl es de los pocos supermercados que las vende sin aceite de palma, por inexplicable que suene.
En la cola hay quien aguarda respetuoso un par de metros respecto a la persona que tiene enfrente y quien pasa olímpicamente. Tengo mala suerte y un tipo ataviado con la “mascarilla egoísta”, es decir, con válvula de escape, se pega a mí en la cola como si me fuera a perrear en la discoteca.
—Perdona, ¿te importa?
—¿Qué?
—Que corra el aire, por favor.
Acepta a regañadientes, pero retrocede. Al poco tiempo, la cajera le vuelve a llamar la atención por acercarse demasiado a caja mientras me atienden a mí. “Espera ahí, por favor”. El achuchador vuelve a retroceder. Unos minutos antes, la cajera le ha dicho amablemente a una señora: “¿Me enseñas el carrito, cariño?”. Hay cosas que no cambian con el Covid.
Aldi
En la entrada hay un bote de gel, cómo no. Sin embargo no hay nadie para controlar que lo usamos. El resultado, lo ha adivinado, es que casi nadie lo usa. El Aldi de Chamberí está prácticamente vacío, ya sea porque aún es temprano o porque esta cadena de supermercados alemanes son poco habituales en España.
El enorme tamaño del local hace que las pocas personas que hay parezcan aún menos. Todas llevan mascarilla perfectamente ataviada sobre nariz, boca y barbilla. Los dependientes y reponedores, además, llevan guantes. Resulta imposible no guardar la distancia de seguridad por el reducido aforo.
En la planta baja, sorpresa, hay un bazar donde se puede encontrar casi de todo, desde disfraces y juguetes, a productos de belleza y salsas raras. A punto he estado de comprar unas zapatillas Converse más falsas que un dolar de corcho, pero me he resistido. Si hay poca gente en general, aquí hay aún menos. Dos personas y este periodista. De vuelta arriba, solo hay una fila y una caja abierta. Las tres personas que aguardan ser atendidas guardan respetuosas la distancia de seguridad.
El local del caos
El tercer supermercado visitado no lo vamos a nombrar por evitar señalarlo, pero es el peor con diferencia. Aquí la gente se salta la distancia de seguridad en cada pasillo que transita. Aunque hay un bote de gel en la puerta, no hay nadie para obligarnos a usarlo y, por tanto, nadie lo usa.
Este es el único donde los reponedores y cajeros no llevan guantes, al menos, no todos. Paseando junto a los congelados, un hombre estornuda con la mascarilla puesta en la barbilla. ¡Venga, alegría! El tipo en cuestión resulta bastante desagradable. Entrado en años y con una camisa desabrochada casi hasta el ombligo, parece que la última vez que se duchó Michael Jackson aún era negro.
Como en todos los supermercados, en este hay pegatinas en el suelo que nos indican que guardemos la distancia de seguridad. La gente las pisotea, física y metafóricamente. Paso por la sección de verduras, porque tienen tomates de los buenos, aunque, como todo lo bueno, se pagan caros. Para cogerlos debo usar un guante que no es tal, es una bolsa de plástico sin forma de mano. Dos minutos con eso puesto y las manos empiezan a sudar hasta puntos desagradables.
En caja, entablo un poco de conversación con el cajero, que me toma por foráneo. “Al paso que vamos, nos confinan antes de que acabe el verano”, comenta detrás de la mascarilla y parapetado por una lámina de plástico transparente. “La gente por lo general se comporta [dentro del supermercado], pero hay de todo”. Ya veo, ya.
Terminado el paseo, el insufrible calor madrileño invita a tomar un refrigerio en la terraza más cercana. En este caso, lo más cercano es la plaza de San Ildefonso, en Malasaña. El enclave, otrora uno de los botellódromos del centro, está a reventar de gente que toma cañas en las terrazas. Las mesas, por lo general, están bien distribuidas para guardar la distancia entre ellas. Sin embargo, al sentarme el camarero no desinfecta ni la mesa ni la silla. Así que escribo este reportaje rodeado por lo que haya tocado el anterior huésped de esta mesa y oyendo muchos idiomas aparte del español.
Hablar de los supermercados como algo homogéneo sería erróneo, como hemos visto en esta pequeña muestra, cada uno tiene sus peculiaridades y las de su clientela. Pero hay algo en lo que todos coinciden: en ninguno hay salsa Perrins.