“Antes de salir nos tomamos un lexatin de tres miligramos para que no nos temblara el pulso al apretar el gatillo...”
Dicen que hay tragedias que son inevitables. Pero la matanza de Puerto Hurraco quizás sí se pudo impedir.
Si alguien hubiera mediado a tiempo y puesto sensatez entre las familias Izquierdo y Cabanillas, tal vez la noche del 26 de agosto de 1990 no se hubiera producido un derramamiento de sangre tan mayúsculo en una diminuta y casi extraviada pedanía extremeña de apenas 130 habitantes durante los inviernos y no más de 200 en verano, cuando volvían por vacaciones las familias que habían emigrado en busca de trabajo, principalmente al País Vasco.
Pero nadie hizo nada. O tal vez -es lo más probable- nadie se atrevió.
Aquel día murieron nueve personas y otras 12 resultaron heridas. Algunas fallecieron al instante. Otras, de camino al hospital o al poco de ingresar en él. A algunos heridos les costó meses recuperarse. Uno, recién licenciado como ingeniero industrial, quedó parapléjico. Un médico forense llamado Guillermo Fernández Vara -hoy presidente extremeño- practicó las autopsias a varios de los cadáveres y realizó después parte de los exámenes psiquiátricos de los asesinos.
Entre las víctimas mortales se encontraban Antonia, de 14 años, y Encarni, de 12, que jugaban en la calle. Eran dos de las tres hijas de Antonio Cabanillas. Antonio era un agricultor bravucón y con aires altivos que vivía en Puerto Hurraco y que desde hacía años estaba enfrentado a muerte -al menos de palabra- con los hermanos Antonio y Emilio Izquierdo.
La otra niña de Antonio Cabanillas, María del Carmen, logró evitar que la fusilaran como a sus dos hermanas. Estaba en casa de una prima. Eso la salvó de los escopetazos de los Izquierdo que, enloquecidos, comenzaron a disparar a diestro y siniestro tras matar primero a aquellas dos crías.
Los hermanos tiraban a dar a todo aquel con el que se encontraban por el pueblo. A la cabeza y al corazón, le contaron semanas después al psiquiatra que analizó sus mentes.
Fueron 20 minutos de gritos, olor a pólvora, sangre y muerte.
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El psiquiatra extremeño José Gómez Romero -barba cana, gafas gruesas, escaso pelo en la cabeza, también agrisado- recuerda con nitidez las notas que tomó durante sus largas y exhaustivas entrevistas a Emilio y Antonio Izquierdo. Algunas de ellas son frases literales de los hermanos. Gómez Romero habló con EL ESPAÑOL este pasado viernes tras explicarle que queremos reconstruir la historia a través de quienes en algún momento cruzaron sus vidas con los asesinos.
El médico los tuvo frente a frente, a veces por separado y otras en pareja, tras la detención de ambos. Fueron cuatro sesiones de ocho horas cada una. Gómez Romero recuerda que Emilio, de 56 años, era quien ejercía de líder. Antonio, de 52 entonces, se mostraba parco en sus explicaciones.
"La venganza tenía que ser en verano porque, aunque soy muy buen tirador y no fallo un disparo, en invierno con el frío se me entumecen las manos y temía fallar".
Así le contó Emilio Izquierdo a este psiquiatra, hace ahora justo 30 años, cómo él y su hermano Antonio se convirtieron en los dos protagonistas de una de las páginas más oscuras de la crónica negra española del siglo XX.
“Antes de salir nos tomamos un lexatin de tres miligramos para que no nos temblara el pulso al apretar el gatillo (...) Yo iba a apañar a Antonio Cabanillas o a sus hijas, para que sepan lo que duele perder a un ser querido y dejarles un recuerdo que no se les olvide jamás (...) Tiro a todo bulto que veo, apuntando al corazón y a la cabeza”.
Al psiquiatra le confesaron que actuaron así en venganza de la muerte de su anciana madre, que murió en un fuego accidental que devoró su casa en 1984. Antonio y Emilio Izquierdo siempre sostuvieron que lo originó Antonio Cabanillas, su rival, algo que se demostró falso.
Aquella masacre de 1990 sucedió en Puerto Hurraco, una pedanía de Benquerencia de la Serena (Badajoz). Era domingo. 26 de agosto. Con la caída de la noche, en torno a las nueve y media, varias familias tomaban el fresco en la puerta de sus casas. Otras se disponían a montarse en coches para ir a cenar a un pueblo vecino en fiestas. Aquel día había mucha vida en la calle Carrera, la principal de Puerto Hurraco, una vía en cuesta que divide el pueblo en dos esparciendo un puñado de viviendas a ambos lados.
Hubo vida hasta que llegaron Antonio y Emilio Izquierdo. Tras ellos, sólo muerte y llanto.
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Antonio y Emilio Izquierdo, de la familia de los Patas Pelás, buscaban vengar casi tres décadas de rencor y odio recíprocos hacia los Cabanillas, conocidos como los Amadeos.
La guerra entre familias comenzó 23 años antes de la matanza de Puerto Hurraco. En 1967, Amadeo Cabanillas, un hermano de Antonio Cabanillas -quien mucho tiempo después vería morir a tiros a dos de sus tres hijas-, sobrepasó con el arado sus tierras y entró en una finca de Manuel Izquierdo, hermano de Emilio y Antonio Izquierdo.
Por ese tiempo, ambas familias estuvieron cerca de emparentarse. Amadeo Cabanillas se veía con una pata pelá, Luciana. Los Patas Pelás eran seis hermanos: Jerónimo, Manuel, Emilio, Antonio, Luciana y Ángela. Aunque se querían, Amadeo, molesto con los Patas Pelás tras aquel problema de lindes, decidió no casarse con Luciana. La joven sufrió mucho tras la recibir la negativa a pasar por el altar.
Al poco de producirse el rechazo de Amadeo a contraer matrimonio con Luciana, el hermano mayor de ésta, Jerónimo Izquierdo, mató a cuchilladas al que podría haber sido su cuñado. Fue el 22 de enero de 1967.
Jerónimo ingresó en prisión y cumplió 14 años de condena. Al salir de la cárcel, se instaló en Barcelona por un tiempo. Aquella muerte del exnovio de Luciana era el primer capítulo de la sangrienta guerra que iban a protagonizar ambas familias.
Diecinueve años después de aquello, la muerte miró de cerca a otro miembro de los Amadeos. En 1986, el asesino Jerónimo Izquierdo, con la libertad recobrada hacía unos años, volvió a Puerto Hurraco. Quería cobrarse otra vida de la familia rival. Esta vez buscó a Antonio Cabanillas, de los Amadeos, y lo acuchilló, como ya había hecho dos décadas antes con su hermano.
Pese a quedar herido grave, Antonio Cabanillas consiguió salvar la vida. Jerónimo Izquierdo quería vengar la muerte de su madre, Isabel, que falleció dos años antes, el 18 de octubre de 1984. La casa que la mujer tenía en el número 9 de la calle Carrera de Puerto Hurraco acabó calcinada con ella dentro a causa de un fuego.
Los peritos dijeron que el origen del incendio fue fortuito. Pero los Patas Pelás culparon a Antonio Cabanillas. Jerónimo Izquierdo ingresó en un psiquiátrico el 8 de agosto de 1986. Murió nueve días después. No pudo vengar la muerte de su madre. Sin embargo, lo harían cuatro años más tarde, también en agosto, sus hermanos Antonio y Emilio.
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Jesús Florencio Cabanillas recuerda cada detalle, por nimio que sea, de aquella noche del 26 de agosto de 1990 y de la madrugada posterior. Es como si tuviera grabada en la mente una película de terror.
Tenía 25 años. Había estudiado Económicas. Se había criado en Zarauz (Guipuzcoa), hasta donde sus padres, nacidos en Puerto Hurraco, emigraron en los 50. Ese día se encontraba en el pueblo natal de ellos, donde la familia volvía cada verano para pasar las vacaciones.
Sobre las 9.30 de la noche, Jesús Florencio le metió prisa a sus padres, Felicidad y Manuel. Iban a cenar a Esparragosa de la Serena, un pueblo a siete kilómetros de Puerto Hurraco que celebraba sus fiestas locales. Jesús Florencio quería salir ya. “Se nos va a hacer tarde”, recuerda que les dijo mientras charla con este reportero 30 años después de la matanza.
Pero un estruendo sordo, seco, hueco, sonó a su espalda. De inmediato, un segundo. Un tercero. Un cuarto.
Dos hombres menudos que habían salido de un callejón cercano estaban disparando a dos niñas que jugaban en la calle, Antonia y Encarni. Aquellas sombras estaban a unos 15 o 20 metros de él.
El padre de Jesús Florencio, que también estaba fuera de su casa, vio que los autores de los disparos eran dos patas pelás, Antonio y Emilio. Conocía a ambos desde que era un crío.
- Emilio, ¿qué cojones estáis haciendo?, preguntó Manuel a gritos.
Emilio Izquierdo ni le contestó. Encañonó a Manuel Cabanillas, que del miedo se giró y le dio la espalda. Emilio apretó el gatillo de su escopeta recortada. Dejó gravemente herido a Manuel, contable en una empresa vasca y propietario de una correduría de seguros. Varios disparos alcanzaron por la espalda también a Antonio, otro hijo de Manuel, y a su esposa, Felicidad. El chico quedó parapléjico. La madre se recuperó al par de semanas.
Jesús Florencio reaccionó rápido cuando vio desaparecer pueblo arriba a los hermanos Izquierdo, que continuaban con su matanza. Metió como pudo en los asientos de atrás de su Ford Fiesta xr2 a Antonia, la mayor de las dos niñas tiroteadas, y a su padre. Jesús Florencio vio que la niña menor, Encarni, estaba muerta. Decidió dejarla en el suelo, tendida sobre un charco de sangre.
“En ese momento nadie sabía qué estaba pasando”, explica Jesús Florencio a EL ESPAÑOL. “Me enteraría de todo con el paso de las horas y a lo largo de los días siguientes”.
Jesús Florencio Cabanillas llevó a su padre y a la niña hasta el hospital de Don Benito, a 53 kilómetros de Puerto Hurraco. Pisó el acelerador de su vehículo todo lo que pudo. A mitad de camino, mientras circulaba por carreteras comarcales, vio que la vida de su progenitor se estaba consumiendo sin remedio.
Al rato de llegar al centro médico, “como a la media hora o así”, le dijeron que su padre había muerto. “¿Y la niña?”, preguntó él. “También”.
El joven ya no volvió a Puerto Hurraco aquella noche. Las que sí llegaron de manera escalonada con el paso de los minutos fueron las ambulancias que trasladaban a los heridos. “Era un goteo continuo. Yo flipaba. Un hermano de mi madre, muerto. La madre de la novia de mi hermano, muerta. Mi hermano, hecho polvo, con dos tiros por la espalda. Las postas le salieron por delante. Como te digo, alucinante”.
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Amanecer del 27 de agosto de 1990. Puerto Hurraco. Las manillas del reloj pasan varios minutos de las 6.30 de la mañana. El día comienza a clarear. Tras cometer la matanza, los Patas Pelás Antonio y Emilio Izquierdo llevan toda la madrugada escondidos en el monte, entre zarzas, higueras y muros de piedra que separan distintas fincas. Puerto Hurraco y los campos del entorno están tomados por alrededor de 80 agentes de la Guardia Civil. Un helicóptero sobrevuela bajo.
Uno de los agentes es Blas Molina, un jiennense destinado en Villanueva de la Serena desde mayo de 1987. Vive en el cuartel junto a su por entonces mujer y sus dos hijos. La noche anterior lo habían avisado para que se sumase a las labores de detención de los dos hermanos homicidas.
De repente, mientras la fuerza de las hélices del helicóptero levantan un remolino de tierra y cañizos de un sembrado de maíz, Blas ve salir de entre la maleza a un hombre que sostiene una escopeta. Está a 10 metros de él.
Blas se protege tras un apostadero de piedras. Entre él y sus compañeros lo tiene rodeado. Blas desenfunda y le pide que tire el arma. “Como mueva un poco la escopeta, lo tengo que matar”, piensa en ese instante. “Necesito que me ayude el Señor. Yo no quiero matar a este hombre”.
Antonio Izquierdo se resiste a lanzar el arma a tierra. Blas Molina dispara cerca de él en dos ocasiones para intimidarlo. “¡Tira el arma o te disparo a ti!”, le grita. Antonio Izquierdo se rinde y Blas sale en su busca para detenerlo. Un compañero va en su ayuda.
Mientras ambos lo conducen a un coche aparcado en el pueblo, el por entonces alcalde pedáneo de Puerto Hurraco, Braulio Nogales, presa de la rabia por la matanza vivida la noche anterior, se abalanza sobre el detenido para clavarle un arma blanca. Blas lo evita interponiéndose entre ambos. Nadie resulta herido. A Emilio Izquierdo, el otro huido, se le detiene poco después.
Un joven fotógrafo del diario Hoy de Extremadura, Brígido Fernández, se encuentra a unos 100 metros de distancia de donde se ha detenido a Antonio Izquierdo. Con el zoom de su cámara capta la imagen del traslado. Una instantánea en blanco y negro que pronto dará la vuelta al mundo.
En ella se ve al agente Blas Molina empuñando su arma reglamentaria con la mano derecha, que levanta hacia el cielo. Lleva la parte derecha de la camisa por fuera de la cinturilla del pantalón. Se la ha sacado el alcalde pedáneo al intentar acuchillar al asesino. El agente tiene un gesto de dolor en el rostro.
Han pasado 30 años de aquello. Blas Molina tiene ahora 66 años. Vive solo en su pueblo natal, Beas de Segura (Jaén). Está jubilado. Explica a EL ESPAÑOL que ese día le dio un amago de infarto. Lo supo después.
“En mi rostro se ve que no miento. Estaba asfixiado. Era como si me recorriera un ardor muy intenso por el pecho. La situación vivida llevó mi cuerpo al extremo”.
- Señor Molina, ¿Antonio Izquierdo le dijo algo cuando lo detuvo o durante el traslado hasta el coche de la Guardia Civil?, pregunta el reportero.
- Sólo una cosa. Que le pegara dos tiros.
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Aquel fotógrafo que inmortalizó la detención de Antonio Izquierdo sigue trabajando en el diario Hoy. Cuenta a EL ESPAÑOL que llegó a Puerto Hurraco poco antes de las doce de la noche del fatídico 26 de agosto de 1990. Acudió junto a dos redactores, Manuel Macarro y Domingo Núñez, un compañero de la sección de Deportes que se encargaba del cierre de la edición. El antiguo corresponsal del Hoy en Castuera, Diego Godoy, les había alertado de lo ocurrido.
Los únicos tres reporteros que estuvieron presentes aquella noche en Puerto Hurraco fueron ellos. Pasaron toda la madrugada fumando cigarros Ducados y sentados en un banco de hormigón delante de la casa de los Cabanillas, cerca del callejón por donde salieron los Izquierdo.
Brígido llevaba una cámara Nikon FA que aún hoy sigue conservando. En mitad de la oscuridad si acaso escuchaban el abrir y cerrar de alguna ventana por la que se asomaba algún vecino.
“No éramos conscientes de la gravedad de aquel suceso. Algunos guardias nos dijeron que la cosa venía de muy atrás”, explica Brígido Fernández.
Aquel día tomó un total de 15 fotos del traslado de Antonio Izquierdo y de su posterior entrada al coche de la Guardia Civil. Él mismo las reveló esa mañana. “Yo sabía que eran buenas fotos, pero no con ese empuje informativo que iba a adquirir con el paso de las horas y los días”, reconoce tres décadas después.
La imagen de los dos guardias civiles llevando casi en volandas a uno de los dos homicidas, el gesto de dolor de Blas Molina, la mirada gacha del detenido…
La foto se la compraron todas las cabeceras de la prensa española y dio la vuelta al mundo. Le Figaro, Sunday Times, Globo, The New York Times, Der Spiegel… Brígido ganó con ella siete millones de las antiguas pesetas. Unos 42.000 euros.
“Fue la foto con mayor impacto de toda mi carrera. Pero, desgraciadamente, el crimen puso al pueblo en el mapa. Yo ni siquiera lo ubicaba con exactitud y desde entonces me ha acompañado siempre. Aquella masacre metió a Puerto Hurraco en una de las páginas más dolorosas de la España negra”.
Brígido tiene razón. Pasear hoy por las calles del pueblo sigue siendo una vuelta al pasado. Sus vecinos no quieren hablar del suceso. Aún les duele lo sucedido aquel verano.
Los padres de las niñas asesinadas continúan viviendo allí, en una vivienda de la parte alta de la pedanía. También rechazan comentar nada. Como la hija que sobrevivió. Vive en una población cercana, está casada y es madre. El reportero se acerca a su residencia y toca al timbre de su puerta: "Lo siento. Aquello ya pasó", dice una voz proyectada por el telefonillo. "No voy a hablar de aquello. Sufrí mucho".
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A los hermanos Antonio y Emilio Izquierdo se les condenó a 684 años de prisión. En la sentencia se dice: "Su inteligencia está dentro de lo normal, hecho que queda corroborado porque eran capaces de manejar un rebaño de unas mil ovejas, tenían fincas arrendadas y poseen, con la crisis que atraviesa el campo, una cartilla de diez millones de pesetas (...).
El fallo añade que “perfilaron un plan de exterminio del mayor número de habitantes posibles de la localidad de Puerto Hurraco” y destaca de ellos "un primitivismo cultural y un empobrecimiento afectivo que determina el desprecio por la vida humana". “Los acusados alimentaban sus propias fobias y obsesiones debido a un anormal aislamiento social y a la convivencia en un grupo cerrado (en referencia a todos los hermanos)", prosigue el relato del juez.
La fiscalía y las acusaciones particulares intentaron que se culpara también a Ángela y a Luciana Izquierdo como presuntas inductoras del crimen, idea que aún hoy sigue sosteniendo todo aquel que conoce el caso. Acabaron absueltas por falta de pruebas pero ingresaron en un psiquiátrico de Mérida.
Luciana, la que para muchos fue la verdadera cabeza pensante del crimen, murió el 1 de febrero de 2005 en el citado centro médico. Tenía 77 años. Su hermana falleció diez meses más tarde, a los 64 años y en el mismo lugar.
El 15 de diciembre de 2006, un año y medio después de la muerte de Luciana - la mujer que en los 60 fue rechazada por uno de los Amadeos- murió Emilio Izquierdo en la prisión de Badajoz, de donde nunca llegó a salir con vida. Tenía 72 años.
Su hermano Antonio, que acudió al entierro gracias a un permiso de la cárcel, dijo delante de su tumba: “Hermano, te vas con la satisfacción de que tu madre ha sido vengada", según contó Hoy en su edición del día siguiente. Iba “esposado, mal vestido, cojeando y con un gran esparadrapo protegiendo su oreja izquierda del roce de la patilla de las gafas”.
Casi 20 años después de la matanza, en abril de 2010, fallecía Antonio Izquierdo. Se ahorcó con una sábanas anudadas de su celda del módulo de enfermería de la cárcel de Badajoz. Tenía 72 años.
Mientras ambos hermanos todavía seguían con vida, Jesús Florencio Cabanillas, el joven que intentó salvar a su padre y a una de las hijas de Antonio Cabanillas llevándolos en su coche hasta el hospital de Don Benito, visitó a Emilio Izquierdo en la prisión.
- Pedí cita con él y aceptó. Llevaba allí unos ocho o nueve años. Ya le había dado un infarto y estaba medio muriéndose, relata Jesús Florencio.
- ¿Qué le contó?
- Dijo que empezaron a disparar a todo el que se movía porque pensaron que la gente se les iba a echar encima. No lo noté arrepentido. Al contrario. Me explicó que tiraban a matar.
Ya saben: apuntando a la cabeza o al corazón.