Entrar en Mantequerías Bravo da hambre. Da igual que hayas comido abundantemente hace cinco minutos. Los productos que ahí se exponen abren el apetito de los paladares más exigentes —y también los más profanos— de un simple vistazo. Quesos franceses, los mejores jamones, caviar iraní y una bodega que tienta con dejarse los ahorros de una vida en botellas.
La tienda está regentada por Elena Bravo, tercera generación del apellido dedicado a alimentar al barrio de Salamanca (Madrid) con los productos más selectos. El negocio nació en 1931 como tienda de ultramarinos y hoy es un referente de la alimentación gourmet. En su currículum hay una guerra y varias crisis que no han podido derribarlo.
A diferencia del grueso de los negocios de España, Bravo aguanta el envite de la Covid-19 y ha conseguido mejorar sus ventas respecto al año pasado. Elena Bravo recibe a EL ESPAÑOL para explicar las claves de su éxito.
De ultramarinos a gourmet
Cinco de la tarde. La tienda todavía está cerrada, pero la luz está encendida. Toc toc. Elena y su enólogo, César, levantan la verja provocando un estruendo que retumba en toda la calle Ayala. “Adelante”.
Todo dentro está perfectamente cuidado. No hay un producto fuera de su sitio: ni una pata de jamón descolgada, ni un vino con la etiqueta al revés, ni nada. Eso, unido a una cálida iluminación, lanza un potente mensaje subliminal al cliente: tómese las cosas con calma.
—¿Quieres tomar algo? —pregunta Elena—. ¿Un café, un vaso de agua?
—No, muchas gracias.
—¿Un vinito?
—Uy… Venga, vale.
—¿Te gusta Ribera o Rioja?
—Sí.
La entrevista transcurre junto a una copa de Tr3smano, un ribera de la bodega Remírez de Ganuza. Este es solo uno de los cerca de 3.500 vinos que se venden en Bravo. El más barato, de unos tres euros; el más caro, ronda los 17.000.
A Elena basta con darle un par de pistas para saber lo que atrae a un cliente a su tienda. Es parte del éxito de Bravo, algo que heredó de su abuelo y su padre. Así es como Bravo pasó de tienda de ultramarinos a tienda gourmet.
“Teníamos la ventaja de que en este barrio vivía lo mejor de Madrid en cuanto a poder adquisitivo. Había una cultura gastronómica que no existía en ningún lugar de España”, explica la dueña. “Mi abuelo supo ver que eso era lo que buscaba el barrio y lo que le ayudaría a diferenciarse y por eso tenía el mejor producto que pudiera encontrar. Así fue evolucionando hacia una tienda gourmet”.
Posteriormente, el padre de Elena, Juan Bravo (nada que ver con el comunero de Castilla), empezó a crear la bodega que hoy ocupa casi la mitad del establecimiento. “Mi padre amplió la sección de los vinos, ya que la tienda estaba muy orientada a la alimentación. Luego hacia los años 70 y 80, cuando empezaba a haber otro nivel adquisitivo en España, apostó por vinos de lujo, vinos extranjeros, justo cuando empezaban las denominaciones de origen”.
1936: no se cierra
Cualquier tienda que haya vivido la Guerra Civil tiene una historia que contar. Bravo abrió sus puertas solo cinco años antes de que estallara el conflicto. Cuando llegó el fatídico 1936, no las cerró. “En la guerra la tienda se mantuvo abierta cada día. No estaban llenas las estanterías, pero mi abuelo intentaba conseguir todo lo que podía, hasta una cacerola o un colador. Cualquier cosa que pudiera ayudar en el día a día. No cerró ni un día. Alguna vez le pidieron aportaciones, pero no se saqueó la tienda”.
Eso, unido a que apenas cayeron bombas en el barrio de Salamanca por parte de la aviación sublevada, hizo que Bravo sobreviviera ilesa al conflicto. Ha hecho falta la crisis del coronavirus para que este negocio haya echado el cierre más largo de su historia.
“No teníamos que cerrar, somos alimentación. Pero tuvimos un caso en la tienda y lo hicimos por precaución”. El 12 de marzo, al borde del estado de alarma, Bravo cerró dos semanas por primera vez en 89 años.
Adaptarse o morir
Pese a esto, Bravo sobrevive y vende incluso un poco más que hace un año. ¿Cómo es esto posible? Por la ley de la jungla que es la competencia del mercado: adaptate y sobrevive. “Estamos teniendo que vender de una forma que no es nuestra especialidad. Lo que más nos gusta es que la gente pase y atenderle personalmente. Ese es uno de nuestros puntos fuertes. Esto nos falta ahora ya ahora estamos vendiendo por teléfono”.
Hay varios factores clave: “Primero, la ubicación, estamos en el barrio de Salamanca. Otra, nuestra tradición y nuestra historia. La gente que siempre ha contado con nosotros lo ha seguido haciendo. Hemos servido con mucha rapidez en un momento en que todo estaba colapsado. Gracias a eso ha habido boca-boca y hemos ampliado nuestra cartera de clientes”.
Con esta medida, Bravo ha conseguido contrarrestar la falta de turistas, esos que alimentan la maquinaria de la economía española y cuya ausencia supone la ruina de millones de personas. Pero no hay nada en Bravo que no se pueda enviar fuera: “Enviamos a España, enviamos a Europa, a clientes que se han desplazado geográficamente por el confinamiento”. Y así, poco a poco, “estamos un poquito mejor que el año pasado”.
Una decena de empleados
Cinco y media. La tienda abre sus puertas y una decena de personas ocupa sus estancias.
—¿Y toda esta gente?
—Equipo.
—¿En serio? ¿Cuántos sois?
—Once. Cada uno con su especialidad.
Elena explica que tiene dos maestros cortadores de jamón que también entienden de queso, un enólogo —César, un tipo elegante y encantador que sabe muy bien de qué habla—, un sumiller, un especialista en café, dos repartidores… Así hasta completar los 11, contando con Elena.
Para ilustrar las especialidades, escoge a los cortadores: “No vale que cualquiera corte el jamón. Es una diferencia abismal. Cuando nos piden jamones para bodas siempre recomiendo que lleven cortador, porque muchas veces se cargan los jamones y es una pena”.
En ese momento, como quien hace una demostración de poder, César planta tres botellas en la mesa. “Estos son clásicos de la zona de Francia. Saint Julien, Lafitte, Angelus… añadas antiguas. Lo más antiguo que tenemos ahora es de 1916 y 1923”, explica el enólogo.
—¿Cómo se consigue eso? —pregunto sin salir de mi asombro.
—Estando desde 1931 —resume César.
—De Vega Sicilia por ejemplo tenemos una super colección de añadas antiguas —añade Elena.
Pregunto por las añadas del whisky Macallan y me explican que tienen el de 12 años y el de 18. Elena se percata de que está conversando con un whiskero semi entendido y ordena que me sirvan algún agua de malta que me sorprenda. Lo consigue con un Monkeys Shoulder, un brebaje que, según la nota de cata, es “muy cremoso a malta, con una sugerencia de bayas. Jugosa cebada tostada, clavo y caramelo”. Yo solo puedo decirles que está buenísimo y que jamás había oído hablar de él. Pues así con todo.
“Hay ediciones de alcoholes que a lo mejor seis botellas vienen a España y tres de ellas vienen aquí”, explica César. “Nos ha pasado con esto, por ejemplo”. Planta en la mesa una edición especial de ron Havana Club Tributo. De esto se hicieron 60 botellas en todo el mundo. A España llegaron nueve, y a Bravo, seis. Es decir, que el 10% de la producción mundial de una gama exclusiva de destilados gourmet acaba en el número 24 de la calle Ayala de Madrid. Tienen cosas tan peculiares como ginebra tostada Monkey 47 envejecida en barrica. Y lo mejor de todo, una cartera de clientes tan entendidos que preguntan por ello.
Intento pillar a Elena con algún producto. ¿Hay rilletes? Sí. ¿El whisky Hibiki? Sí. ¿Queso Pont-l'évêque?. No, ese no. Pero bastará que una o dos personas más pregunten por él para que Elena se encargue de buscarlo y traerlo cuanto antes. Ahí otra clave de que este negocio haya pasado el bache con facilidad. Mimar a un cliente puede hacer que lleguen cantidades exorbitadas de dinero. El récord de una sola compra en Bravo supera los 100.000 euros de facturación.