“¡Buenos días!”, me giro con torpeza y devuelvo el saludo intentando no resbalar. No sé quién es. El viernes por la mañana en el mismo lugar, no le habría dicho nada, pero ahora, solos él y yo, a punto de amanecer, compartimos género y especie. Los dos somos madrugadores furtivos que pisotean la ciudad antes de que salgan todos. Nunca un “¡buenos días!” me sonó tan reconfortante: “Si pasa algo, aquí estoy”, parece decirme. “Cómo puede ser que los demás estén en la cama”, me gustaría contestarle. Pero tan solo le digo: “¡Buenos días!”.
Nos saludamos al alba en un Madrid inhóspito, más bello que nunca, en medio del cruce entre la calle Velázquez y la calle Goya, a las 8.37 de la mañana, momento en el que el iPhone decide qué amanecerá. Pero no es verdad. En Madrid no oscureció la noche del viernes 8 al sábado 9 de enero del año 2021. La contaminación lumínica, reflejada en la nieve, y refractada a su vez por la nube baja, encendió la noche del foro con una luz fantasmagórica.
El Mallorca nevado. Hoy se tomará vacaciones la abuela rumana de dientes de oro que siempre les mendiga en la puerta a los ricos que pagan 1,95 por una barra de pan con logo comestible. Mallorca tiene su pobre oficial. La plaza es fija. La puerta del Starbucks, de Cristina Oria o Le Pain Quotidien se la subastan las mafias. La puerta del Mallorca no.
Enfilo Velázquez por el centro de la carretera convencido que es el lugar más seguro, hasta que escucho un crujido frente la Junta de Distrito de Salamanca y un castaño de indias se desploma. Si pilla a alguien debajo, ese no paga más multas. Me doy cuenta de que caminar bajo las cornisas, hasta que los tejados decidan escupir la nieve que se amontona, es lo más seguro. Empiezo a pensar en el titular: Crónica de una cornisa. Quizá.
Otro árbol cae más allá. Imagino el sonido del Perito Moreno crujiendo ante los turistas. No comprendo por qué los bancos no han abierto sus sucursales para que los indigentes puedan protegerse en su interior. No andan los bancos sobrados de motivos para generar empatía entre la clientela.
Escucho un crujido frente la Junta de Distrito de Salamanca y un castaño de indias se desploma. Si pilla a alguien debajo, ese no paga más multas
Ya en el cruce con Alcalá, ni siquiera los cojones del caballo del General Baldomero Espartero se libran del nevazo. El Retiro, de repente, se presenta como una fuente de peligros. ¡Quién fuera dron o petirrojo para sobrevolar el lago ahora que el sol se acaba de despertar! Hoy para las ardillas no hay cole. El parque entero es suyo. Menos mal.
Me cruzo con el alcalde o con Ayuso, o con alguien que manda tanto como para que le pongan una quitanieves abriendo paso, un coche de policía delante, el suyo con conductor, escolta y ventanillas negras, y otro detrás de escoba. Sea quien sea, o va a inspeccionar la debacle o ha quedado a desayunar. Los pocos homínidos que se congregan en la Puerta de Alcalá pasan del convoy porque están a la adormidera digital del siglo XXI, el selfie. El selfie nevado es el rey del género junto con la playa de Illetes en Formentera. Si cayera este nevazo en Illetes se caería la nube.
A la puerta principal del Parque del Retiro nadie se asoma porque la foto no daría likes. Las vallas que ocultan la reforma del paseo principal no son fotogénicas. Si no hay foto, para qué hacer algo. Si el señor Louis-Jacques Daguerre levantara la cabeza. La Puerta de Alcalá no admite competidores, todos la fotografían.
De regreso los quioscos están adormecidos sin noticias. Las ediciones impresas sin distribuir. Hace día de colocarse un buen periódico en el pecho para proteger las toses. Los lectores sabatinos del Hola! andan desesperados mientras que los frisos de luces led navideños, aún sin retirar, se bambolean y dan miedo. Imagino, alimentado por una filmografía de catástrofes, que una caída de las luces de Navidad degeneraría en un chisporroteo eléctrico y en apagón. Entonces es cuando me doy cuenta de que el verdadero problema de la nevada sería un corte luz. Desconecto la imaginación, no vaya a ser que suceda.
No puedo dejar de pensar en los vecinos de La Cañada Real. A 16 kilómetros de allí, en las antípodas, en la misma ciudad, la calle Jorge Juan, desierta, no pierde su estilo. Me detengo frente a la puerta del Club Matador, habitualmente lleno de vida, hoy adormecido. Me hubiera gustado ver el patio interior, uno de los mejores de Madrid, cuyo cuidado defiende con su carácter combativo Mercedes Milá.
No se pierdan el número que celebra los 25 años de la revista Matador, el “W”, un tour de forcé de Anaut y equipo, con un Cuaderno de Artista de Miquel Barceló (64) que recoge la intervención efímera realizada en la Bibliothèque Nationale de Francia en la que pintó una vidriera de 190 metros de largo por 6 de alto. Se inauguró en 2016 y fue borrada ese mismo año.
Hoy para las ardillas no hay cole. El parque entero es suyo. Menos mal
Seguro que Jordi Rabat hubiera vendido más en Navidad si la nevada hubiera caído antes de Reyes. La nieve es buena para hacer caja. No hay nada abierto. Tan solo el encargado de La Bien Aparecida se desloma intentando limpiar la acera y me dice “abriremos para los vecinos. Que los garbanzos ya están en la olla”. Por la calle Jorge Juan desciende a contra sentido un esquiador al que la piel de foca de sus esquíes de travesía se la ha soltado. En la calle Jorge Juan siempre se ven pieles.
El regreso a casa tiene parada obligada en La Mallorquina, endulzando la vida desde 1849, testigo de los nevazos del 35, del 38, del 47, del 50, del 71 y del 2010 que, como este, cerró Barajas. Tarde de café y dulces para acabar la fantástica crónica de Madrid (Destino, 555 pág.) de mi tocayo Andrés Trapiello (67) que hoy no irá al Rastro, para ver morir a Jake Gyllenhaal (40) en Everest (2015), escuchar Frío de Manolo Tena/Alarma; leer las crónicas de montaña de Óscar Gogorza en El País; escuchar a toda castaña el Valse triste, Op.44 de Jean Sibelius y enviarle un cálido abrazo a los que para hoy la nieve no es blanca sino “negra sufrimiento”.