Dan las 20.00 horas en Paterna, Valencia. Es 27 de julio de 1940 y José Benavides, un agricultor de 40 años, sale de su celda. José es zurdo para arar y para pensar, y eso es peligroso. Lleva cuatro años malviviendo a la intemperie, huyendo de las tropas sublevadas desde su Extremadura natal, pero ya no queda más tierra a la que escapar. España ya es franquista, y José asume el peso de sus ideas. Da un paso fuera del cuartelillo, y otro, hasta enfrentarse al pelotón de fusilamiento. Le acompañan otros 142 presos. Todos acabarán en la fosa 127.
Ahora, fosa e historia han vuelto a desenterrarse. El pasado martes, más de 80 años después de su asesinato, José volvió a casa. Lo ha hecho gracias al esfuerzo incansable de otro José, su nieto, que se ha pasado la última veintena buscando al abuelo que nunca conoció. “Por fin descansa tranquilo junto a mi abuela, Isabel, aunque con demasiado retraso”, resalta en conversación telefónica con EL ESPAÑOL. Y advierte.
“Lo único que quería era darle un descanso digno, con los suyos. No ando buscando reabrir heridas, que es lo que dicen algunos, sólo cerrarlas. Quienes tenemos la herida somos nosotros, las víctimas”, señala, emocionado. Hace 20 años empezó a informarse sobre aquel abuelo que, decían, había muerto durante la guerra, y enfocó su vida en localizarle.
Huida hacia delante
Las primeras noticias llegaron del boca a boca. En el Valle de Santa Ana, un pueblo de Badajoz con algo más de 1.000 habitantes, eran pocos los mayores que no conocían la historia de José Benavides, aquel trabajador del campo izquierdista que había abandonado su casa al principio de la Guerra Civil, pero poco más. Si las evidencias no eran suficientes, 40 años de franquismo y 20 de silencio se encargaron de hacer el resto.
El otro José, el nieto, había crecido oyendo el relato. Nació 17 años después de que fusilaran a su abuelo, pero era casi como si lo conociera. Había leído una y otra vez la docena de cartas de la época, fechadas en el año de la victoria franquista, que escribía desde la prisión de Valencia para recordarle a su familia que estaba bien. Era la única prueba con la que contaba, pero decidió que no era suficiente.
A mediados de los 2000 se decidió a encontrarlo, “a devolverle a donde debería estar”. José Benavides llevaba más de medio siglo separado de Isabel, la mujer de su vida, y sus restos estaban perdidos en algún lugar de Paterna, en una de las 70 fosas comunes del camposanto, rodeado de otros 2.238 olvidados. Ni la Junta de Extremadura ni el archivo de la memoria supieron decirle más. Pero no se rindió.
Habían fusilado a su abuelo por ser fiel a la República y por saber leer y escribir, aunque los sublevados franquistas alegaron “adhesión a la rebelión”, según el documento del juicio sumarísimo al que ha tenido acceso este diario. “Pero es falso”, matiza el nieto. “Después de años de huir hacia delante se entregó porque, al fin y al cabo, no había hecho mal a nadie, no había matado a nadie. Sólo había huido durante años”, recoge.
“Le iban a poner en libertad por buena conducta y llegó un chivatazo del pueblo. Alguien le delató falsamente”, comenta. El rumor, según ha podido saber este periódico, señala como culpables a un primo hermano y al cura del pueblo, que mandaron una carta a Valencia acusando a José de ser “un izquierdista peligroso”. “Fuera quien fuera, alguien le tenía recelos y aprovechó la coyuntura cuando se fue”, resalta el nieto.
La fosa 127
En total, desde su asesinato en Valencia en 1940 hasta esta semana, José Benavides pasó más de 80 años separado de la tierra que le vio nacer. Es el único extremeño fusilado en el conocido como paredón de España, el muro de piedra junto al cementerio de Paterna, y también ha sido el último en salir de allí. El pasado martes, tal y como adelantó La Crónica de Badajoz, su única hija viva, Dolores (87 años), sus nietos y una sobrina le dieron sepultura en el camposanto de San Juan (Badajoz), en el mismo féretro en el que yace ella.
Ella, claro, es Isabel Guerrero González, la mujer a la que dejó con 27 años y cuatro hijos, el mayor con 10 y la pequeña con 2, en el momento en que los golpistas irrumpieron en el Valle de Santa Ana. Lo último que supo de José fue que vivía en la sierra de Monsalud, donde más de 2.000 extremeños de La Torre, Alconchel, Almendral, Nogales, Salvaleón, Barcarrota y Aceuchal se escondieron hasta diciembre de 1936. Sólo volvía al pueblo por las noches para ver a su familia.
Entonces, el cerco se estrechó. Muchos decidieron huir hacia el resto de zonas republicanas, de una en una, hacia el este, y acabaron en Valencia, una de las últimas plazas en ser tomadas por el ejército sublevado. Allí, a la llegada de Franco, tuvieron que tomar una decisión: o exiliarse al extranjero o entregarse a la nueva España de la dictadura. José fue de los segundos, y acabó fusilado en Paterna, a 700 km de su villa natal. Cómo hizo para recorrerlos, nadie lo sabe.
Aquí terminó toda la historia que su nieto pudo recoger a lo largo de 15 años de búsqueda. No fue hasta hace dos años cuando, de casualidad, vio en televisión unas exhumaciones en el cementerio. El reportaje, cuenta, añadía un número de teléfono en pantalla para que familiares de represaliados pudieran encontrar a los suyos. Llamó, dijo el nombre de su abuelo, y todo comenzó.
El presidente de la Asociación de familiares de la fosa, Juan José González Alcácer, le devolvió la llamada con la buena noticia: su abuelo era uno de los de los 143 sepultados. Hace siete meses lo cotejaron con una prueba de ADN de su hija, Dolores, la única que queda viva, y no hubo duda: de los 17 identificados, José Benavides estaba entre ellos. Esta semana ha vuelto a casa.
"Una cuestión de justicia"
“Es una pena que esto sea todavía un drama por resolver en este país”, comenta José Leal. “Ya llevamos muchos años de democracia y los represaliados del otro bando, que también los hubo, están dignificados y con razón, pero los nuestros no. Quedan miles de ellos tirados en sitios indignos, como animales, sin descansar en paz”, lamenta.
No entiende, según comenta a este diario el día después del entierro, que haya aún una parte de la sociedad que se oponga a abrir las fosas comunes y recuperar a los muertos del bando republicano. “Es una cuestión de justicia, no de bandos ni partidos”, refleja.
Al final, la historia de José, de los Josés, es la misma que la de muchos otros. La del primero, el fusilado y olvidado, y la del segundo, que ha dedicado tantos años a encontrarlo y devolverlo. Por primera vez, a pesar de los 17 años que separaron la muerte de uno y el nacimiento del otro, se han brindado el encuentro que les hubiera gustado, rodeados por los suyos, una bandera de tres colores y un poema de Miguel Hernández.
Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.