Cabo de Gata, 16 de noviembre de 2011. Aquel día, como todos los demás en que salía a pescar, Tomás madrugó y se acercó al bar de al lado de su casa. En la taberna Los Delfines, en la calle Llano Amarillo de Almería, era un parroquiano habitual. Él, por supuesto, entonces aún no sabía que en unas horas le iban a matar. Y sin embargo fue dejando pistas. Sus colegas, más tarde, podrían testificar ante las autoridades que les había contado que se iba a echar el anzuelo en una zona de Cala Rajá, que le vieron pagar con su cartera, por lo que llevaba la documentación encima, y que poco después se marchó con su Peugeot modelo 205 de color blanco.
Tras apurar el café, Tomás condujo alrededor de una hora, aparcó en una explanada habitual para dejar los coches y bajó por un sendero entre las rocas hasta un sitio que ya conocía, al que iba dos o tres veces por semana. Estaba cerca del agua, aunque no tanto como para mojarse con las olas. Sacó el cubo, dos cañas, las gambas que usaría como cebo y unos trapos para limpiarse. No le dio tiempo a mucho más. No se sabe si miró atrás. Si, mientras preparaba todo, se dio cuenta de que había otra persona bajando por el sendero.
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11 de octubre de 2011. Aquella mañana, el matrimonio Lachat estuvo comiendo con Véronique Crettaz a eso de las 12.00. Hora guiri, ya se sabe. A sus 57 años, Véronique era muy conocida en la localidad francesa de Bouchet, de apenas unos 1.000 habitantes censados, por ser la propietaria de una casa rural que animaba el turismo en una zona normalmente abandonada gran parte del año. Los Lachat, inquilinos ahí, habían hecho migas con ella y le propusieron volver a quedar para la cena, a las 18.00. Ella dijo que vale, que a dónde iba a ir si no y, tras despedirse de ellos, llamó a su madre para seguir con la charla.
Aunque en esa época no había muchos clientes en la casa rural, grande y con las paredes de piedra pero reformadas y cuidadas al detalle, hacía un par de días, el 8 de octubre, se había registrado un tal Étienne. Véronique no lo sabía, pero ese hombre apuesto y con un toque siniestro era un errante que había llegado ahí huyendo tras estafar a los propietarios de varias casas rurales, robándoles y siempre yéndose sin pagar. La Policía francesa recibió las denuncias pero tampoco le dieron prioridad.
Ella, preocupada en los quehaceres de llevar prácticamente sola el alojamiento, desconocía todos esos detalles. Pero la figura de Étienne ya le había dado para un tema de conversación. Le contó a una amiga que estaba alojando a un tipo algo “marginal” que no tenía efectivo para pagar sus noches ahí. Le dijo que le había podido adelantar algo de dinero, casi nada, pero que le había dejado su reloj como una especie de fianza prometiéndole que reuniría la cantidad necesaria para costear las noches que tenía pensado pasar ahí.
Cuando tras dar una vuelta por el campo, el matrimonio Lachat volvió a la casa rural, la Citroen Berlingo de Véronique, que siempre estaba aparcada en la puerta, ya no andaba ahí. Pensaron que era raro. La casera nunca fallaba a sus citas y no solía llegar tarde cada vez que quedaban. Además, ya entrando la noche tampoco había otro sitio al que ir. Esperaron un rato. Nada. Cuando pasó más de una hora, preocupados de verdad a eso de las 19.10, uno de ellos bajó al sótano de la vivienda y ahí se la encontró. Tirada en el suelo, el corte que tenía en el cuello había dejado un denso y oscuro charco de sangre alrededor del cuerpo de Véronique.
Los forenses después supieron que la muerte se produjo entre las 14.00 y las 16.00. Véronique tenía rastros en su cuello de estrangulamiento y, mientras estaba siendo ahogada, su garganta fue seccionada, hiriendo la laringe y la carótida izquierda. A 215 metros de la casa, cerca de la vía de servicio que lleva a Bouchet y al borde de un pequeño bosque, las autoridades encontraron un cordón con un nudo que tenía restos genéticos de Véronique y de otra persona.
Es como si lo hubieran tirado por la ventanilla en la huída. Y es que el vehículo había desaparecido también. Tampoco estaban las tarjetas de crédito de la víctima y la caja fuerte andaba abierta. Le faltaba un reloj. El mismo que había dejado como fianza el tal Étienne, que abandonó la casa rural esa misma tarde, sin que nadie lo viera, dejando la habitación un día antes de los que tenía reservados.
Huida a España
La de Étienne Dedroog es una de esas vidas que, ahora, bien puede dar para una miniserie de Netflix. Aunque no siempre fue así. Nació el 20 de septiembre de 1971 en Leut, Bélgica, y pasó la mayor parte de sus días con normalidad: no torturaba gatos en sus ratos libres, que se sepa. Hijo de Anneke Hensen y Godfried Dedroog, vivió su infancia dando tumbos por las ciudades belgas de Alken y Hasselt hasta que la familia se asentó finalmente en Brujas.
Siempre estuvo empalmando trabajos para los que hacía falta poca preparación, como los de carpintero, mecánico o conserje. Se casó y tuvo una hija, ahora ya mayor de edad. Todo parecía normal, pero todo se torció entre 2005 y 2007.
En ese par de años murió la madre de Étienne, a la que estaba profundamente ligado. Su padre, que había sido minero, ya tenía los pulmones destrozados y se tuvo que pasar a vivir los días que le quedaban ingresado en un hospital y, en medio de ese guirigay, su mujer acabó pidiéndole el divorcio.
Ahí se le rompió el funcionamiento de la cabeza y nació el asesino en serie que los psiquiatras forenses más tarde describirían como un mentiroso compulsivo, ladrón, con rasgos psicóticos, profundamente narcisista y egocéntrico que, además, podía ser violento. Un tipo al que consideraron extremadamente peligroso por un hecho clave: después de haber matado a tantas personas, no sentía un ápice de remordimiento.
Con ese cuadro, se puede suponer que Étienne, el mismo día 11 de octubre que mató a Véronique, conducía la Berlingo que había robado a su víctima pensando más en el homenaje que se iba a dar que realmente preocupado por lo que acababa de hacer. Era la primera y, de momento, se había salido con la suya. En el juicio, más tarde, diría que iba con un checo, un tal Adam, pero en realidad condujo él solo los 40 minutos que separan la casa rural en Bouchet hasta la ciudad de Montélimar, más al norte. Nunca hubo ninguna prueba de que Adam realmente existiera.
Cuando llegó por fin a Montélimar, Étienne empezó a gastar el dinero de las tarjetas de crédito que le había robado a Véronique. No tenía reparo o inteligencia -seguramente lo segundo- para saber que cada vez que se acercaba a un cajero había cámaras de vídeo que grababan su cara y que la Policía francesa no tardaría en darse cuenta de que las tarjetas de crédito habían desaparecido y que todo eso deja un rastro muy fácil de trazar. Sin embargo, algo dentro de sí le hacía sentirse perseguido. Sabía que no iba a ser tan fácil y, tras gastarse 1.801,29 euros en un día, compró unos billetes de tren para España.
El 12 de octubre, la mañana después de matar a Véronique, Étienne cruzaba la frontera. Las autoridades españolas no sabían aún que tenían a un prófugo en su territorio y el rastro de las tarjetas de crédito fue marcando, punto por punto, por dónde iba trazando su huída. Primero apareció en la provincia de Barcelona. Luego, bajó hacia el sur, hasta Benidorm.
Se gastó en España, en ocho días, 3.901,76 euros, hasta que el 20 de octubre le cancelaron las tarjetas. Étienne ya no tenía dinero y, como había hecho antes, no tardaría en volver a robar. Ahí se le pierde la pista, hasta el 14 de noviembre que se conectó a su cuenta de Hotmail. Estaba en Almería.
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De Almería de toda la vida, Tomás era una persona normal. No hay más en él. Nació en la provincia el 1937, en plena Guerra Civil. Tenía 73 años el día que le mataron y le quedaba poco menos de una semana para cumplir los 74. Tras una vida dedicada a la construcción, disfrutaba de una modesta pensión y pasaba sus días de jubilado dedicándolos a su familia, a su mujer, su hija y sus nietos.
En los últimos años había cogido una nueva afición, la de ir a pescar. Se sacó el permiso en 2006 y procuraba ir dos o tres veces por semana, casi siempre al mismo sitio en Cala Rajá en el que apareció su cuerpo.
El terreno ahí es rocoso y algo escarpado. Por eso pasaron algunas horas desde su muerte hasta que, a las 12.00 del 16 de noviembre de 2011, unos paseantes encontraron el cuerpo. La primera hipótesis de la Policía fue que una roca se había desprendido y le había golpeado en la cabeza. Tenía una fuerte contusión en la parte de atrás del cráneo que le había perforado la gorra azul de Coronita Cerveza y en su chaqueta roja la manga estaba empapada en sangre, como si se hubiera cubierto la herida con ella.
Esa hipótesis, de todas formas, duró poco. En la pared no había ningún signo de desprendimiento y todo empezó a parecer sospechoso cuando vieron que el cuerpo no tenía documentación. Se buscó. Y mucho. Tanto, que la encontraron en el fondo del mar. Habían registrado el cadáver, habían robado la tarjeta de crédito y el dinero y habían tirado lo demás al agua. Cuando identificaron a Tomás y fueron a contarle la noticia a sus allegados, alguien hizo una pregunta que confirmó las sospechas: ¿Y dónde está el coche que llevaba?
Las autoridades no tenían conocimiento alguno de que un tal Étienne Dedroog se había conectado a su Hotmail dos días antes en Almería, que había matado a una tipa en Francia y que había huído a España con su dinero y su coche. Lo que sí vieron, es que lo de Tomás no había sido fortuito. La roca que le mató, en la punta, como agarrada por una mano, tenía tinte de color azul de la gorra de Coronita y en su ropa había huellas que marcaban que había sido registrado. Alguien le había matado.
Dos más en Bélgica
La misma tarde en la que Tomás es asesinado, Étienne Dedroog cambió de dirección, abandonó Almería y empezó a avanzar rápidamente por la costa, hacia el norte. El mismo 16 de noviembre se registró en el Hotel Prince Park de Benidorm, un tres estrellas que hace el agosto entre extranjeros del norte de Europa y viajes del Imserso que, ese día, estaba sin el sistema informático operativo. Pero la chica que le atendió registró su check-in en una libreta y con eso bastó para conocer después sus pasos.
Al día siguiente, el 17 de noviembre, Étienne dejó el hotel y cogió el coche para seguir hacia el norte. A las 17.00 horas le paró la Policía Nacional en un control de carretera en Valencia. Nadie se dio cuenta de que el coche no era suyo y le dejaron pasar. Esa noche se volvió a conectar a su cuenta de Hotmail. Su rastro volvió a aparecer, días después, el 25 de noviembre, pero a 468 kilómetros de ahí. Salió de Valencia, pasó por Teruel y Zaragoza y ese día se encontraba ya en Canfranc, en Huesca, y al borde de la frontera con Francia.
Dos días después, el 27, se volvió a conectar a internet y ahí seguía, en España. Empezó a hacer búsquedas raras, la más repetitiva y que más atención acabó captando rezaba lo siguiente: “Tasa de suicidio en España”, “Tasa de suicidio en España”, “Tasa de suicidio en España”... estuvo tecleando en Google de manera constante. Esa sería su útlima jornada en España, en unas horas estaría en Bélgica y no tardaría apenas unas horas en cometer otro asesinato.
El último homicidio que zanjó Étienne, que en realidad fueron dos, sucedió el 28 de noviembre en la localidad belga de Grandvoir. Ahí acabó con la vida de Martin y Mia Blakaerts, de 71 y 69 años respectivamente, que regentaban una casa rural en la localidad. Al matarlos, como ya venía siendo habitual en él, robó el coche y un ordenador y abandonó el primero en Brujas, ciudad que conocía bien desde su infancia y donde estallaron todos los problemas que le acabaron llevando a lo que ha sido.
“Ya no me reconozco”, “no me merezco que nadie me llame hermano”, “he hecho cosas más graves que Ronald Janssen”, escribió a su sobrina por Facebook el 1 de diciembre. Janssen es un conocido asesino en serie belga que también mató a tres personas y cuya vida guarda curiosos paralelismos con la de Étienne.
Ambos tuvieron un padre minero, fueron abandonados por su mujer y el juicio contra Janssen comenzó en septiembre de 2011, unos meses antes de que Étienne empezara a matar. El 2 de diciembre Étienne se entregó a la Policía en la comisaría de Leuven, ciudad en la que Janssen pasó su juventud y empezó a violar.
Ocho días después de que Dedroog se entregara en Bélgica, a miles de kilómetros de ahí, en un remoto aparcamiento de la localidad gerundense y fronteriza de La Junquera, en Girona, la Policía Nacional encontró un coche que lleva ahí varios días abandonado. Es un Peugeot blanco. Poco tardan en averiguar que era de Tomás y que en el freno de mano hay material genético compatible con el ADN de Étienne.
Diez años después
“Todo esto es un desánimo y provoca una desesperanza tremenda. Lo que hace falta ahora es que se haga justicia frente al presunto asesino. Que es un cobarde, que mató a ancianos aquí y allá. A Tomás le vino por la espalda y sin que se pudiera defender”. El que habla es José Ramón Cantalejo, abogado que ejerce la acusación particular contra Étienne Deroog y que representa a la familia de Tomás, de cuyo asesinato se van a cumplir ahora 10 años.
Dedroog ya tiene dos condenas a sus espaldas, una de 25 años por su primer asesinato en Francia y otra a cadena perpetua en Bélgica, donde ahora se encuentra en prisión, por el homicidio de Martin y Mia Blakaerts. Y, sin embargo, el presunto crimen que cometió en España es el único que sigue sin ser juzgado. Detrás de ello hay un mal funcionamiento del sistema judicial y complicaciones para coordinarse con las autoridades de otros países que, aunque extranjeros, pertenecen a la misma Unión Europea.
El crimen se sobreseyó y se volvió a abrir en 2015 con el levantamiento del secreto de sumario. El esfuerzo de las autoridades por recabar pruebas, convencidos de que el asesino de Tomás se trata de Étienne, ha sido incesante durante todos estos años y, sin embargo, sigue en una fase iniciática, estancado en el Juzgado de Instrucción número 5 de Almería. El próximo 14 de julio por fin declarará como investigado y, aún así, Cantalejo muestra profundas reservas sobre cómo saldrá todo.
En conversación con EL ESPAÑOL, cuenta que aún no se sabe si el abogado se le tiene que poner en Bélgica o en España. Tampoco se sabe si tiene que declarar desde la cárcel o desde un juzgado de Bélgica o si el traductor tiene que estar aquí, allí, o da igual dónde esté. Este caso, y el dolor de una familia que ya lleva esperando 10 años, pone de manifiesto la mala coordinación entre las autoridades europeas para este tipo de asuntos. Y Cantalejos teme que logren sentar al presunto asesino ante un juez y que, por fallos en el proceso, todo se prolongue aún más.
Valga la presunción de inocencia, pero las pruebas contra Étienne son de difícil escape por parte de la defensa: estaba en Almería en el momento del asesinato, era su modus operandi -mataba a ancianos y les robaba el coche y el dinero-, y su perfil genético coincide con el encontrado en el vehículo cuando fue abandonado en La Jonquera. Y ni con esas ha avanzado.
“Me da la sensación de que hay justicia para ricos y justicia para pobres, por un lado, y que hay juzgados que no se sabe por qué son más eficaces que otros”, explica el abogado. “Debería haber un sistema homologado para todos en España, ya estén en Madrid o en medio de la sierra de Almería”, añade. “La Unión Europea requiere una justicia europea común y este caso es paradigmático, hay que mejorar la situación en los juzgados de España para tener una mejor relación con los de los vecinos”, apuntala. Insiste en esa batalla, sobre todo, por la cantidad de ciudadanos europeos que hay residiendo en España.
“Tomás era una persona humilde y jubilada que se iba a pescar al Cabo de Gata dos o tres días a la semana, era su afición de jubilado. Era una persona muy querida y cuando sucedió fue una conmoción en aquel momento. Lo que pasa es que, como no había avances, el asunto se ha ido enfriando y entra dentro de las leyendas urbanas de Almería. Este asunto debe empujar, en el sentido de superar la desunión de los juzgados”, opina. A fin de cuentas, a Tomás ya le da igual. Es a la familia a la que se le abre una herida cada día que pasa. Uno tras otro, tras otro… así que pasen diez años.