“Tráeme un cuchillo, que esta de aquí no sale”. Cuando Celia se levantó del suelo tras ser golpeada reiteradamente por su compañera sentimental, se topó de frente con un espejo que le devolvió la imagen de su rostro ensangrentado. A pesar de apenas reconocerse en su reflejo, aquel impacto visual sí le hizo percibirse como una mujer maltratada. Tras varios meses de tormento físico y psicológico, había asumido que la violencia extrema iba a formar parte de su convivencia conyugal.
“Me hizo creer que me lo merecía”, cuenta Celia Sanz. A sus cincuenta años de edad rememora el episodio final de una serie de actos de agresión que tuvieron lugar durante todo el año 2016 en Madrid y que terminaron con ella internada en una casa de acogida para mujeres.
Pero lo que Celia no creyó merecerse es la muerte. Casi un lustro después de lo sucedido admite que no supo ponerle un punto y final a su historia de maltrato hasta que su vida no corrió auténtico peligro. Sin embargo, destaca que lo peor de todo el proceso fue el no saber reconocer los signos de alarma al inicio de su relación.
Seducida por un nuevo comienzo que se planteaba como idílico, Celia no había dudado en embarcarse en un proyecto en común con la que sería su futura agresora en un momento de vulnerabilidad. “En aquel tiempo estaba todavía casada con la madre de mis hijos. Con mi exmujer había tenido dos gemelos y una excelente relación, pero tras diez años de matrimonio el amor se había terminado y no estábamos bien”.
Poco después de romper definitivamente con su ex, se mudó con su novia y la hija de esta, de quince años de edad, a una casa a las afueras de Madrid. Pero tal y como relata ella misma: “Pronto lo que parecía maravilloso se convirtió en una pesadilla”.
La primera bofetada llegó de manera inesperada a los tres meses de convivencia. Lejos de lo que pudiera parecer, Celia no despertó a la realidad con aquella agresión. Este acto de violencia arbitrario no hizo sino crearle un desconcierto que la sumió en un estado de trance emocional inexplicable. “Me abofeteó con saña por un comentario que había hecho de manera desenfadada y luego se disculpó hasta que la perdoné”.
Sin embargo, este golpe sería el preludio de una secuencia repetitiva de amenazas, control, manipulación y arranques de ira hacia su persona cada vez más hirientes.
Dominación e indefensión
Aunque Celia no lo supiese en aquellos momentos, en el seno de su relación se estaba gestando lo que institucionalmente se conoce como violencia intragénero, una forma de maltrato doméstico donde un miembro de una pareja homosexual busca subyugar a la otra parte. Ya sea a través de vejaciones o alcanzando el extremo de la agresión física, este tipo de dinámicas suelen ser practicadas inicialmente de manera sutil por la persona maltratadora y van creciendo progresivamente hasta ahogar a la víctima en un pozo de soledad, dudas y tortura psicológica.
“Cuando te quieres dar cuenta ya te ha minado la moral, no tienes autoestima y estás aislado de tu entorno”, afirma Celia. “Vas perdonando cada falta de respeto esperando que vuelvan los breves instantes de calma y tranquilidad”.
Según indica la psicóloga de la Asociación Arcópoli, Isabel González, “en los agresores prima el ansia de poder a la hora de dominar e intentar estar por encima de la otra persona”. La experta, que lleva desde el año 2009 tratando y estudiando casos de violencia intragénero, asegura que aquellos que ejercen maltrato sobre sus parejas suelen tener “un problema de control de impulsos y creencias irracionales que les llevan a considerar que sus compañeros sentimentales son pertenencias”.
Manteniendo una actitud de posesividad, los maltratadores son muy dados a invadir constantemente la privacidad de sus víctimas y en moldearlos a su gusto para que se dobleguen ante sus deseos y frustraciones. La persona dominada, por su parte, se ve atrapada en un ciclo de dependencia emocional y de indefensión aprendida que le impide tomar partido por su propia integridad física y psicológica, o incluso por la de sus seres queridos.
Cuando Celia podía salir de su casa, siempre en compañía de su pareja, se veía obligada a “medir cada gesto, cada palabra, cada mirada hacia los demás” para que no se produjese ningún tipo de discusión ni agresión de vuelta al hogar familiar. el La afectada por este caso de violencia doméstica, dice: “Durante aquel año no podía ni salir a comer sola, ni menos aún con mi familia o amigos. Mi novia, que trabajaba en el mundo de la noche, tenía un horario muy diferente al mío. Pero aunque ella estuviese durmiendo yo tenía que volver inmediatamente desde mi óptica para quedarme a su lado”.
Con el paso del tiempo, la agredida fue adaptando su personalidad y costumbres a los de su maltratadora. Así evitaba las consecuencias de las pocas acciones que realizaba en libertad y abandonó cada vez más su círculo social y familiar.
Violencia vicaria
La abogada Charo Alises es autora de la “Guía rápida para víctimas de violencia intragénero durante la vigencia del estado de alarma”, un manual muy breve publicado por el Ministerio de Igualdad durante el año pasado que recoge los pasos que debe seguir una persona homosexual en situación de maltrato doméstico. Especializada en derecho LGTBI desde hace más de una década, la letrada resalta la importancia de la protección de los menores ya sea como testigos o como perjudicados por las agresiones producidas en el núcleo familiar.
“Una persona que sufre violencia por parte de su pareja de su mismo sexo debe saber que puede solicitar también protección para sus hijos e hijas”. No obstante, personas que como Celia han formado lechos familiares con niños pequeños y adolescentes, a menudo se ven acorraladas por la situación de temor y humillación que viven a diario.
La entrevistada asegura muy conmovida haber sido testigo de las palizas brutales que su pareja le propinaba a su hija biológica, una adolescente de quince años que solía pedirle protección ante tal abuso fisico. “Defendí muchas veces a mi hijastra, pero era muy difícil hacerle frente a mi exnovia. En parte no la abandoné antes porque no quería dejar sola a la joven con su madre”.
A medida que se sucedieron los meses, Celia vio cómo la severidad de los golpes hacia su persona iba en aumento y cómo su el ambiente de crispación de aquel hogar le impedía acoger a sus hijos bajo aquel techo.
Vapuleada y denigrada, la víctima se encontró cada vez más lejos de su familia biológica. “Visitaba a mis niños a menudo, pero eso implicaba ver a mi exmujer. Aquello generaba grandes confrontaciones con mi pareja que quería evitar”. A día de hoy, dice arrepentirse de no haber sabido reaccionar a tiempo.
Un episodio en el hospital con sus hijos ingresados desata en ella un relato ahogado en lágrimas: “Mis hijos se pusieron malos y los llevamos a urgencias”. Celia describe que la decisión más dolorosa la tuvo que tomar en el parking del centro médico. “Esta chica vio a mi ex en el aparcamiento, me dijo que la había mirado mal y que iba a cogerla, arrastrarla de los pelos y matarla”. En un intento de evitar que su pareja cumpliera con su amenaza, se despidió de la madre de sus hijos y dejó a sus “gemelos de cuatro años con el suero, en la habitación”. Una decisión que, a día de hoy le sigue atormentando.
La huída
Sin embargo, la paciencia de Celia tocó techo y suelo en el verano de 2016. Tras varios meses en los que se había planteado quitarse la vida, tomó valor para abandonar su vivienda después de charlar abiertamente con su familia sobre su situación.
Dispuesta a preparar su equipaje y a regresar junto a sus seres queridos, su plan se truncó cuando se halló arrinconada y derribada por su agresora. “Me empezó a pegar más fuerte que nunca. Con la mano abierta, pero con una ira inmensa”. En pleno proceso colérico, su maltratadora dirigió su rabia principalmente hacia su rostro y la tiró al piso para seguir propinándole múltiples patadas. Cuando Celia al fin pudo levantarse se encontró reflejada en un espejo. “Solo vi que mi cara estaba empapada de sangre”.
La agonía estaba lejos de cesar. Su futura expareja no podía asumir terminar con Celia como sí parecía poder asumir el terminar con la vida de Celia. Repleta de furia le pidió a su hija, que estaba presenciando aquel ensañamiento, que trajese un arma blanca para asesinar a su madrastra.
“Tráeme un cuchillo, que esta de aquí no sale”, escuchó Celia mientras veía cómo la adolescente permanecía paralizada. Al percibir su vida en peligro, solo se le ocurrió pedir auxilio por la ventana. Sus gritos desesperados atrajeron a una vecina que le ayudó a abandonar aquel lugar. Ya en la calle, Celia llamó a su cuñada para que la llevase a urgencias. En el Hospital de San Rafael pudo darle a la Policía un parte de lesiones, pero se vio incapaz de denunciar a su agresora.
Vivir para cantarlo
“Hay partes de ese último arranque de ira que no recuerdo, sé que estaba en un estado de ansiedad tal que me oriné durante el trayecto en coche por la M-30”, describe Celia. “A partir de ahí supe que me tenía que poner en manos de profesionales y marcharme lejos de Madrid”, continúa.
Al cabo de unas semanas, Celia se asentó en Barcelona y fue atendida en el refugio del PIAD, especializado en violencia de género. Allí asegura haber sido acogida como una víctima más, aunque sí reconoció que algunas profesionales estaban “perdidas a la hora de orientarla psicológica y legalmente”. El proceso fue duro, especialmente cuando su exnovia la contactó de nuevo y estuvo a punto de atraparla de nuevo. “Desengancharte no es fácil. Ella sabía cuáles eran mis puntos débiles y estuve a punto de volver a caer en sus redes”.
Por suerte, Celia se vio rodeada del afecto de su familia, la cual la ayudó en su proceso de recuperación. Artista y creadora, Celia Sanz compuso una canción sobre su experiencia con la violencia intragénero. Un tema sentido y enérgico en el que expresa el derrumbe emocional que la música y el calor familiar le hicieron volver a reconstruir.
Hoy por hoy, Celia afirma seguir en tratamiento psicológico para la depresión, tratando de ser de nuevo ella misma y recuperando ambiciones y sueños que fueron eclipsados por una pesadilla que en el 2017 se desvaneció para siempre. Con su relato y su música espera inspirar a otras víctimas a las que anima a mostrarse con cara y voz mientras la situación se lo permita. “Sé hasta qué punto puedo ser valiente y ojalá que este testimonio sirva para concienciar”, sentencia.
Los datos
A pesar de que Celia ha sido capaz de mostrar un relato personal sin tabúes, el tema de la violencia intragénero sigue generando temor en las personas LGTBI que la padecen y conflictos o dudas en las instituciones que deberían tratarla. Según un estudio de campo realizado en el año 2016 por diversas instituciones por los derechos del colectivo, más del 70% de los hombres homosexuales reportan haber sufrido algún tipo de maltrato en relaciones con otros varones.
En el caso de las lesbianas, este número equivale a 3 de cada 4 mujeres que han dicho experimentar algún tipo de violencia físico o psicológica por parte de sus parejas femeninas. En palabras del abogado especialista en violencia intragénero y delitos de odio, Manuel Ródenas, “se trata de un problema más común de lo que se piensa, pero existen reparos a la hora de estudiar la violencia entre parejas no heterosexuales, porque algunos piensan que eso implicaría negar la violencia de género”.
Los expertos entrevistados para este reportaje coinciden en señalar que hay que realizar una distinción clara entre violencia intragénero y violencia de género, pues son problemas con raíces distintas. En este sentido, Charo Alises defiende que es necesario que los miembros del colectivo sepan que “pueden pedir ayuda a diversas organizaciones LGTBI y también llamar a los teléfonos de emergencia”.
Con el apoyo de las instituciones, con estudios que arrojen luz sobre este fenómeno y con leyes específicas para proteger a las víctimas es posible abarcar el problema en toda su extensión. Para ello, es necesario arrojar datos transparentes sobre una realidad escondida que debe salir del armario para pasar a formar parte de las estanterías de análisis de datos públicos.