Si en el París de la Belle Époque alguien quería convertirse en un personaje influyente tenía que aparecer en la revista La Revue Blanche y, de rebote, dejarse caer por algunos de los salones de la burguesía adinerada entre los que destacaban el de la rue de Rívoli, el Quai Voltaire o L’Aimée, que eran un excelente escenario para diseminar rumores y chismes para formar la opinión pública que podía llegar a destruir una reputación. Tanto la publicación por excelencia de la intelligentsia como estos lugares de alta alcurnia se movían en torno a la figura de una joven nacida en los dominios del zar Alejandro II de Rusia, bisabuelo de la misteriosa Gran Duquesa Anastasia. Se trataba de Maria Zofia Godebska, que pasaría a los anales de la historia como Misia Sert tras su tercer matrimonio con el pintor catalán Josep Maria Sert.
La mecenas fue la esposa de uno de los fundadores de La Revue Blanche; la confidente de Renoir y Toulouse Lautrec que la inmortalizó en alguna portada; íntima amiga de Jean Cocteau, Stravinsky y Ravel, introdujo a una desconocida Coco Chanel en la esfera del neoimpresionismo y las nuevas vanguardias e impulsó Les Ballets Russes de Diaghilev, para los que Sert realizó los decorados de La leyenda de José (1914) y Los jardines de Aranjuez (1918). Desde que les presentara el crítico y pintor impresionista Jean-Louis Forain en 1908, Misia y Josep Maria supieron que estaban hechos el uno para el otro. En sus memorias, Misia describió aquel primer encuentro: “Pese a que había dejado en el recibidor el sombrero y la capa española, las dos prendas más singulares de su atuendo, vi entrar a un joven de aspecto absolutamente imprevisto, impetuoso y cortés, que no se parecía a nada ni a nadie”.
Mientras ella derrochaba la fortuna y la pensión que le pasaba su segundo marido, el multimillonario Alfred Edwards (fundador de Le Matin), en apoyar a talentos musicales y pictóricos, Sert ornamentaba algunas de las majestuosas residencias francesas como el pabellón de caza de los Rothschild en Chantilly o el salón de música parisino de Winnaretta Singer, princesa de Polignac (linaje de Rainiero III de Mónaco) y una de las herederas de las conocidas máquinas de coser reconvertida en mecenas musical por cuyo hogar pasaron Albéniz, Ravel o Falla. Cuando Misia y Sert se casaron en 1920 su círculo más íntimo se sorprendió de aquella decisión.
Los Sert siguieron vinculados en las artes hasta que cinco años después apareció en sus vidas la escultura Isabelle Roussadana Mdivani, estableciéndose un ménage à trois cuya historia se reflejó en las obras Les monstres sacrés de Cocteau y La Donneuse de Savoir, sin embargo, de cara a la galería la presentaban como si fuera su hija. Pero el corazón no atiende a razones, por lo que Misia facilitó el camino a su marido divorciándose en 1927. No hubo rencores, ni malos rollos, pero los tres siguieron cultivando las relaciones. Al año siguiente hubo boda.
La llegada a Mas Juny
A Roussy se le antojó tener su propio hogar a orilla del Mediterráneo y como regalo de bodas, Sert compró el Mas d’en Cama (Mas Crispí en otros documentos) en la playa de Es Castell en Palamós (Costa Brava) por 85.000 pesetas, una gran fortuna para la época que resultó ser calderilla ya que lo había adquirido con parte de los 150.000 dólares que cobró por diseñar el mobiliario y realizar 15 pinturas para el comedor del Waldorf Astoria de Nueva York, por entonces considerado el más lujoso. Una cifra sin precedentes teniendo en cuenta que se estaba viviendo el Crack del 29. El artista invirtió una notable cantidad de dinero para reformar una masía cuyos registros se remontan a 1482, pero los elementos arquitectónicos más antiguos conservados pertenecían a los siglos XVI y XVII, como la torre de defensa edificada para repeler los ataques de los piratas.
A finales de la era del Jazz, la Costa Brava hacía palidecer al Algarve, la Riviera Italiana y la Costa Azul por la calidad de sus aguas, las calas vírgenes, los frondosos bosques y los pequeños pueblos de pescadores que contribuían a la paz y armonía. De ello se percataron en 1927 Nicolai Woevodsky y Dorothy Webster que empezaron a construirse un castillo rodeado por el jardín botánico más importante del Mare Nostrum conocido internacionalmente como Cap Roig, en Calella de Palafrugell (Bajo Ampurdán, Girona), donde se celebra actualmente el Festival de Música de verano. Apodados ‘los rusos’, por la gran puerta del castillo desfilaron Coco Chanel, Dalí y Gala, Cristóbal Balenciaga e incluso los Sert, sus nuevos vecinos.
A principios de los años treinta, Josep Maria Sert era uno de los artistas más ricos del mundo. Como pintor muralista no tenía parangón. Ahí estaban la decoración de la catedral de Vic, el palacio Maricel de Sitges, el tocador de la reina Victoria Eugenia en el palacio de la Magdalena en San Sebastián, el oratorio del palacio de Liria del XVII duque de Alba (padre de Cayetana), el vestíbulo de entrada al edificio principal del Rockefeller Center de Nueva York, el palacio Errázuriz en Buenos Aires y parte del interior del Palacio de la Sociedad de Naciones en Ginebra. Gran parte de esa fortuna la invirtió en la restauración de la masía encargada a su sobrino, el arquitecto Josep Lluís Sert, que conservó la estructura original, se instalaron baños y otro tipo de comodidades, se adecentaron las caballerizas, se construyeron pequeñas edificaciones para el servio y se cuidó hasta el último detalle las más de 75 hectáreas de terreno con unas vistas al mar en la que los egregios huéspedes tenían la mirada vacía fijada en la eternidad.
Cuando Sert rebautizó el lugar con su nombre original, Mas Juny se fue cristalizando en una vida de placeres donde todo parecía posible. Los más cotillas de los alrededores afirmaban que había orgías, las mujeres se paseaban con los pechos al aire por la casa y el humo del opio obnubilaba la (sin)razón.
Los Sert eran unos anfitriones perfectos. La andrógina belleza de Marlene Dietrich causaba taquicardias entre hombres y mujeres; Coco Chanel deleitaba a los asistentes con sus consejos sobre el glamour; Dalí se derretía en los inicios de su relación con Gala (Elena Ivánovna Diákonovae), que se divorció del poeta Paul Éluard para continuar como musa del surrealismo con el pintor catalán, los políticos Francesc Cambó y Francesc Macià comentaban la situación geopolítica en aquella época de entreguerras y Jean Cocteau concatenaba una narrativa intelectual con otra. Pero sin duda, los personajes que más alimentaron a los ecos de sociedad y las páginas de la prensa rosa fueron los hermanos Mdivani (Nina, Serge, David, Alexis e Isabelle), unos fugitivos de la revolución bolchevique que adoptaron falsamente títulos principescos georgianos para hipnotizar a algunas de las celebridades más notables. Mientras Isabelle estaba locamente enamorada de Sert, su parentela hacía honor a lo que se había publicado: “Son un grupo horrible de mendigos vulgares y codiciosos que no sirven para nada excepto para sacar el dinero a gente con posibles”.
Cuando la maquinaria hollywoodense de la Golden Age convirtió a los intérpretes en príncipes y princesas del celuloide, parte de esa nobleza europea encontró un terreno de caza en Hollywood donde la confusión entre lo real y lo imaginario era una constante. Serge y David se enfrascaron en adular a luminarias, mientras que Alexis se fijó en ricas herederas. David se casó con la actriz Mae Murray (1926-1934) a quien arruinó y posteriormente lo hizo con la heredera del petróleo Virginia Sinclair (1944-1959); Serge de dio el “sí, quiero” a Pola Negri (1927-1931), la primera actriz europea en conquistar la meca del cine, y su tercera esposa fue su antigua cuñada Louise Astor Van Alen (1936-1936), miembro de la multimillonaria familia Astor que previamente se había casado Alexis (1931-1932) que no tardó en decir volver a pasar por el altar para unirse a la mujer más rica del mundo del momento, Barbara Hutton (1933-1935), a quien le fue infiel con Maud von Thyssen, segunda esposa de Heinrich Thyssen, I barón Thyssen Bornemisza y, por tanto, madrastra de Heini (se llevaban pocos años), que se asaría con Tita Cervera.
En el recinto de Mas Juny la pareja tenía su propio nidito de amor llamado Mas Ponki. El eco de sus gritos de placer se escuchaba hasta en la arena de la playa, pero no importaba. Lo que ocurría en Mas Juny se quedaba en Mas Juny. O eso creían. Alexis era el hermano favorito de Roussy, por eso le protegía ante cualquier imprevisto. Pero hubo algo que no pudo controlar.
Trágico final
Una llamada telefónica avisó a Maud de que su marido llegaría a París antes de lo previsto y entró en pánico. Su amante la tranquilizó. Alexis cogió el Rolls Royce Phantom II Continental que le entregó Barbara Hutton como parte del acuerdo de divorcio y pisó el acelerador para llegar a tiempo a la estación de Flaçà desde donde departía el tren a Port Bou y desde allí enlazaba con el expreso de Parías. Pero no lo consiguieron. Nuevamente, Alexis corrió como un demonio por una carretera llena de curvas hasta que a la altura de Albons se escuchó una explosión tan grande que medio pueblo atónito se dirigió al lugar. Era el 1 de agosto de 1935.
El lujoso coche se había salido de la carretera, estaba destrozado, la mujer gemía por intensos dolores y el hombre había fallecido degollado por la luna delantera del auto. “¿Quiénes son?”, exclamaban varias voces a la vez y, al unísono, prácticamente dijeron lo mismo: “Deben venir de Mas Juny”. El Rolls Royce era una pista inequívoca. Maud fue trasladada a la clínica gerundense del doctor Coll y a Alexis le llevaron en un carro lleno de paja tirado por un burro al cementerio de Albons en cuyo trayecto una desconsolada Roussy abrazaba a su hermano con la esperanza de que aún respirase. Las mieles con Dalí se habían tornado en hieles ya que el artista se encargó de firmar los certificados de la defunción y la autopsia. La prensa americana trivializó el suceso: “Mientras el príncipe hacía el amor con Maud, von Thyssen hacía cañones para Hitler”. Luis Buñuel, que había propiciado el encuentro entre Gala y el pintor años atrás, escribió en sus memorias Mi último suspiro que “la muerte de un príncipe era para él una auténtica muerte. No tenía nada que ver con un vagón lleno de cadáveres de obreros”. Ante semejante afirmación, el escritor Josep Pla, otro de los asiduos a las cenas en Mas Juny, resaltó que Sert no tenía química con las clases sociales inferiores como tampoco le gustaban las casitas de pescadores del siglo XVI porque las consideraba un atentado a su privacidad.
Tal y como reflejó Carme Vinyoles en Elpuntavui.cat, Sert confesó a la dueña del hotel Trías que “se ensartan por las paredes espiándonos como si fueran salvajes”. María echó mano del sentido común y le dio un consejo: “En lugar de enfadaros, por qué no vas a hablar con los pescadores y les dices que pones tu teléfono a su disposición para cualquier necesidad que tengan en el futuro”. En poco tiempo, la noticia de la muerte de estos miembros de la jet set internacional ya rulaba por todos los países. El titular era escandaloso: “Un príncipe con zapatos blancos y una baronesa sin bragas”. Y sin joyas. Porque alguien abrió el joyero de piel de cocodrilo llevándose un aderezo de esmeraldas que perteneció a la zarina, siete brazaletes de oro y diamantes, cuatro perlas negras y una especie de amuleto consistente en una sardina seca que Rasputín le había entregado al zarevich. No en vano, la madre de los Mdivani había sido confidente del monje y su marido había servido para el zar Nicolás II. Ciertas voces de la zona disiparon ciertos rumores que aseguraban que, de repente, varias personas empezaron a comprar tierras.
El barón Thyssen terminó divorciándose y Roussy estaba tan corroída por el dolor, la pena, las drogas y la tuberculosis que nunca más quiso saber nada de Mas Juny ni de la Costa Brava, exiliándose a Suiza donde murió en 1938 a los 32 años. Ante tal panorama desolador, Sert decidió vender dos años más tarde Mas Juny a los hermanos Puig Palau (Jorge, Isabel y Alberto) por un millón de pesetas. Eran los herederos de una de las grandes fortunas textiles. El más famoso fue Alberto Puig Palau, a quien Joan Manuel Serrat le escribió la canción ‘Tío Alberto’ (1971), como así le denominaban los gitanos en señal de respeto. Sert murió en 1945 a los 75 años.
Alberto Puig era todo un 'playboy'. En Hollywood mantuvo una relación con una belleza sin parangón, Dolores del Río (ex mujer de Cedric Gibbons, diseñador del Oscar), que llamaba dulcemente a su amado “el chico de la sonrisa del millón de dólares”. Mientras Mas Juny fue su propiedad encargó que le edificaran un palacio de estilo italiano que denominó Mas Castell y para cuya inauguración montó un tablao flamenco con Pastora Imperio y una corrida de toros. También construyó la Barraca d’en Dalí para su buen amigo. Un pequeño taller al que el genio de Figueres le dio el toque surrealista con una puerta inclina. Que se sepa, nunca llegó a materializar ninguna obra. Guapo, divertido, inteligente, seductor, aventurero y amante de las artes, los contactos en Los Ángeles de Puig Palau motivaron que la Costa Brava se convirtiera en un gran set de rodaje que empezó con Pandora y el holandés errante (1950) con Ava Gardner, James Mason y Mario Cabré, amante de la diva por quien Frank Sinatra llegó a montar más de una escena melodramática.
En la intimidad de su hogar no había tiempo para el aburrimiento. Un día te podías encontrar a Walt Disney y otros a Lola Flores, Manolete, Carmen Amaya, Luis Escobar e incluso a Grace Kelly y Rainiero III de Mónaco, que hicieron una parada en su luna de miel en 1956, o Tita Cervera y su primer marido, Lex Barker. Como gran amante de los gitanos y el flamenco, le dio una oportunidad a La Chunga, que con su baile a pie descubierto y su embrujador movimiento de manos conquistaba a los invitados, especialmente, a Pastora Imperio, que se la llevó a sus tablaos (La Pañoleta) de Palamós y Madrid hasta convertirse en un objeto de deseo de Picasso. Sus cuadros de gitanillas captaron la atención del genio malagueño que le dijo que “pintas muy naif”.
Las modas iban cambiando y en los sesenta surgió la Gauche Divine, un grupo rebelde y antifranquista en el que Puig Palau hacía de las suyas con Jacinto Esteva, Jorge Herralde, Teresa Gimpera, Oriol Bohigas o Ricardo Bofill. Pero en 1968 llegó el fin de una era. El dinero se estaba acabando y la industria textil estaba en crisis por la deslocalización y los avances tecnológicos. Pero Puig Palau siempre fue un señor. Vendió Mas Castell y pagó lo que les correspondía a sus trabajadores. El sueño se había finiquitado.