España no es un país de consensos. Hasta las mayores nimiedades infunden debates acalorados que parecen no llegar a ninguna parte, desde si la tortilla de patata lleva o no cebolla hasta si Xavi era mejor que Iniesta o al revés. Imagínense con los temas importantes. Pero, sea como sea, importa poco, y si en algo coinciden todos es en el sistema educativo: primero, en que es nefasto, y segundo, en que todo aquel que llega al poder quiere cambiarlo.
Cada cual tiene sus fórmulas, pero parece que ninguna ha funcionado del todo en los últimos años. Las calificaciones en el último informe PISA son pésimas, con la peor nota en matemáticas en los últimos 12 años, y la segregación y abandono escolares están entre los peores de la Unión Europea. La situación económica, por si fuera poco, separa todavía más, y un hijo de familia pobre tiene cuatro veces más probabilidades de repetir curso que uno con padres ricos. En la universidad: “sobrecualificación” para el alumno y precariedad para el profesorado.
Con este retrato colgado en la pared, parece que las prioridades son otras. Al menos, así lo parece, y así lo creen muchos de los actores sociales que, durante el último año, se han levantado contra la última reforma educativa, conocida como LOMLOE o Ley Celaá, la octava desde 1980. Sus planteamientos, entre ellos impregnar de un barniz de género y emocionalidad a las asignaturas o el “ataque” a la concertada -en palabras de sus detractores-, ha puesto en pie de guerra a asociaciones de padres y profesores.
Aunque todavía no ha entrado en vigor por completo, el paquete de medidas ya va tomando forma en el ordenamiento legal, y algunas comunidades están empezando a aplicarla -discretamente- antes del curso 2022/23. Se trata, a todas luces, del pistoletazo de salida de una carrera que se espera larga, cansada y accidentada para la nueva ministra de Educación, Pilar Alegría, encargada de llevar a efecto la ley de su predecesora.
Los trabajos, de momento, se centran solo en la enseñanza Primaria, pero no tardará en llegar al resto en forma de nuevas perspectivas y asignaturas, como la nueva de Valores que arrancará en Secundaria. Queda pendiente la negociación con las comunidades. Si la oposición a la Educación para la Ciudadanía de Zapatero (2006) les pareció dura, esperen a su reprise en los siguientes otoños.
Contra la concertada
En general, la reclamación es sencilla: “Libertad de enseñanza y la pluralidad”. Asociaciones de padres, profesores y centros educativos de la concertada llevan un año levantándose contra una ley que, dicen, vulnera la libertad de creación de colegios "al limitar la posibilidad de apertura de nuevos centros con ideario propio y, con ello, el pluralismo en el sistema educativo". Además, elimina la "demanda social" para abrir nuevos centros o aumentar plazas en una opción en la que estudia el 27% del alumnado.
Los primeros trazos de la norma se han encontrado con la oposición férrea de las familias de la Concapa y de la Cofapa, los profesores de FSIE, CSIF y FEUSO y las patronales Escuelas Católicas y Cece, entre otras, aunque ha recibido el apoyo de UGT y CCOO. Si se les pregunta a ellos, el principal problema está claro: “Van contra la concertada”.
Son las palabras de Pedro José Caballero, presidente de Concapa, en conversación telefónica con EL ESPAÑOL. A sus ojos, las familias viven con incertidumbre los inicios de un curso diferente, a medio camino entre dos leyes educativas, dos ministras al cargo y las postrimerías de una pandemia mundial con sus ecos en educación.
“Nunca hemos pedido demasiado: sólo que las medidas se consensúen con la comunidad educativa. Hasta ahora el Gobierno no ha contado con nosotros, y evidentemente no estamos a gusto”, señala. “Queremos que las familias tengan libertad para elegir la educación de sus hijos. Por lo pronto, están haciendo desaparecer esa libertad y la asistencia de la demanda social“.
Esto de la “demanda social”, a grandes rasgos, es el derecho de los padres a elegir la enseñanza concertada -sostenida con fondos públicos- para sus hijos, así como la obligación de las administraciones de ofertar tantas plazas como peticiones hubiera. La ministra Isabel Celaá, por contra, eliminó varios artículos de la LOMCE -la ley actual- para prohibir expresamente el pago de cuotas a los colegios concertados a través de fundaciones o de las extraescolares y dejar de cederles suelo público. La normativa ya está en vigor, por lo que las asociaciones se encuentran en manos de las comunidades autónomas para las renovaciones de conciertos.
“Dependemos de ellas totalmente. España es un país con una realidad social plural y por tanto la educación tiene que dar respuesta a esa pluralidad”, indica Begoña Ladrón de Guevara, presidenta de la Confederación de Padres y Alumnos (Cofapa), a este diario. Sus reivindicaciones, en este caso, coinciden con las de su homónimo de Concapa, pero es optimista con las primeras señas de la nueva ministra: “Por lo menos, parece más dialogante”.
Español: lengua vehicular
El pasado mes de diciembre, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña ordenó a todos los centros escolares catalanes incluir un mínimo de 25% de clases en español (además de Lengua Castellana). El Gobierno, por su parte, optó por no pedir su ejecución provisional; esto es, esperar a que el proceso judicial concluya para aplicarla. La pregunta es: ¿qué hará cuando llegue el fallo del Supremo?
En paralelo, la recién aprobada Ley Celaá tampoco ha dejado indemne el tema de la lengua. Negociada con Esquerra Republicana, el borrador accedió a sustituir la expresión “lengua vehicular” de la anterior norma a “recibir enseñanzas” en castellano, una fórmula mucho más ambigua que permite blindar la inmersión lingüística. Según el Gobierno, la política lingüística en las escuelas españolas "no es competencia del Estado”.
No es así como opina José María Méndez, secretario de acción sindical de FSIE Madrid. El profesor cree que, además de los problemas de la libre elección de centro, un segundo fallo que está pasando desapercibido en la reforma educativa se refiere al tema del español como lengua vehicular. “Es contradictorio con la propia Constitución, sin ir más lejos”.
“No se trata de impedir que se estudien otras lenguas, ni mucho menos. Creemos que las lenguas cooficiales le dan todavía más riqueza a este país, pero oprimir a la lengua oficial de España, que está en la Constitución, es un error enorme”, precisa. “Evidentemente hay más, como los cierres de los centros de educación especial para meter a los niños en colegios ordinarios. Sea como sea, el gran fallo es que no se está contando con la comunidad educativa ni con los padres, que al final son los que tienen que elegir”.
En la respuesta del Gobierno a la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo, interesada por el asunto, el Ministerio de Educación sostiene que el Estado garantiza los derechos lingüísticos de la ciudadanía, pero su "intervención está regulada constitucionalmente”. “Si considera que este equilibrio entre castellano y lengua cooficial está siendo vulnerado, sólo los tribunales de justicia son competentes para determinarlo".
El modelo Castells
Claro que Educación no ha sido el único ministerio en levantar la polémica con el nuevo curso. Otros que volverán a unas aulas distintas serán los universitarios, cada vez más cercanos a la reforma gubernamental acuñada con el nombre del ministro. Cosa de la costumbre, la conocida como ley Castells pretende aunar dos grandes proyectos para renovar la educación superior, paralizada desde 2007: la reforma del las condiciones formativas y su currículum (itinerarios, titulaciones, creación de centros, etc) y la situación del profesorado.
No obstante, su anteproyecto ha despertado roces con la comunidad por, entre otros, eliminar el componente memorístico en pos de otras competencias, interpretando que la información ya se puede encontrar en internet. Otras medidas incluyen crear tres niveles de progresión para los profesores y eliminar la firma del rey para la expedición de títulos.
Así, la Central Sindical Independiente y de Funcionarios (CSIF) ha expresado su temor a que la futura Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU), su nombre oficial, "no incluya medidas contra la precariedad de las plantillas, a pesar de que más de la mitad de las universidades españolas superan el 40% de temporalidad en el empleo". En paralelo, Castells propone la creación de "unidades de igualdad", unos organismos que pretenden promocionar el acceso de mujeres entre el personal docente e investigador funcionario pero que estarán coordinadas por cada universidad (es decir, que tendrán diferentes requisitos cada una de ellas).
No obstante, la mayor preocupación laboral de los profesores se basa en las condiciones y salarios de los claustros. Que estas condiciones laborales se enmarquen dentro de esta ley es algo que los sindicatos han visto mal desde un primer momento, ya que tendrá que ser el Congreso de los Diputados el que decida aprobar o no las nuevas medidas, como las contrataciones. De salir adelante, se equipararían los ingresos de laborales y los funcionarios, además de eliminar la parcialidad y las remuneraciones por experiencia.
Castells, por su parte, quiere ir un paso más allá en las contrataciones y trasponer el modelo catalán a toda España. Es decir, que las anequitas -organismos reguladores autonómicos como el de Cataluña, que no existen en todas las CCAA- tengan potestad de evaluar futuros docentes, lo que se ha venido a denominar "catedráticos contratados". Esto tampoco gusta, y los propios sindicatos ya denunciaron a EL ESPAÑOL que esta reforma lo que hacía era eliminar el papel que el Estado tiene en la gestión universitaria y da más poder a los gobiernos autonómicos.
Menos universidades
Otra de las grandes novedades de la futura ley Castells incluye, además, un documento de carácter retroactivo por el que se exigen unos criterios mínimos para que un centro educativo sea una universidad. La idea, explica el ministro, es garantizar “la calidad” de las instituciones de enseñanza, por lo que a efectos prácticos eliminará una de cada tres universidades privadas.
Entre los nuevos requisitos, los centros deberán disponer de una oferta académica mínima de 10 títulos oficiales de grado, seis títulos oficiales de máster y dos programas oficiales de doctorado, y deberán estar representadas en titulaciones al menos tres de las cinco ramas de conocimiento (Artes y Humanidades, Ciencias, Ciencias de la Salud, Ciencias Sociales y Jurídicas e Ingeniería y Arquitectura). Si no, uno de cada tres centros privados desapareciera dejarán de ser considerados universidades. En el caso de los concertados, uno de cada cuatro.
La propia Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) tachó estos requisitos de excesivos hace apenas un mes. En un informe del mes de julio, la CNMC afirmaba que la necesidad de ofrecer titulaciones en al menos tres de las cinco ramas de conocimiento "no está vinculada con una mayor calidad del servicio universitario".
"Tampoco la limitación del peso de los títulos de grado y de la formación permanente. Estos requisitos pueden reducir la capacidad de especialización de los centros universitarios y su capacidad de aprovechamiento de economías de escala en determinados casos", concretaba el organismo.
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