El viento gélido agita las numerosas carpas de comida y bebida gratuita en la zona de aparcamiento del ya popularmente conocido como el centro de refugiados Tesco, situado a las afueras de Przemysl, Polonia. Es un centro comercial reconvertido en campo de acogida, uno de los más grandes de la región sur. En autobús, convoyes organizados o incluso a pie, cada día llegan más de 5.000 personas. Se encuentra a caballo entre la ciudad que alberga la estación de tren donde llegan buena parte de los refugiados ucranianos y Medyka, unos de los puntos fronterizos más concurridos desde que estalló el conflicto.
La entrada del centro es un ir y venir perfectamente organizado de autobuses, autocaravanas, vehículos privados y hasta ambulancias que actúan como lanzaderas hacia otras ciudades del interior de Polonia y del resto de Europa. Esta increíble organización empezó a fraguarse nada más y nada menos que gracias a un voluntario británico de origen danés que llegó a la zona de aparcamiento tras conducir durante más de 2.000 kilómetros. Fue el pasado 26 de febrero. Por entonces, explica a EL ESPAÑOL, no había nada más que “un par de voluntarias polacas con chalecos reflectantes que imploraban ayuda para afrontar la ola migratoria sin precedentes que acabaría por llegar”.
Su nombre es Jan Peters (el apellido es falso a petición propia) y cuando empezó la invasión rusa decidió conducir hasta la frontera desde su casa, en Brighton, con su autocaravana. Ingeniero informático de formación, lo dejó todo años atrás después de sufrir una fuerte crisis de ansiedad: “Llegué a ganar muchísimo dinero, pero me di cuenta de que aquello no me proporcionaba la felicidad que había estado buscando”.
Completamente solo y con apenas un par de multiplicadores de enchufes y alguna que otra batería portátil, se plantó en el Centrum Handlowe Tesco -centro comercial en polaco- con la necesidad de prestar ayuda a todos los ucranianos que, huyendo del conflicto, iban a cruzar en masa hasta la Unión Europea. “Nada más llegar, sin parar a descansar, me encontré con un par de chicas al lado de una pequeña carpa de emergencias. Les dije: no llevo nada encima, pero tanto yo como mi vehículo están a vuestra plena disposición para ayudar en todo lo que sea necesario. Decidme qué tengo que hacer”, explica el voluntario.
Lo primero que hizo fue llevar alimentos y productos de primera necesidad a una escuela cercana que se habilitó para recibir a los primeros refugiados. Una vez realizado el transporte, volvió al centro comercial y se instaló con su autocaravana justo enfrente para pasar la noche. No fue hasta la mañana siguiente cuando empezaron a llegar los primeros autobuses de forma recurrente. “Me levanté y vi a varios grupos de personas al otro lado del aparcamiento. Abrí las puertas de mi furgoneta, extendí el toldo y empecé a ofrecerles enchufes para cargar los teléfonos y la poca comida que tenía”.
Con apenas un par de mantas y una gran rafia de plástico, que servía de alfombra, Jan seguía dando el cobijo que podía a la cada vez mayor cantidad de personas que se acercaban hasta allí. “Nunca olvidaré la cara de una de las primeras chicas que llegaron. Tenía una expresión totalmente desencajada, no hablaba. Se puso de rodillas enfrente de mi furgoneta, con la mirada perdida. Le preparé un té caliente y, poco a poco, empezó a reaccionar”, explica Jan con la voz entrecortada. “Llevaba caminando más de 50 kilómetros completamente sola y no sabía nada de su marido y de su hijo”.
A medida que pasaban los días, cada vez llegaban más personas procedentes del paso fronterizo. Empezaron a instalarse en el interior del centro comercial, acurrucados como podían cerca de la entrada. Al mismo tiempo, también aumentaba la cantidad de voluntarios que llegaban. “Los primeros fueron los polacos que vivían cerca, evidentemente. Un día llegaron un par de chicos y se instalaron justo a mi lado. Traían sopa en una olla inmensa y una pequeña resistencia de fuego. La empezaron a calentar y a repartir en platos de plástico”.
Baterías portátiles
Uno de los primeros proyectos que instauró fue el de repartir baterías portátiles. Muchos de los que llegan lo hacen sin el teléfono operativo después de tantos días viajando a la intemperie, y lo primero que piden es poder cargar sus dispositivos móviles. Tesco, la empresa propietaria del edificio, cedió a Jan una pequeña sala donde poder enchufar varias baterías durante todo el día y poder repartirlas entre los que llegaban. “Les dejaba los dispositivos con el compromiso de que me los devolvieran. De este modo, empecé a crear relaciones de confianza mútua. Es muy importante entablar una relación de proximidad con alguien que lleva tanto dolor encima”.
Desde hace varios días, el centro comercial ha dejado de funcionar y sirve exclusivamente como refugio temporal para todos aquellos que no tienen un transporte inmediato cuando llegan. En el aparcamiento, además, cada vez hay más autobuses con destino a capitales europeas.
“Al principio llegaban, como mucho, uno o dos autobuses al día en dirección a Varsovia y Cracovia. Ahora, por fin, las empresas han entendido que lo que más necesitamos son medios de transporte, y ya hay entre ocho y nueve líneas diarias hacia ciudades como Ámsterdam, Berlín, París o Milán, entre otras”, relata Sebastien, un voluntario de origen belga que lleva más de una semana en la zona de Przemysl.
De fuerte creencia religiosa, Jan es un convencido practicante del protestantismo. Siempre intenta dedicar unas horas durante la mañana a atender a misa. Lo hace a través de Skype, en conexión con Inglaterra, encerrado en su autocaravana en una pausa diaria sagrada durante la que nadie se atreve a molestarlo. Cuando se le pregunta el porqué vino hasta aquí, alza su mano derecha, en la que lleva una pulsera con una cruz cristiana y dice: “Por compasión. Todos los que llegan son mis hermanos y hermanas. ¿Qué otra cosa podría hacer ante una situación así?”.
No tenía ningún contacto ni organización conocida en la zona antes de llegar. Enseña, todavía asombrado, la fuerte transformación del lugar en apenas unos días a través de las fotos que ha ido tomando con su teléfono móvil. “Aquí lo más importante es tratar a los niños con calidez y amor. Enseñarles que lo que han visto en su país no es el mundo que les espera. Nuestra obligación es recibirlos con un abrazo para que sientan que, de ahora en adelante, todo va a ir a mejor”.
Regreso a la frontera
Ahora se encuentra de vuelta al Reino Unido para poder recuperarse de un fuerte resfriado contraído por culpa de las largas noches sin calefacción a temperaturas bajo cero que ha pasado delante del centro comercial. Su objetivo es volver con un plan de ayuda más estructurado y pensado para ofrecer soluciones a los que todavía no han conseguido cruzar la frontera. La mayoría de los ucranianos que cruzan tienen contratos con compañías telefónicas de su país, lo que no les permite tener acceso a Internet en la Unión Europea y poder comunicarse con aquellos que les esperan.
“La idea es instalar distintos puntos de acceso a internet en, como mínimo, tres puntos fronterizos distintos. El objetivo es que todos aquellos que se encuentran a la espera de cruzar, un periodo que se puede alargar durante horas e incluso días, puedan conectarse a internet para avisar a los familiares y amigos que están al otro lado de que se encuentran bien. También intentaremos proporcionarles, en mano, baterías portátiles y tarjetas SIM mientras esperan”, concluye Jan