Feijóo, el "niño listo" de Os Peares que Saturnino y Sira mandaron a estudiar a León para prosperar
El pueblo de Os Peares (Ourense) vio crecer a un joven que quería ser juez, pero que aparcó su carrera para llevar dinero rápido a casa. Así entró en política.
2 abril, 2022 03:09Noticias relacionadas
Os Peares es, quizás, el lugar más complejo de Galicia. También es la esencia misma de la comunidad, donde el río Sil entrega el agua a la fama del Miño y donde los depende toman la forma de un pueblo dividido entre siete aldeas, cuatro concellos y dos provincias. Si queda algún niño entre sus cerca de 100 habitantes, cosa poco probable, tendrá que aprender a moverse entre administraciones: vivir en un ayuntamiento, ir a la escuela en otro, comprar el pan en un tercero e ir a misa los domingos en el cuarto. Raro es que de ahí sólo haya salido un presidente de la Xunta.
En el año 2005 el PP gallego ganó las elecciones pero no consiguió mayoría absoluta. Eso, en Galicia, siempre es sinónimo de perder el Gobierno, y entre los delfines llamados a suceder a Manuel Fraga aparecieron caras nuevas, cuchillos viejos y ahí, al fondo de todo, un tipo con el pelo hacia atrás que no se sabía muy bien qué pintaba en la foto. Resulta que se quitó la gomina, se sacudió la imagen de urbanita y heredó el puesto del eterno presidente. Sus primeras palabras todavía resuenan en Santiago de Compostela como una declaración de intenciones: “Soy un niño de Os Peares”.
La historia política de Alberto Núñez (Ourense, 1961), como se le conocía entonces, había arrancado casi veinte años antes entre despachos y papeles, con el pantalón hasta el ombligo y embutido en un traje de funcionario de la administración. Un hombre sencillo, aburrido, sin estridencias ideológicas ni grandes aspiraciones. La de Feijóo, en cambio, empezó ese día. Desde entonces lleva cuatro mayorías absolutas y se ha convertido en presidente nacional del PP.
Alberto, o neno dos Peares
El primer Feijóo, el niño que rodaba su bicicleta por cada rincón de Os Peares, tiene poco que ver con los dos anteriores. Desde que nació, sus vecinos le recuerdan sólo como Alberto, sin apellidos, un chaval “listo, listísimo, muy responsable”, con callos en los codos, el pelo atazonado y pantalones cortos. Su padre, Saturnino, controlaba y pasaba lista a los obreros que construían la carretera y los embalses del río Sil. Su madre, Sira, ayudaba a la abuela Eladia en la tienda, al pie del caserón en el que vivían junto a otras tres familias, y al abuelo Manolo en la panadería. Mientras tanto, el niño estudiaba, salía a dar una vuelta y volvía sobre sus libros.
Según ha relatado en alguna ocasión, de niño solía ayudar en la tienda de la abuela, que hacía las veces de ultramarinos y otras de estanco -todavía mantiene el letrero de “Tabacalera SA”-. Allí, dice, aprendió el gallego, a llevar las cuentas de la empresa y entendió que las fronteras administrativas no existen en el día a día, cosa de vivir en el pueblo más indeterminado de Galicia. El lugar en el que naces marca tu futuro. Con el tiempo, el niño se hará famoso por fusionar más municipios que ningún presidente antes que él.
Con todo, sus padres vieron que su futuro estaba fuera de Os Peares, e hicieron un gran esfuerzo para la economía familiar. De los 14 a los 17 años le mandaron interno al colegio de los Hermanos Maristas Champagnat de León. Nada más graduarse, el niño de Os Peares no tuvo tiempo ni de deshacer la maleta y marchó de nuevo, esta vez a Santiago de Compostela, para estudiar Derecho.
El juez que no fue
Si Saturnino -su padre- no se hubiese quedado en paro, Alberto no sería hoy presidente del PP. En realidad, su aspiración era llegar a juez, pero cuando en casa empezó a faltar dinero tuvo que aparcar la carrera judicial y ponerse a traballar. En 1984, con 23 años, preparó en dos meses las oposiciones a la Xunta y quedó segundo de su promoción. El primero fue un excompañero y amigo de la carrera, Carlos Negreira, que tenía fama de ser más listo pero menos aplicado. Por aquella Facultad de Derecho también compartió aula con otro peso pesado de la política, el exministro socialista José Blanco, que abandonó la universidad para dedicarse al partido.
A Alberto, al contrario que a sus dos compañeros, no le interesaba la política, mucho menos la ideología, y frecuentaba más la iglesia que la sede de cualquier partido. Le preocupaba sacar buenas notas, ayudar a su familia y no perder el tiempo en tonterías. Tanto es así que, dos años antes de entrar en la Xunta, el hombre que este sábado se ha hecho con las riendas del PP había votado al PSOE de Felipe González.
De Alberto a Núñez
Alberto Núñez, el político, nació en 1991. Llevaba varios años con un perfil funcionarial, encasillado en su despacho y con pocos amigos en los pasillos. Se fijó en él el entonces conselleiro de Agricultura de la Xunta, José Manuel Romay Beccaría, que se había quedado sin secretario general de la Consellería. No lo conocía de nada, pero hizo una encuesta rápida entre el cuerpo de letrados y todos le comentaron que el que más valía era un tal Alberto, de 29 años. Un día lo llamó al despacho y, a los veinte minutos, por la misma puerta salió Núñez.
Se puede tomar a Romay Beccaría como su mentor político, el padrino y el valedor de ese primer proyecto de político salido de la Administración. Desde su púlpito como hombre de confianza de Fraga, el veterano popular lo moldeó para convertirlo en su brazo derecho en la Xunta, primero como secretario general de la Consellería de Agricultura y luego como presidente del Sergas, el servicio gallego de salud. Su perfil era técnico, de gestor, hasta el punto de que Alberto Núñez no estaba ni siquiera afiliado al PP. “No tengo ni carnet de conducir”, solía decir.
Aún sin carnet, el aval de Romay Beccaría le sirvió de carta de presentación dentro del partido. En 1996, cuando el primer Gobierno de Aznar lo nombró ministro de Sanidad, contó con su alumno aventajado para emprender la aventura madrileña como director del desaparecido Insalud. En la segunda legislatura, cuatro años después, le tomó el testigo Álvarez-Cascos, que fichó a Alberto Núñez para presidir Correos y modernizar la entidad corporativa. Entonces, ya sí, entró a militar al PP.
Candidato por casualidad
Eran los años de los populares intocables, Fraga en Galicia y Aznar en Moncloa, pero el relevo estaba próximo. La marea negra del Prestige a finales de 2002 acabó hundiendo al sucesor natural de Fraga, Xosé Cuiña, y trayendo de Madrid a Alberto Núñez, “el técnico”, de vuelta a las costas de la política gallega. El intermediario fue el vicepresidente del Gobierno, Mariano Rajoy, que vio en el niño de Os Peares un posible aliado. Esperanza Aguirre lo quiso fichar como Consejero de Sanidad, pero dijo que no. Que el futuro estaba en Galicia.
Este nuevo Feijóo, el candidato, emergió en una situación parecida a la actual, con un PP en guerra civil, un líder regional -Cuiña- acusado de beneficiar a su familia en medio de una crisis -la del Prestige-. Y paciencia, mucha paciencia, para los que estaban esperando su oportunidad. Entonces le valió para volver a Galicia como conselleiro y luego como vicepresidente. Tras la derrota de Fraga en 2005, los fratricidios dejaron como única opción de consenso al funcionario que no tenía grandes aliados en la política gallega, pero tampoco grandes enemigos. En la foto de despedida, casi nadie sabía de su existencia. Llevaba sólo tres años afiliado.
Ni boinas ni birretes
Como opositor al bipartito del PSOE y el BNG, Alberto Núñez fue un portavoz férreo, poco que ver con su imagen actual. Se alineó con los ruidosos grupos opuestos a la enseñanza en gallego, arrojó a los socialistas las muertes de los incendios forestales y abanderó protestas de invasión al Parlamento Gallego que ya le hubieran gustado al primer Podemos. No era tibio, ni gris, ni hermético. Se repeinaba hacia atrás y señalaba con verbos fieros y titulares incendiarios, pero luego explicaba la economía desde su fachada de funcionario seguro. Era el nacimiento de un candidato.
En aquella época, no hay que olvidarlo, tanto Romay Beccaría como Rajoy eran los máximos representantes del sector urbano del PP gallego, los que en el partido llaman “los del birrete”, más conservadores que liberales. Estaban enfrentados, de puertas adentro, con la fación de la Galicia caciquil, galleguista y populista que encarnaban “los de la boina”, adversarios de la dirección nacional. Feijóo era heredero de los primeros -daba igual dónde hubiera nacido-, y arrastraba fama de estirado. Mala combinación para ganarse ao pobo galego.
La política de Fraga se basaba en conjugar ambos mundos, el de la boina y el birrete, pero el de Os Peares flaqueaba entre los dos. Tras una encuesta entre los alcaldes del PP, concluyó que tenía que cambiar de imagen. En la precampaña, el candidato que de niño se lavaba en una palangana se cortó el pelo y abandonó la gomina para no volver jamás. Huyó del estereotipo pijo y urbanita, empezó a usar el castellano indistintamente que el gallego y se puso el traje de gestor, sin boinas ni birretes. Fraga dijo de él que su único defecto era estar soltero, así que antes de las elecciones se casó con Eva Cárdenas, ejecutiva de Inditex y madre de su único hijo.
En contra de todas las encuestas y analistas, funcionó. Arrolló con mayoría absoluta para sorpresa de él mismo, de sus asesores y de sus rivales. El único que no se alteró fue Saturnino, su padre, el primero al que llamó cuando supo la noticia. “Gané”, le dijo emocionado. “El Deportivo también”, cuenta que le contestó. Algunas victorias sorprenden más que otras.
El nacimiento de Feijóo
Si por algo se ha caracterizado -ahora sí- Feijóo es por dos cosas: coleccionar mayorías absolutas en Galicia y jubilar a cronistas que auguraban su caída. Su resumen presidencial, que abarca desde los peores años de la crisis hasta las últimas semanas, es tan gris como su faceta de tecnócrata: políticas de austeridad cuando tocaban, rebajas de impuestos prudentes -nunca se sumó a las alegrías de sus compañeros madrileños- y un carácter continuista con sus predecesores y consigo mismo.
En cuatro ocasiones, las mismas que Fraga, Feijóo se ha alzado con el Gobierno de la Xunta de Galicia. Es presidente intocable desde 2009, siempre en solitario y bajo una fórmula propia: alérgica a los grandes discursos ideológicos -ahora les llaman “batallas culturales”- y más amiga de la gestión. Institucional, pragmática, tecnócrata, aburrida. Si algo pudo manchar su trayectoria fueron las fotos de los años 90 con el narcotraficante Marcial Dorado. No hicieron mella en su tirón electoral, pero sí en su currículo.
Ni siquiera Rajoy, por acción o por omisión, consiguió sacarlo de allí cuando le tentó con volver a Madrid como su número 2. “No quise ser ministro”, dijo, “ni vicepresidente del PP”. “Quiero ser presidente de Galicia”. Nin marcho nin teño que marchar.
Quizá por eso sorprendió tanto aquel 18 de junio de 2018, cuando todas las miradas se fijaron en él para suceder al presidente saliente. Ese día llegó a Santiago con dos discursos preparados, uno con el sí y otro con el no. Nadie sabía con cuál se quedaría, ni siquiera sus asesores. “Depende”, les respondía, personificando ese tópico terruño que durante tantos años ha impregnado su ADN político y que ha perseguido como un mal sueño a tantos periodistas no-gallegos que padecen sus frases de ida y vuelta. En el último momento, cuando todas las portadas estaban preparadas para anunciar al nuevo candidato, se decidió por el segundo. Hubo dos motivos: uno personal y otro político.
El primero se debió a un pacto con su esposa, Eva, con la que tenía un hijo desde hacía menos de un año. El segundo, muy extendido entre distintos cargos del PP de Galicia, es que esperaba un guiño o una invitación de Rajoy que nunca llegó. Sin el respaldo del líder saliente, decidió esperar mientras veía cómo Soraya Sáenz de Santamaría se atribuía el beneplácito del expresidente. Él, a lo suyo, volvió a ganar en Galicia.
Deberes u obligaciones
Esta vez no ha podido librarse de los focos, esquivar a los cronistas jubilados ni rehuir a la gallega, mirando hacia otro lado desde el descansillo, sin subir ni bajar. La guerra fratricida entre Isabel Díaz Ayuso y Pablo Casado le puso en el punto de mira como el único heredero posible. Ni siquiera para un político como él, que había dicho que las últimas elecciones serían las derradeiras, no hubo opción de desoír al partido.
Suena raro, en los tiempos que corren, que un político de 60 años venga a suceder a otro de 41, pero la historia da muchas vueltas. Habrá quien diga que lo que se esperaba de él era, después de cuatro mayorías absolutas, dar un paso atrás, retirarse a una casa en la playa y escribir una biografía autocomplaciente. Pero en política, sobre todo en la alta política, tu vida no te pertenece por completo. A veces el deber te llama. O el partido te obliga. Éche o que hai.