La temperatura máxima en primavera en Almarza (Soria) no es muy diferente de la que registra Mogadiscio, la capital de Somalia, gran parte del año. Pero la diferencia entre nacer en este remanso de paz soriano de 572 habitantes o en la ciudad somalí puede condicionar toda una vida. Malik lo sabe bien. Vino al mundo en Mogadiscio hace 22 años, en el 2000. No sabe el día de su cumpleaños. Ahora, en Almarza, es monitor de un campamento del colegio Virgen de Europa de Madrid, gracias al cual, su vida empieza de nuevo.
Sus días transcurren entre bicis y libros de estudio, algo que no llamaría la atención si no fuera porque Malik, hace apenas cuatro años, fue vendido como esclavo en Libia. Ese fue solo uno de los inverosímiles episodios de su epopeya para llegar donde está ahora. Un viaje que comenzó nada más nacer, a 6.500 kilómetros de distancia, en plena guerra civil somalí, y que ahora, con las heridas cerradas, está dispuesto a relatar por primera vez a un medio de comunicación.
Malik recibe a EL ESPAÑOL en uno de los dos bares que hay en Almarza, en la calle principal. Ha pedido un descanso de sus labores como monitor para atender a este periódico. En la terraza, bajo la sombra, pide una Fanta de naranja. Pregunta qué es lo que se debe. Al obtener por respuesta de que se trata de una invitación, se muestra sorprendido. Incómodo. “No estoy acostumbrado a que me regalen cosas”, asegura en buen castellano.
En el año 2000, cuando nació Malik, Somalia atravesaba un nuevo capítulo de una guerra que inició en 1991 y que, más de 30 años después, aún no termina. La película 'Black Hawk Derribado' puso el foco sobre el inicio de un conflicto que desembocó en una cruenta guerra civil de pequeñas facciones y territorios que se autoproclamaban autónomos e independientes del estado somalí. La población civil vivía atrapada en el fuego cruzado y en la inestabilidad.
Con ese telón de fondo nació el segundo hijo de Hakima y Abshir. Le pusieron de nombre Malik. De aquellos primeros años de la infancia, recuerda que se movía con sus padres de un lugar hacia otro. Luego vinieron dos hermanos más. La familia entera dormía un día debajo de un árbol, otro en el campo, a veces en casas temporales que tenían que abandonar repentinamente… Nunca conoció un hogar. Sus padres subsistían haciendo trabajos temporales, pero, tras 10 años viviendo con lo puesto e intentando salir adelante, no les quedó otra salida que huir de Somalia.
Campo de refugiados
Su destino fue el campo de refugiados de Dadaab, al noreste de Kenia, el país vecino al sur. Llegaron a pie después de recorrer 700 kilómetros. Dadaab es, aún en la actualidad, el campo de refugiados más grande del mundo, con una población cercana al medio millón de personas. Establecido en 1992, justo después del estallido del conflicto en Somalia, ha habido épocas en las que ha llegado a albergar a millones de personas. Dadaab es sinónimo de precariedad, insalubridad y peligro constante. Una ciudad improvisada a la que cientos de miles de vidas llaman refugio, porque de ahí donde venían, -Somalia, Darfur, Eritrea, Djibouti o Etiopía- las cosas eran aún peores.
Malik llegó con 10 años a Dadaab y pese a ser un entorno hostil, fue la primera vez que tuvo algo de normalidad. Hasta entonces no había ido a la escuela ni había tenido amigos. Desconocía, por ejemplo, qué significaba jugar. En el campo conoció a otros niños como él y comenzó a estudiar. Su padre realizaba trabajos de mecánica para las ONGs y también como traductor. Hablaba italiano, inglés y árabe, además de somalí. Su madre lavaba y reparaba ropa. Con eso la familia tenía los ingresos mínimos para subsistir en su nueva casa. Las circunstancias eran complicadas: por ejemplo, el agua había que ir a buscarla a un pozo a un kilómetro de distancia. Pero, según relata Malik, en Dabaab había una relativa tranquilidad.
“Hasta que llegué a Dadaab pensaba que todo en la vida era la guerra y huir. Pero en el campo de refugiados conocí a gente diferente, de otras religiones, a otros niños… Ahí me di cuenta por primera vez que el mundo no solo era como lo que yo había vivido hasta ese momento y me hizo pensar que ningún ser humano merecía vivir como lo había hecho mi familia”, explica Malik.
En el campo de refugiados conoció a Abdikadir, su mejor amigo. Era un niño somalí del otro lado del país, de la región de Puntland. Los días en Dabaab transcurrieron felices hasta que, en octubre de 2016 llegaron entre sus habitantes los rumores de que Kenia iba a devolver a los refugiados. El motivo era que el grupo terrorista islamista somalí al-Shabaab llevaba años con incursiones en suelo keniano, desde el ataque al centro comercial Westgate en Nairobi, la capital, en septiembre de 2013 y que se saldó con 72 muertos. El personal de las ONGs tampoco estaba seguro.
Ante el oscuro horizonte de volver a su vida anterior, Malik, con 16 años, decidió que tenía que irse de Dadaab y trazar su propio camino. “Le decía a mi madre que quería irme pero ella me ponía pegas, me decía que no tendría donde ir y que solo lo tendría muy difícil”, explica. En aquellos seis años después de llegar a Dadaab, la familia ya contaba con 10 hermanos: cinco chicas y cinco chicos, de los cuales Malik era el segundo.
Eastleigh
Ante las negativas de su familia, Malik decidió escaparse. Tomó un anillo de oro de su madre a escondidas y con lo que consiguió que le dieran por él, compró un pasaje de autobús hacia Nairobi. No dijo nada a sus padres porque la oposición hubiese sido total. Ya en la capital keniana, aterrizó en el barrio de Eastleigh, conocido como “Little Mogadishu”: hasta el 90% de la población de la barriada es de origen somalí.
Eastleigh era una pequeña ciudad paralela dentro de Nairobi, donde abunda el tráfico de armas y los militantes islamistas de al-Shabaab campan a sus anchas. Malik pensaba que en Nairobi conseguiría trabajo y podría empezar de nuevo, pero no era consciente de que había llegado a un gueto del cual le costaría mucho salir. Sin saber adonde ir, el primer día en Eastleigh se acercó a la mezquita, donde pasó la noche. Era viernes, y después del rezo, unos hombres le dieron ropa, dinero, comida y un techo bajo el que dormir.
Dos días después se encontró con su hermano mayor en Eastleigh. Siguiendo su ejemplo, había huido de Dadaab sin decírselo a sus padres. Iba también con una de sus hermanas, de 15 años. “No comentamos nunca qué pensaban mis padres de que me hubiera ido sin decir nada”, recuerda Malik. Su hermano y su hermana tenían pensado proseguir su viaje hasta Uganda y Malik quiso ir con ellos. Pero no tenían suficiente dinero. Malik entonces les dio lo que le habían dado los hombres de la mezquita y los despidió, esperando conseguir algo más en Nairobi para después reunirse con ellos en Kampala.
Así, pasó entre 24 y 25 días en la mezquita, donde estrechó la relación con aquellos hombres que se mostraban muy generosos con él. Pasados los días, le dijeron que si se sacrificaba y se esforzaba saldría de esa vida. Malik no tuvo otra que creerles. Ellos le ofrecieron viajar a Europa. “Decían que conocían a gente y que nos iban a ayudar si íbamos de su parte”, cuenta Malik. “No teníamos con qué pagarles, pero nos dijeron que no nos preocupásemos por ello”. Les creyó.
Viaje obligatorio
Malik salió de Nairobi con otros tres chicos somalíes que estaban en su misma situación. Llegaron a Kampala, capital de Uganda, después de un viaje de unas 20 horas en autobús. Desde Kampala, unos contactos de los hombres de la mezquita de Eastleigh los dirigieron a un camión. Con él, escondidos en los bajos, llegaron a Sudán del Sur. El viaje era duro, pero las palabras de aquellos hombres resonaban en la cabeza de Malik: “Si te sacrificas saldrás de esta vida”.
Desde Sudán del Sur, dirigidos de nuevo por otros contactos, Malik salió junto a una legión de otros somalíes, junto a eritreos y etíopes a pie hacia el desierto del Sáhara. Les pidieron los móviles para cruzar las fronteras, pero nunca se los devolvieron. En aquel momento, Malik comenzó a darse cuenta de que el viaje había pasado de ser voluntario a obligatorio.
En un punto desconocido en medio de la nada, ya en el desierto, llegó un grupo de libios con furgonetas 'pick-up' que se haría cargo de ellos. Las peores sospechas se hicieron realidad: les dijeron que los habían comprado y que si querían ser libres tenían que pagar el precio del pasaje: 8.000 euros. De lo contrario, serían de su propiedad al menos un año, en el que trabajarían gratis hasta saldar su deuda.
“Nos miramos entre todos atónitos. Había yemeníes a los que habían ofrecido trabajo en Sudán del Sur y luego los mandaron al Sáhara, como a nosotros… Otros se olían que el viaje habría que pagarlo de alguna forma pero otros nos quedamos completamente sorprendidos”, asegura.
Los libios condujeron a Malik y a los demás -centenares- a un campamento improvisado en una zona rocosa. Era un campamento de traficantes de personas. Los esclavos dormían entre las rocas de la montaña, apoyados en el suelo y sin mantas. Sus nuevos amos, armados con pistolas y AK-47 lo hacían dentro de las camionetas. Siete en total, recuerda Malik, que iban y venían todos los días. Pasaron un mes entero allí, sin hacer nada. El objetivo de los traficantes era retenerlos, maltratarlos y debilitar su moral para que suplicaran un rescate a sus familias.
El ritual que se repitió a lo largo de aquel mes era el siguiente: los libios los despertaban cuando querían, a patadas, y, a primera hora de la mañana les obligaban a llamar a sus familias con un teléfono por satélite. Otros chicos, como el propio Malik, hacían de traductores entre los esclavos y los traficantes, que querían enterarse de todo lo que hablaban. “Solo uno o dos consiguieron que su familia ingresara el rescate. Eran etíopes. Su viaje era más corto que el nuestro y les pidieron menos dinero. Ellos, además, ya sabían que tenían que pagar”, recuerda Malik.
Concluidas las llamadas, permanecían sentados en el suelo sin hacer nada. Les daban poca agua, y cuando ellos querían, de forma caprichosa. Comían una vez al día macarrones con agua. “Alguno de los chicos, desesperado por la sed, rompió a llorar para que le dieran agua. Le golpearon con palos y le dijeron: ‘¿Sabes dónde estamos? En el Sáhara. Y en el Sáhara no hay agua’”, relata.
Los golpes y el maltrato de los traficantes tentaron a más de uno a huir. Pero no había escape posible. Cualquier intento fuera del campamento, sin un vehículo y a pie en medio del desierto, sin orientación alguna, solo podía terminar con la muerte.
Esclavitud moderna
Ante la imposibilidad de obtener un rescate, una mañana Malik fue cargado en la cisterna de un camión de gasolina junto a otros chicos. En su interior emprendió un viaje que cruzó todo el desierto, en la penumbra absoluta, hasta un lugar desconocido. Era su nuevo campo de trabajos forzados, propiedad de un amo libio. Así lo describe Malik: “Era una gran nave industrial con unos muros muy altos y con techo. No había una sola ventana, con lo que no podíamos ver la calle y ni siquiera hacernos una idea de dónde estábamos. Si pudiera ver la calle, me habría escapado”.
En aquella nave, a los subsaharianos recién llegados les obligaron a trabajar en tareas de construcción. Tenían que mezclar cemento. Se levantaban pronto por la mañana. Hacían una pausa para comer, de no más de cinco minutos: una ración diaria de macarrones con agua, otra vez, y con la mano. “La comida era el mejor momento del día”, recuerda Malik. Por la tarde, de vuelta al trabajo. Todos los esclavos dormían en una habitación rectangular, que tampoco tenía ventanas, de la que pendía una bombilla que estaba encendida día y noche. Se recostaban en el suelo y la puerta estaba cerrada.
Los libios los golpeaban y les insultaban. Aquella era la norma. “No he conocido a un solo libio simpático”, dice Malik. No había otros esclavos que llevasen más tiempo allí, con lo que no tenían ningún consejo experimentado de cómo pasar por aquel infierno. Eran todos nuevos. Malik conocía solo a un chico, con el que había viajado desde Nairobi. A los otros dos que iniciaron el viaje con él no sabe adonde les llevaron.
Entre ellos también había mujeres. Ellas no trabajaban en la construcción, sino que se las llevaban, a veces, por las noches, y no regresaban hasta por la mañana. Sus compañeras nunca les contaron detalles de aquellas salidas, pero Malik sospecha que las obligaban a prostituirse.
Así pasó un año entero, y comenzó a fumar. “Era lo único que nos daban, cigarrillos”, cuenta. Malik y los demás contaron los días y transcurrido el período se plantaron a los traficantes. Les dijeron que ellos ya habían cumplido la parte del trato y que les tenían que dejar libres. Los libios asintieron. El día de su libertad los volvieron a cargar en la cisterna de un camión.
Su nuevo destino era otra nave industrial, muy parecida a la anterior. Pensaron que de allí los llevarían a la costa, de donde salen los gomones de inmigrantes con destino a Europa. Pero el nuevo libio con el que estaban les dijo que no eran libres: “¿No os lo han dicho? Os he comprado por 3.000 euros a cada uno”, les dijo.
En aquel momento, Malik se derrumbó. “Teníamos energía para subsistir un año en estas condiciones, con la esperanza de que luego había terminado. Cuando ese tipo nos dijo que seguiríamos trabajando como esclavos perdimos cualquier opción. Mentalmente nos hundimos”, relata.
Con su nuevo dueño pasaron seis meses más. “Construimos unas naves super grandes, rectangulares, muy largas y con el techo muy bajo. Nunca supimos exactamente para qué las querían”, dice Malik.
Open Arms
Transcurridos los seis meses, el estado físico de Malik y sus compañeros era lamentable. Estaban delgados, enfermos y sin fuerzas. Su nuevo dueño decidió entonces dejarlos libres, porque no le servían. Nuevamente, en la cisterna de un camión, viajaron a un nuevo lugar: era la costa mediterránea. Los dejaron en una casa que era como una especie de punto de reunión de las mafias encargadas del tráfico ilegal de personas en el último paso de su camino hacia Europa.
Allí se reunió con otros somalíes que habían llegado por un camino radicalmente diferente al suyo. Habían podido trabajar en Libia a cambio de dinero y, con lo que habían ahorrado, compraron un pasaje en las barcazas. Entre varios, y después de escuchar su historia, reunieron dinero para pagárselo también a Malik.
Aquel mismo día, Malik estaba embarcado en una frágil embarcación de goma surcando el mar con un destino incierto. “No me importaba estar en medio del mar. Sabíamos que podíamos morir ahogados. Yo no sé nadar, pero la sensación de libertad en aquel momento era insuperable. Solo pensaba en que era libre. Si moríamos en el mar, moriríamos libres. Era lo único que me importaba”, explica.
Al cabo de dos días, el barco español Open Arms recogió a Malik y a quienes viajaban en su dinghy a la deriva en medio del Mediterráneo. A bordo del barco eran 311. Al cabo de siete días y después de recorrer 1.100 millas náuticas, tras recibir la negativa de varios puertos europeos para recibirlos, el 28 de diciembre de 2018, amarraron en Algeciras. Las imágenes de los inmigrantes anónimos con gorros de Navidad llenaron todos los telediarios. De los 311, 137 eran menores. Entre ellos, estaba Malik. Era un viernes, el mismo día que había comenzado su viaje desde la mezquita de Eastleigh en Nairobi. “Aquel viernes está escrito en mi corazón”, recuerda ahora Malik.
Nada más llegar a España recibió atención médica. Tenía tuberculosis, al igual que la mayoría de sus compañeros de viaje. Del puerto pasó al Centro de Internamiento de Extranjeros de Algeciras y, de ahí a Sevilla, donde se decidió su destino. Pasó un año y medio en Málaga, tutelado por el Comité Español de Ayuda al Refugiado (CEAR), luego trabajó en el campo en la provincia de Zaragoza y como temporero en Sevilla en la recogida de la naranja y la aceituna.
Un día en Madrid conoció a la escritora y trabajadora humanitaria Paula Farias, a través de la cual consiguió una oportunidad en el Colegio Virgen de Europa, donde trabaja a cambio de poder estudiar y de que le den residencia. Vive en una casa propiedad del colegio con otro matrimonio de trabajadores.
Malik habla, a día de hoy, cinco idiomas y está estudiando francés. Se sacó los exámenes de secundaria en la primera mitad de este año -llegó al colegio en febrero de 2021- sin haber estudiado más que estos meses. En septiembre comienza a estudiar bachiller. Quiere ir a la universidad y matricularse en Ingeniería Industrial. “No a todos les ha ido bien”, dice, en referencia a muchos de sus amigos, siendo consciente de su enorme fortuna. No le caben las palabras de agradecimiento. “Al final, la vida sigue. Es posible salir adelante y quiero ayudar a otros como yo a que lo logren”, concluye.