Edgar hizo sus primeras colaboraciones en la radio a escondidas. Como eran por teléfono, las locutaba desde un pequeño cuartito en la planta industrial donde trabajaba. Allí, a solas, desataba el personaje que tocara aquella mañana, siempre desde el humor. Su superior más inmediato se lo permitía, ya que las llamadas solo duraban tres minutos. Hasta la mañana en que, cuando llegó a su escondite, Edgar encontró allí al director de la empresa. El jefe de todos los jefes. Tan tranquilo, tecleando en el portátil y disfrutando del silencio en ese mismo cuartito.
Cuando el móvil de Edgar empezó a sonar, este tuvo que elegir. Si cogía la llamada, se jugaba su puesto de mecánico industrial, estable y bien pagado, en el que llevaba ya un tiempo. Pero si dejaba colgados a sus compañeros de la radio, quizá no volvieran a contar con él. Plantarles en pleno directo, y con el hueco por delante, suponía una faena difícil de perdonar. Así que Edgar descolgó el teléfono y empezó a hablar: “¡Buenos días, soy Popeye!”. También dio la espalda al director de la planta, para poder meterse en el papel sin pensar en nada más.
Este humorista lo recuerda entre risas, ya que probablemente tomó la decisión acertada. Al poco tiempo, dejó su trabajo para dedicarse por entero a la comedia. Y hoy, algo más de una década después, se ha hecho un nombre con apellidos en el gremio del humor. Él es Edgar Hita, cómico asentado y segunda voz del programa Transmite la SER.
Allí, trabaja junto al que fuera uno de sus grandes referentes, y una de las voces con las que él disfrutaba del humor como oyente: Juan Carlos Ortega. Juntos levantarán pronto un espectáculo en Barcelona. Es parte de una gira en la que Hita quiere viajar, de teatro en teatro, por toda España. Cada ciudad, junto a uno de sus humoristas más célebres.
Pero no todo en su carrera como humorista ha sido un camino de rosas. Hablando con EL ESPAÑOL ha dicho que, en realidad, “no existe un solo cómico que no haya comido mierda”. Todos han pasado alguna que otra penuria y no todos tienen la oportunidad de ser David Broncano y dirigir programas como La resistencia.
Actuar con sueldo digno
“Al empezar en la comedia, ya escuchaba que los mejores tiempos del humor habían pasado. Pero yo aún conocí cachés algo decentes y es lo que pido por cada espectáculo. Solo actúo gratis por motivos benéficos. Salvo esas excepciones, reclamo una remuneración digna. Cada vez somos más humoristas, así que hay quienes pretenden pagarnos menos. Algunos hosteleros apelan a la crisis, pero desde la tarima veo las mesas llenas de gente bebiendo copas”, apunta Hita.
Como es habitual entre los cómicos con un cierto recorrido, él no actúa por menos de 600 euros. Si trabaja lejos del pueblo barcelonés de Rubí, donde vive y donde nació, es el contratante quien corre con los gastos del viaje o el alojamiento. Sus espectáculos duran algo más de una hora. Levantarlos lleva meses o, incluso, cerca de un año. Hay que escribirlos, probarlos con diferentes públicos, pulirlos y ensayarlos hasta que el gesto encaje al detalle con cada palabra.
Para probar los chistes están las llamadas noches de micrófono abierto. Se celebran periódicamente en algunos bares. Allí, los humoristas pueden salir al escenario sin ningún compromiso. Pueden contar una sola broma o alargarse cuanto quieran. Muchos suelen llevar sueltos los tramos de un monólogo más grande, que luego harán en espectáculos de pago. Y allí pueden ver cómo reacciona el público ante los chistes, para hacerles algún cambio, descartarlo por entero y ver qué funciona tal y como está. Algunos graban la actuación para estudiar más tarde dónde se han reído los espectadores.
De periodista a humorista
El primer monólogo de todos, curiosamente, suele salir bien. Aunque los humoristas puedan salir a escena inquietos, en esas noches iniciáticas la platea está llena de amigos y conocidos. “Cuando debuté, me aplaudieron muchísimo. Así que claro, asumí que el texto funcionaba. Pero no depende solo de mí que un chiste resulte divertido o no. El mismo gancho puede cautivar a un público y dejar indiferente a otro. El lugar donde actuemos lo cambia todo”, asevera Marina Lobo, que lleva en la comedia algo más de tres años.
“Si un cantante desafina un segundo, quizá se pueda esconder tras la guitarra. Pero en un monólogo, estoy yo sola junto al micrófono”, apunta la cómica. Ella trabajaba como periodista antes de saltar a la comedia. Fue casi por accidente. Lobo buscaba formarse en la redacción de guiones, pero no encontraba nada compatible con su horario de trabajo. Un taller de monólogos, al que se apuntó por las noches, sí lo era.
“Tardé mucho en tener una mala actuación, pero llegó. No recibí un solo aplauso en los primeros siete minutos. Ni siquiera me habían dado la típica ovación de bienvenida, de cuando subimos al escenario. Alguien empezaba a aplaudir y nadie le seguía. Ante situaciones así, hay quienes dejan el texto a la mitad, pero yo aguanté. Ahora, en casa me pasé un rato llorando”, recuerda Lobo. Ella es de León y vive en Madrid, donde ha actuado en salas como el Palacio de la Prensa y el Teatro del Barrio.
También, de casualidad, la humorista acabó montando Comedy Buddies, sus propias noches de micrófono abierto en el café Libertad 8. Estaba allí durante la presentación de un libro y oyó que en el local querían empezar a ofrecer comedia. Era un espectáculo que cada vez se llevaba más y esta taberna madrileña, otrora cuna de cantautores como Pedro Guerra, Jorge Drexler o Ismael Serrano, no quería perder el tren.
Domingos de chistes
Los domingos, los monologuistas que se apunten prueban allí sus chistes. Marina presenta el espectáculo, les da paso y, entre actuación y actuación, también cuenta alguno de los suyos. Su caché hoy es similar al de Hita, pero atrás quedan noches en las que ganó entre 50 y 100 euros por actuaciones breves. Todo con factura, aunque conoce a quienes han cobrado en sobres: “Tengo compañeros que han llenado la ciudad de carteles y no han declarado un solo euro. Así que Hacienda les llama y les pregunta por el dinero, ya que los espectáculos están anunciados a bombo y platillo”.
“Hasta ahora, jamás he cobrado en negro. Pero gano tan poco que no me supondría un dilema”, asegura Benny Rives. Como cuenta, su relación con el humor es prácticamente de amor al arte. Él pasó dos años en los micrófonos abiertos hasta que empezó a ganar dinero con sus actuaciones. Le habrán llegado a pagar unos 45 euros por diez minutos de monólogo. Una vez más, con factura y transferencia bancaria. Según sus cálculos, ha acometido gratis nueve de cada diez espectáculos.
Tras acabar el instituto, Rives cató el arte dramático. Pero aquello de trabajar desde el trauma y el dolor, como proponía Stanislavski, no iba con él. Así que probó con la comedia. Se formó por Internet, ya que en esta materia son habituales los cursos online. Mientras tanto, ha trabajado como dependiente en una tienda de ropa y croupier en un casino. A veces, desde la una de la noche hasta las diez de la mañana. También, vendiendo productos de puerta en puerta.
Hasta fue comercial de decesos, y ofrecía a sus conversadores la posibilidad de dejar todo listo, atado y bien atado, de cara a la futura muerte. Hoy, trabaja como community manager y ha descartado que la comedia conforme su futuro profesional: “Nos dicen que nos lancemos y hagamos contenido a cambio de nada. Que creemos mucho, todo el rato, a ver si algún día gustamos a alguien. Pero no se puede vivir así. Ahora, que no veo el humor como una meta, siento que estoy en el mejor momento de mi vida”. A esta industria, Benny le pide que se atreva con más ciudades que Madrid y Barcelona. Él, Christian Benito de nombre de pila, es de Alicante.
Penny Jay, mileurista y milenial
Por su parte, Sara García, cuando empezó a hacer humor, decidió llamarse Penny Jay. Primero probó con algunos vídeos en redes y colaboraciones en audiovisuales más grandes. Hace cuatro años, y para animar al resto de cómicas femeninas a hacer valer su trabajo, decidió montar la Riot Comedy. Un espectáculo que ella presenta, y que reúne tramos de micrófono abierto con monólogos de artistas consagradas. Siempre mujeres. Ella, que venía de estudiar Comunicación Audiovisual, tuvo que aprender también producción y contabilidad. En la comedia, esta madrileña se considera autodidacta.
“Facturo mucho, pero me quedo poco. Soy mileurista y milenial. Casi siempre ando compartiendo piso. A lo que cuesta una entrada, hay que descontar el IVA y el IRPF. También están los gastos de viajes y comidas. Pago a las cómicas, naturalmente. Las salas se quedan entre un 20 % y un 40 % de la recaudación. Las plataformas de venta, otro poco. De lo que me llega, me toca ahorrar para la cuota de autónomos. Hace años que no tengo vacaciones”, lamenta Penny.
Por los motivos que enumera, a veces piensa en dejarlo: “Aunque luego subo al escenario, me sube la adrenalina y cambio de idea. Sé que mi vida no es en absoluto estable, pero soy una privilegiada”. También Hita estuvo a punto de renunciar al sueño, una tarde, mientras volvía en tren a Rubí después de un monólogo. Había actuado en un restaurante, tras una gran comida. El público había bebido mucho y apenas se comportaba. Había niños que le tiraban de la chaqueta y le cogían el micrófono.
Él solo llevaba siete meses trabajando y creyó que siempre sería así. Pero sus amigos le dijeron, a golpe de tecla en el teléfono, que se equivocaba. Estaban en lo cierto, recuerda el humorista: “Cuando alguien te cuenta que ha olvidado sus problemas durante una hora, eso lo vale todo. Pero el camino hasta ahí no es sencillo. No existe un solo cómico que no haya comido mierda”.
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