A pesar de haber vendido cuatro millones de ejemplares, de tener varios proyectos simultáneos para su adaptación en películas o series y de ultimar una presentación multitudinaria, Elísabet Benavent no termina de creerse escritora. Todavía hay ratos en los que sigue siendo lejano aquel “sueño” que imaginaba de pequeña, cuando ya inventaba cuentos o tejía tramas dentro de las cuatro paredes de su habitación.
Más tarde, esta valenciana de 38 años comenzó a evocar a esos autores que leía. Se adivinaba tecleando por las noches bajo la luz de una vela, pegada a una botella de whisky y un cigarrillo. Ahora, con más de 20 novelas publicadas y todo un fenómeno alrededor de cada lanzamiento, la realidad es otra: tiene un horario estricto para ejercer con disciplina el oficio y su existencia sólo es disoluta por culpa de viajes de promoción o actos públicos. Hasta coloca con rigurosidad los alimentos o las mascarillas. “Tengo la nevera más ordenada del mundo”, afirma.
Benavent necesita rutina para que germinen sus obras. Y la gente las espera impacientemente desde que en 2013 irrumpiera en el panorama editorial con la saga de Valeria. Un éxito que ha continuado con cada uno de los siguientes libros y que se espera con el último, Cómo (no) escribí nuestra historia, publicado por SUMA. En él narra el bloqueo creativo de la protagonista, una escritora que quiere matar a su personaje más famoso después de tocar fondo. ¿Les suena? Aparte, hay cuitas amorosas, sexuales y todo el arsenal marca de la casa: largas charlas sobre salud mental o incertidumbres cotidianas, paseos por rincones míticos de Madrid, escapadas a Valencia…
[De churros con Almeida: "He fumado churros y he tenido sexo esporádico. No soy un bicho raro]
Para nutrir ese universo, la autora también da pie a lo imprevisto. Suele juntarse con su grupo de amistades, leer, viajar o frenar para tomar aliento. Nacida en la ciudad del Turia y con casi cuatro lustros residiendo en la capital, siempre incluye al Mediterráneo en sus textos. “Le tengo mucho cariño. El mar te marca”, indica desde un hotel de la calle Velázquez, en el madrileño barrio de Salamanca. Allí atiende a EL ESPAÑOL y aguarda hasta que se hospeden sus padres para acompañarla en estos días de promoción. “No querían dormir aquí y han preferido venir en coche que en AVE, para tener más libertad”, ríe. A lo mejor no están del todo convencidos de que su hija -que luce un pelo con tinte verde azulado, un ‘piercing’ en la nariz y confiesa odiar las cámaras- no es solo una escritora: es la líder de una religión que tiene a sus novelas románticas como credo.
P.-Cada capítulo de Cómo (no) escribí nuestra historia viene con el título de un libro y llama la atención que hay de todo: autoayuda, obras canónicas de la literatura española y universal… ¿Cuáles son sus influencias?
R.-Soy una lectora voraz. No entiendo de prejuicios. La lectura para mí no tiene géneros. Lo importante es darle la vuelta y mirar que la sinopsis sea atractiva. Aunque me encantan los ‘thriller’ y la novela negra.
P.-¿Y no cree que se crean categorías de superioridad, que hay una especie de xenofobia intelectual? Supongo que en su caso, como autora de comedia romántica, lo habrá notado.
R.-Hay cierto elitismo y mucha mirada condescendiente. Encima, eres mujer y escribes novelas románticas. Pero siempre digo que el lector es soberano: decide lo que lee y nadie puede decirles qué leer. Lo importante es que se lea. No echo de menos la palmadita en la espalda de un crítico teniendo el respaldo de los lectores. No me hace falta su valoración. Siempre me he movido muy bien entre los ‘misfits’ (inadaptados).
P.-Ese desdén, ¿es por envidia?
R.-Sí que notas algo de envidia o rencor. Hay miraditas o comentarios entre dientes, pero tienen la mala suerte de que tengo muy buen oído. De todas maneras, tampoco me importa demasiado. La cultura del entretenimiento también es cultura. Creo que en otros sectores van muy por delante, como en el cine. Grandes taquillazos tipo Marvel se consideran ya como parte de la cultura. En la literatura vamos un poco más atrás. Y se nos sigue considerando mala cultura.
P.-Sin embargo, me da la impresión de que ahora hay una reivindicación de lo popular.
R.-No sé si es una reivindicación o que nos sentimos más libres. Hay un término que odio que es el ‘guilty pleasure’, el placer culpable. ¿Por qué hay placeres culpables? A mí me gusta beberme el caldo de los pepinillos, Harry Styles y las películas de terror de serie B. No entiendo por qué eso es peor que ver una película rusa subtitulada. Sí que veo que ahora la gente es más libre para decirlo. Incluso hay ‘podcast’ dedicados a la reivindicación de lo cutre. Y creo que vamos en buen camino para liberarnos de presiones y de esa superioridad intelectual. Hay quien aboga por el gusto porque sí, sin que tenga que mediar una relación intelectual con el producto.
P.-¿Lo están cambiando definitivamente las nuevas generaciones?
R.-Lo que ha pasado es que se ha democratizado la información. La tenemos en la palma de la mano con un ‘smartphone’. Y eso hace que cualquiera pueda acceder. Lo que las nuevas generaciones han dicho es que es igual de válido ir a un concierto de Bad Bunny que ir a ver un espectáculo de ballet. Me parece que tenemos mucho que aprender de esta generación Z, que viene muy preparada. Y a ver si los ‘boomers’ aprenden de los ‘millenials’ y estos de los Z. El discurso de la alta y baja literatura no va a desaparecer, pero lo que hay que hacer es eliminar prejuicios.
P.-En esta novela hace guiños a las comedias románticas de los 90, que se están rescatando últimamente con secuelas o como ejemplos.
R.-Sí, es que nos reíamos de la comedia romántica de los 90, pero detrás de algunos éxitos de entonces estaba una autora como Nora Ephron, que es una figura feminista, de una ironía finísima. Y era buenísima. Te partes con sus ensayos, y en sus películas hay un trasfondo. Ahora lo vemos con otra perspectiva. Pero en cualquier caso, hay que dejar de lado la justificación intelectual con la comedia. Yo aspiro a la sonrisa.
P.-¿Y ya considera que lo ha logrado? ¿Ha cumplido ese sueño que tenía de pequeña de ser escritora?
R.-¡No! Y eso es bueno y malo. Bueno porque me permite ser muy objetiva, pero no disfruto del todo. Siempre tengo algo en el pecho y estoy aprendiendo. Este libro es un antes y un después, retratando a una escritora histérica y con el exorcismo que he hecho de un ‘burnout’, de giras inmensas o de la pandemia. He parado un poco.
P.-Las expectativas, que es uno de los asuntos del libro, también se le han difuminado en la vida real…
R.-Te das cuenta de que es un trabajo maravilloso, pero es un trabajo. Yo le veía la parte más poética y menos real. La de esas personas que escriben de noche, con la botella de whisky y el cigarro siempre encendido, con el horario completamente cambiado. Y es lo contrario: tengo amigos que se levantan a las cuatro de la mañana a escribir. Yo soy más nocturna, pero empiezo a las cinco. No hay excesos, es todo muy sano… ¡Hasta nos preguntamos cuántos cafés se puede consumir al día! Le quitas un poco de esa poesía, de esa nebulosa fantástica que hay alrededor, a la que ha contribuido la ficción, y aprendes cosas nuevas que no sabías. Dices: “Vale, es un trabajo, pero estoy haciendo lo que quiero”. Y la fase de documentación es fabulosa. O la de revisión, mi favorita. Y yo edito mucho: intento darle dos vueltas enteras al manuscrito nada más terminarlo y luego tengo tres revisiones más.
P.-¿Cómo se plantea el estilo, tan coloquial y cinematográfico?
R.-Intento que los personajes hablen como lo hago yo o como me hablan mis amigas a mí. Estas novelas tienen dos patas. Una es la aspiracional, porque los personajes tienen trabajos muy chulos, la rutina queda fuera de la narración, no ves a nadie tendiendo la ropa… Ofrecen otras cosas. Pero luego es muy referencial. Y espero que tanto yo, la escritora, como el lector cuando se acerque pueda reconocer elementos de su vida, como la crisis de los ‘treintaytantos’, el concepto del éxito que tenías y el que tienes cuando creces, las decepciones amorosas, cómo va cambiando el concepto del amor… Hay muchas emociones comunes que son ‘novelables’.
P.-Da la sensación al leerlos de que se está con gente tomando una caña en una terraza…
R.-Cuando escribo me lo paso bien, porque estoy como hablando con mis amigos, recordando conversaciones. Pero eso ha derivado en que mis amigas ya no me cuenten tanto. Y tengo la suerte de que no me leen todas. Así que puedo robarles cosas sin tener que justificarme. Pero, en general, callan mucho más, susurran mucho más, pero no hay nada que se resista a una botella de vino. Alguna me ha leído después de los años y me ha dicho que le suena algún diálogo. Yo le digo que no me acuerdo, que sería algo registrado en el subconsciente, pero en realidad mientras escucho tengo el botón puesto de “no olvidar”.
P.-¿Y le molesta que no la lean algunas amigas o personas cercanas?
R.-Para nada. Además, me parece muy sano incluso que se rían un poco de mí. De hecho, el nombre del blog con el que empecé, Beta Coqueta, es el mote que me pusieron. Era Beta con todo lo que rimara, claro: Coqueta era lo más amable. Tengo gente alrededor a la que no le gusta leer, y para mí no es ninguna ofensa. A veces es una bendición. Y a veces pido a ciertas personas que no me lean.
P.-Los amigos aparecen siempre en sus novelas, con un papel notable. En esta, dice que son “los hermanos de padres diferentes”. ¿Qué significa para usted la amistad?
R.-Es que es verdad: son la familia que eliges. Tú naces con una familia mejor o peor que no eliges (yo tengo suerte de que la mía es muy buena), pero te haces mayor y escoges otra que te rodea, que son tus amigos. La amistad es un tipo de amor. Creo que nos hemos centrado mucho en el amor romántico y hemos dejado de lado otras expresiones de amor. Para mí, estar con mis amigos es una forma de amar. Aunque suene superñoño. Estar rodeado de las personas donde puedes ser tú mismo, con tus luces y tus sombras, sabiendo cómo gestionas las crisis y cómo las gestionan ellos o, sobre todo, donde puedes sentirte vulnerable sin miedo, es uno de los actos de amor más grandes.
P.-¿Qué pasa cuando ya no tienen nada en común con usted? ¿Le ocurre?
R.-Ya en el instituto éramos cada uno de una madre y un padre. Nos veías y decías: “Vaya pandilla más extraña”. Pero nos llevamos fenomenal, porque nos parece que las charlas son mucho más enriquecedoras. Te enteras de cosas de las que no tenías ni idea. Ahora estamos en el punto de que algunas ya son mamás, otras no queremos, e intercambiamos cómo es la vida con y sin hijos. Me parece muy enriquecedor tener amigos que no sean de tu gremio. También tengo amigos escritores y es muy reconfortante preguntar si les pasa lo mismo y no sentirte un bicho raro.
P.-Al principio de Cómo (no) escribí nuestra historia hay una intervención de sus padres y amigos a Elsa, la protagonista. ¿Ha hecho o le han hecho alguna?
R.-He hecho alguna. Y mí no, o muy disimulada. Esa protección de Elsa también la tiene mi madre conmigo: de preguntarme cuántos cafés he tomado, cuánto llevo sin dormir bien… Se han preocupado porque el ritmo de vida no me atropelle. Y los amigos me han dicho algún “date cuenta” delante de un vino.
P.-Otro apartado ilustra a la protagonista ‘cerrando’ historias del pasado. ¿Es necesario poner un punto y aparte?
R.-Es muy necesario. Y tener el derecho de réplica, que es muy útil a la hora de zanjar algo. Porque es como una herida: si la limpias y la curas es mucho más fácil que la cicatriz sea pequeña. Si no, vas poniendo capas en la vida y al final hay una falla.
P.-¿Tiene muchas heridas abiertas?
R.-Yo no, pero porque también escribir ayuda a cerrarlas. Y de alguna manera este libro es un antes y un después: he saldado cuentas con mi ‘yo escritora quemada’.
P.-Cuando más cuesta es en las relaciones, de amistad o de pareja. ¿Lo consigue?
R.-Yo tengo muy buena relación con mis ex. Salvo con uno, porque no ha querido. Y muchos son amigos. Bueno, muchos… ¡que parece que he tenido la vida sentimental de Elísabeth Taylor! Incluso con mi exmarido la relación es muy cordial y muy cariñosa. Me parece que terminar bonito es posible y hay que esforzarse para hacerlo. Porque esa persona de la que te estás despidiendo ha sido muy importante.
P.-¿Puso ese broche con la multinacional en la que trabajó a disgusto y de la que no quiere desvelar el nombre?
R.-No les quiero dar publicidad. Estuve mal porque se reían un pelín. Me decían que escribiera, que seguro que me iba a dedicar a eso, con un tonillo raro.
P.-¿Y ahora, le dan ganas de responder?
R.-Ahora me da igual, no tengo ese momento de placer de regodearme. Creo que tenía la culpa era también el ambiente, de mucha competencia y amargura. Me da pena porque para la gente era muy duro.
P.-¿Vivió allí el estar quemada, el ‘burnout’? ¿O fue luego?
R.-Me dio en la última gira, que fueron más de 30 ciudades. Es muy guay hacer una gira con el libro, porque ves a los lectores, haces el ‘feedback’ en la cara, pero creo que también se nos ha ido la olla con hacer todo más grande, más espectacular. Y se nos olvidó que el vínculo más grande con el lector es el libro, ya está. Yo llegué a casa después de cuatro meses y había parado toda mi vida personal. No tenía rutinas: ni lees, ni desayunas lo mismo… Decidí irme de vacaciones, pero al volver no se me había pasado, así que me replanteé todo.
P.-¿Incluso la forma de actuar con las redes sociales, que añaden trabajo al trabajo?
R.-La cambié. Hubo un momento que era una obligación publicar porque si no te bajaba el ‘engagement’, te angustiabas porque perdías ‘likes’ sin saber por qué… Y llegó un momento en que pensé que eran para disfrutar, para crear una comunidad bonita. Ahora soy más laxa a la hora de publicar. Lo hago solo cuando me apetece. Si me levanto más reivindicativa, escribo reivindicativo. Si estoy ñoña o nostálgica, pues igual. Las redes tienen que ser un canal de expresión sin que lo fagociten todo. Una de las cosas que llevo fatal es el postureo. Y todos caemos. Pero eso de que te sirvan un café y antes tengas que hacerte la foto… ¡Yo quiero el puto café, que se está enfriando!
Hay que volver a poner de moda la naturalidad, que está demodé. Porque cuanto menor sea el espacio entre la persona que eres en la intimidad y la que somos en Instagram, más felices vamos a ser. En ese espacio es donde crece la infelicidad y la frustración.
Yo tomé la decisión de no poner mi vida personal cuando me divorcié. Nunca he sido de compartir demasiado, pero da la sensación de que lo que para ti es el 10% de tu vida, para el de fuera es la totalidad. Lo importante para mí es compartir algo de valor, no hacer publicidad. Y hace tiempo decidí no hacerla. Porque, al final, dices: “Estoy pervirtiendo lo que era. Sí, estoy ganado dinero, pero parezco la Teletienda”. Además, me siento un poco carroza cuando la gente hace bailes en TikTok, ¡no me voy a hacer una cuenta, me siento ridícula! Me siento un poco ‘boomer’ y a la vez no me quiero quedar atrás.
P.-Parece, en este sentido, que cada vez hay más gente que piensa en dejarlo todo, en irse al campo…
R.-Es que esta generación -y no me quiero incluir, porque he tenido muchísima suerte y me siento una privilegiada- lo ha pasado mal. No puede permitirse tener una casa o ni siquiera alquilar. No es que no se quiera tener hijos, es que no se puede conciliar, no se tiene un duro en el bolsillo, los sueldos son bajísimos… Y por eso puede que haya un cambio. Creo que también en la generación de nuestros padres. Ellos han vivido para trabajar y te animan a trabajar para vivir. A mí lo que me inculcan es que trabaje para no tener la sensación de que no me esforcé lo suficiente, pero no que no me olvide de mí. De dormir, de viajar. Porque, si no, ¿qué queda? Y además los libros se alimentan de la vida. Puedes imaginar alguna, pero luego te repites.
P.-Durante un tiempo hubo un debate, tras la publicación de ‘Feria’, de Ana Iris Simón, sobre si ellos vivieron mejor que nosotros.
R.-Jo, yo creo que no. Era diferente. Ellos sí tenían acceso a la vivienda, tenían una paternidad siendo jóvenes… Pero la conciliación, cero. El techo de cristal de las mujeres, su incorporación al mundo laboral, la capacidad de acceder a la información… Y se pasaban la vida currando. Ellos tenían cosas que nosotros no teníamos y nosotros tenemos cosas que ellos no tenían.
P.-Habla de mujeres con sus dudas, sus pifias, en una época que se les asigna continuamente la palabra “empoderada”. ¿Siente presión a la hora de idear a sus personajes femeninos?
R.-No, me siento bastante libre, pero sí que escribo (aunque sea entretenimiento) para que quede cierto poso. Que se vea que todo el mundo tiene dudas, que tiene una autoestima de mierda a ratos, que la caga recurrentemente… Nos pasa a todos. Y es parte del empoderar, un verbo que no me gusta. Lo que no se puede hacer es dar esa imagen de Wonder Woman. Yo el otro día le decía a una amiga: “No me da la vida”. No me da la vida para hacer deporte cinco días a la semana, los fines de semana ir a un ‘brunch’, hacerme unas fotos estupendas, leer, ir a conciertos, viajar, reciclar, no comprar los domingos, abrocharme una talla 38… No me da la vida para todo.
Y se manda un concepto equivocado, como el de ‘supermamá’. Porque la fortaleza no está en no sentirse nunca débil, sino en abrazarse cuando uno se siente débil. La clave es que hombres y mujeres somos iguales. Me pasa lo mismo con esa imagen de la masculinidad perfecta que sale en las pelis: no puedo con ella. Y yo sé que alguna vez he participado. Por ejemplo, Valeria y Víctor son un poco eso. Y creo que es importante que la ficción apoye la vulnerabilidad tanto de la feminidad como de la masculinidad. Que un hombre tampoco tiene tiempo para hacer todo lo que se le pide.
P.-Pero la literatura y sus novelas sirven para fantasear, ¿no?
R.-Sí, para fantasear dentro de unos límites sanos. Porque no voy a poner a la protagonista a fregar o diciendo que le da mucha pereza tender y planchar. Se centran en la parte divertida de la vida.
P.-Supongo que es un clásico preguntarle cuánto hay de usted en los personajes…
R.-Con eso hay un poco de broma entre escritoras, porque tenemos que estar defendiendo siempre que escribimos ficción, que tenemos la capacidad de ficcionar. Yo tengo mucho de Elsa, de Valeria o de Darío. Porque lo que hacemos las autoras es escondernos y nunca se sabe detrás de quién. Pero muchos se creen que yo tengo una vida apasionante, que he vivido todo lo que he escrito. Y en este caso es un trampantojo, un chascarrillo. Quería poner en duda a las escritoras de comedia romántica y hacer un poquito de reflexión interna. Es, sobre todo, una broma. Es decir: “¿Nos vamos a inventar la vida? ¡Pues sujétame el cubata!”.