Esta es una historia de eufemismos. Es una historia donde decir "caja" esconde decir "sala de torturas", "zulo irrespirable" o "infierno en la tierra". Una historia de tres tiempos –pasado, presente y futuro- detenidos en un espacio de dos metros cuadrados. Una historia, en definitiva, que trasciende el lenguaje y las coordenadas temporales: esta historia es, por encima de todo, la de un hombre que pasó 290 días secuestrado en un minúsculo rectángulo con luz ininterrumpida, música estruendosa las 24 horas, una nevera como letrina, cámaras de vigilancia y sin contacto con sus captores.
Por eso, se puede considerar una historia humana (o inhumana, según se mire) pero también filosófica: tiene que ver con la resiliencia, con el rencor, con el dolor físico y psicológico o con la (ausencia de) justicia.
Y la cuenta en directo quien la sufrió. Se llama Alberto de la Fuente y es un mexicano de Puebla que, hace menos de siete años, protagonizó ese cuento de terror para el que parece que no hay palabras. Él, sin embargo, las ha encontrado. Y las ha plasmado a lo largo de las 400 páginas de La caja. Crónica de un secuestro de 290 días, editado en España por Medialuna y en proceso de internacionalización.
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En realidad, que no se haya publicado en su país de origen tiene un sentido y es que México "está anestesiado", según analiza. Allí, comenta el autor, no solo podría haber problemas a quien se decidiera a sacarlo, sino que es un caso más. Otra noticia en la página interior en cualquier diario local. De la Fuente explica esta situación manoseando su obra en un hotel del centro de Madrid. Aquí se ha alojado para promocionar el libro y en las escalas obligadas entre el Camino de Santiago, terminado por tercera vez, y una visita exprés a Polonia para ver en directo al compositor Hans Zimmer.
El empresario, de 45 años, hace un hueco en el periplo europeo para atender a EL ESPAÑOL, a pocas horas de regresar al otro lado del Atlántico. Su familia, también protagonista de esta historia que detalla De la Fuente mientras sorbe un capuchino, baja un poco más tarde de la habitación. Él ya lleva un buen rato listo, con una camisa impoluta y el pelo engominado. Ahora, confiesa, disfruta más de acciones tan mundanas como lavarse la cara o lucir una prenda limpia.
Veamos, por tanto, qué cuenta en ese libro. Qué esconde ese ejercicio de purga mental y emocional. Lo primero es una presentación del autor en aquella época. Alberto De la Fuente es un empresario de 39 años que vive en Puebla de forma acomodada. Quizás con más facilidades que gran parte de la población, pero no dentro de una élite millonaria. Atraviesa "el mejor momento" de su vida: tiene una niña recién nacida, un hijo con el que ya intima con una "conexión especial" y una mujer a la que adora.
En unos minutos está en un punto indeterminado. Y empieza el juego de eufemismos. Le meten en 'la caja', un habitáculo dentro de otro habitáculo que está monitorizado con cámaras, acondicionado con altavoces que emiten narcocorridos de "letras horribles", un catre minúsculo, luz perpetua y una nevera portátil que no agasaja con un bufé: es donde tendrá que hacer sus necesidades. "Responde a un táctica del crimen organizado en su máxima potencia", indica.
Mientras, su caso apenas se hace público. En esa anestesia general del país, lo suyo es una locución de tres segundos en un noticiero o media página par en un periódico, tal y como muestra con un recorte de un diario local. "Mi padre decidió luego que no saliera en ningún sitio. Era una técnica pensada para que no pudieran forzar más la situación", explica. Esa parte de la historia –la de fuera, la de los trámites, la de una familia derruida- es en la que menos hincapié hace. Prefiere que quede al margen: ya ha causado suficiente sufrimiento.
Se centra De la Fuente en su parcela. En esa caja que ya se atreve a llamar "un contenedor de almas, un infierno en vida". "¿Por qué todo gris, por qué no una imagen, un póster?", interroga, "estás sumido en la oscuridad; y luego me dejaron unos libros, pero eran de zombis, de asesinos seriales. Nunca me dieron la opción de escoger la lectura ni yo quise pedir nada". De los captores no escucha ni una palabra: "Ni siquiera los ves, nunca dialogas. Son parte de las instrucciones: significa la deshumanización, tratar a las personas como basura".
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De la Fuente tiene miedo, sin duda. Sufre por la pena de los de fuera, por la presión de su padre al negociar. Y se imagina su muerte: en cualquier momento pueden amputarle algún miembro, dispararle, machacarle. Pero toma una decisión: "Desde el principio me impuse romper este síndrome de Estocolmo. Encariñarte puede dejarte vulnerable", anota. Solo rompe la interactuación rellenando "con mucha inteligencia emocional" un cuestionario que le dan escondidos tras el blanco de un Equipo de Protección Individual (EPI) y sin mediar palabra.
A partir de aquí, el tiempo detenido. Alberto De la Fuente piensa en el pasado, en lo que tenía, en lo que podía haber cambiado. Piensa en el presente, un bucle continuo de grisura y temor. Piensa en el futuro: cómo será si falta, si vuelve al hogar familiar. Incluso sopesa escapar. Pero tira de fortaleza mental. "Al principio estaba paralizado por el miedo, tenía un pavor absoluto y se me ocurrieron mil formas de morir. Hay quien tiene un ataque de ansiedad y le pegan un tiro. Pero a mí me salió ese mecanismo de autodefensa que tenemos los humanos", cavila.
Sobrevivir a pesar de todo
¿Cómo saltó ese fusible? De la Fuente se propuso sobrevivir. Se comía todo lo que le ponían (que empezó siendo tres veces al día y terminó como un plato de frijoles y arroz cada 24 horas). Dosificó sus lecturas, para no aburrirse. Y caminaba horas y horas, para no perder tono muscular. "Estaba como león enjaulado, dando vueltas. Me pasaba hasta nueve horas andando", ilustra. "Muchos me dicen que no habría soportado", suspira, "pero yo tuve un momento de iluminación: no me iba a enfrascar en los recuerdos, sino en los momentos que me quedaban por vivir. Eso fue mi motor, mi medalla, mi fuente de energía”.
Tenía una cosa clara, una meta, una máxima: "El tiempo que me robaron lo voy a triplicar cuando salga". Sabía que no iba a recuperar lo perdido: ver cómo se salen los primeros "dientecitos" a su hija, corretear con su hijo de tres años y medio… "Mi esposa lo grabó para enseñármelo. Ella fue como el protagonista de La vida es bella, contándoles una historia distinta para soportarla", expresa.
A partir de ahí, sigue "tres planes". Se encomienda a Dios, con monólogos internos, aunque no era muy practicante. Se propone generar endorfinas con el deporte y el alimento. Intenta desterrar el odio, otorgarle mayor espacio a la esperanza, ser parte activa del rescate aunque sus tareas estuvieran limitadas. "Sabía que con el tiempo iban a ir apretando, que habría más infiernos dentro del infierno. Pero no me hundí. Entraron algunas veces más a pegarme. Me sacaron otras fotos y hasta dejaron de darme pasta de dientes. Entendía perfectamente la economía del cautiverio", resume.
A los 290 días, ocurre el milagro. Ajeno a los pactos alcanzados, le dejan en la calle. Desorientado, pero vivo. Salió con 25 kilos menos, apunta, y con una adicción: la de agradecer. "Nos matamos porque no sabemos manejar nuestra libertad", reflexiona. De hecho, ese era uno de los mayores problemas: gestionar esa libertad. Cuando sale, se propone seguir ciertas precauciones: "Le tuve mucho respeto al alcohol y a los fármacos. Claro que tenía pesadillas. Me dormía y a los 20 minutos estaba gritando", afirma. También fue al psicólogo, pero no duró mucho: "Tuve 20 sesiones y me dieron el alta. Me dijeron: ‘no sé qué hiciste dentro, pero te rompiste y te cosiste solo".
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Y se enfrenta a lo fundamental: el porvenir sin rémoras. "Lo de no odiar es más complejo, y más con gente que no solo te está destruyendo a ti, sino a tu familia. Gente que te está haciendo daño solo porque quiere quitarte un trozo de tu plato. Fue un trabajo mental. Me tuve que reprogramar. Al final me dieron un doble regalo: al mantenerse en el anonimato, tengo la imagen de ellos como fantasmas. A la fecha no sé quiénes son".
Te vuelves, describe De la Fuente, "como el hombre de hojalata". Y saca a colación la palabra resiliencia. "No la conocía y ahora la dice la gente para cuando les ha dejado el novio", bromea. "Creo que es algo mucho más fuerte; viene de la física, de comprimir un material y que recupere su forma", agrega, refiriéndose a otros ejemplos de resiliencia como la Segunda Guerra Mundial o el caso de Ortega Lara en España.
El miedo se quedó dentro
Gracias "a Dios", apunta, él dejó la ansiedad y el miedo dentro de "la caja". "He recuperado mi vida al 90%", calcula, "porque mi aliciente era que no podía arruinarle la vida a los míos". "Y si salí es una bendición. El libro es para ellos. Tiene mensajes bonitos como que nunca te truenes. Aunque habrá quien dude de la historia", chasquea, convencido de que él nunca se fue. "Siempre les digo que estaba todo el rato, que nunca me marché. Era otra dimensión y estaba consciente al 100%. Se te despierta el tercer ojo", explica.
Aun así, De la Fuente no pretende sacar una lección del asunto. "No volvería. Hay gente que te dice que aprendes de la vida, pero yo ya disfrutaba de la mía sin esto. No pasaría otra vez por eso. No lo minimizo: durante mucho tiempo quise que me golpearan y me dejaran inconsciente unos días". Ha aprendido, eso sí, a valorar lo nimio, lo que le sirve para relativizar traspiés como la pandemia de coronavirus. "Cuando cerraron entonces no fue igual. Había problemas, había ansiedad, pero teníamos de todo", anota quien ha logrado "domar" la angustia: "Es una de las cualidades que me dio la caja".
Este paralelepípedo domesticó algunas emociones, pero también le infundió "consciencia". Eso no significa que minimice los problemas de los demás. "A veces sí pienso que no merece la pena preocuparse por algunas cosas, pero aprendí mucho a vivir con mi soledad. Ahora, por ejemplo, es mi amiga, es mi aliada. Puedo pasar una tarde o dos días sin hablar con nadie. Y eso a mucha gente le asusta", matiza.
A él ya no le asusta, por ejemplo, ni escuchar los "espantosos" narcocorridos que le ponían, ni ver películas con casos similares al suyo. "Tengo fantasmas que llevan años operando, pero ya no asocio estas cosas", analiza quien sí ve injusticia en la desprotección, en la ausencia de consecuencias para sus raptores. "Imagínate hasta qué grado es de injusto que estando dentro continué pagando impuestos", sonríe.
No le robaron, dice, el sentido del humor. "Lo tengo muy negro, muy sarcástico", comenta, aunque reconoce que, sobre el secuestro prefiere hacer él los chistes y no soportar los de los demás. "El primero se me ocurrió dentro. Mi mujer y yo teníamos una cena y no nos apetecía ir. Yo le dije que ya encontraríamos la excusa, que me diera chance. Cuando salí, le conté que todo había sido para evitar el compromiso", bromea, cobijándose en la risa como se ha cobijado en los eufemismos para salir de esa "caja" que es más que un espacio: es otra dimensión, ya sepultada.