El 22 de abril del año 2015 se celebró en el pueblo de Hólmavik, en los fiordos del Oeste de Islandia, una ceremonia simbólica de reconciliación en la que participaron autoridades vascas e islandesas. Entre otros, estaban el ministro de Cultura de Islandia, el presidente de la Diputación Foral de Guipúzkoa y la representante municipal de Hólmavik.
Los asistentes Colocaron una placa en una roca volcánica, dieron discursos, se escuchó música y leyeron poemas, pero, ¿a qué se debió este evento? Para recordar a los 32 balleneros que perdieron la vida, justo en aquella zona, en un hecho al que se conoce históricamente como "La matanza de los españoles".
Un descendiente de uno de los pescadores vascos y otro de los asesinos representaron el encuentro de los dos pueblos que en el año 1615 se enfrentaron gracias a una ley que permitía a los islandeses matar vascos y que estuvo vigente hasta la colocación de la placa que los recuerda, 400 años después.
Ballenas
En el siglo XVI, la industria ballenera en el Cantábrico se encontraba en su punto más álgido. Pescadores gallegos, vascos, asturianos y cántabros aprovechaban el paso de las ballenas por el Mar Cantábrico para darles caza en una lucrativa industria que movía millones.
De estos cetáceos no solo se obtenía carne, que en España no se consumía y se exportaba a Francia, sino también grasa que se empleaba como aceite para el alumbrado, así como sus huesos, que se utilizaban para la construcción, y las barbas, uno de los pocos materiales flexibles que existían en aquella época.
El negocio de la caza y comercio de ballenas se convirtió en el motor de muchos pueblos costeros del norte de España, generando una competencia tan grande que existía una gran rivalidad entre los puertos pesqueros para hacerse con las mejores y más grandes piezas.
Entre 1550 y 1570, la flota ballenera española llegó a estar compuesta por una treintena de barcos tripulados por más de 2.000 hombres que capturaban en torno a 400 ballenas cada año, extendiendo su radio de acción a Terranova y Labrador, ya que el Cantábrico se les quedó pequeño para atender a tanta demanda.
De pesca por Islandia
A principios del siglo XVII, la caza de ballenas llegó a Islandia, donde sus habitantes no las pescaban, sino que remataban a las que quedaban varadas en sus costas para hacerse con su carne y sus huesos. Los islandeses tampoco tenían un negocio ballenero a nivel industrial, como sí tenían los españoles, por lo que esta remota isla era ideal para este propósito.
Cuando los vascos llegaron a Islandia, las relaciones con los locales fueron buenas. Pagaban tasas por el derecho a cazar ballenas en sus aguas, por descargarlas y descuartizarlas en tierra firme, por fundir su grasa y por el derecho a recoger madera. Además, también vendían su carne a los islandeses, por lo que el intercambio entre ellos era muy fructífero, tanto en términos comerciales como culturales.
La relación entre balleneros y locales era tan buena y duradera que llegaron a emplear un rudimentario idioma compartido que incluía términos vascos, islandeses, franceses e ingleses que les permitía la comunicación a un nivel básico.
1615, el año que lo cambió todo.
Pero en 1615, las cosas se torcieron. Islandia era uno de los países más pobres de Europa y además llevaba varios años con terribles y fríos inviernos, ataques piratas e incipientes hambrunas. Por si esto fuera poco, la isla dependía de la Corona danesa, que con pobreza o sin ella, reclamaba los impuestos a sus habitantes.
Ese año, muchos barcos balleneros llegaron a la región para iniciar la temporada de caza, de los que solo tres se quedaron en Islandia, el resto decidió continuar hacia Noruega. Capturaron varias ballenas, vendieron su carne a los islandeses e incluso capturaron varios cetáceos más pequeños para regalar a algunas aldeas costeras cuyos vecinos les ayudaban durante la temporada de caza.
El 19 de septiembre, los vascos decidieron dar por finalizada la campaña, se despidieron y prepararon sus barcos para regresar a casa, pero cuando lo hicieron un terrible temporal azotó la isla, dejando gravemente dañados sus barcos y provocando 3 muertes y varios heridos, entre los 80 tripulantes, que se separaron en tres grupos.
Muertos de hambre
Ante la inminente llegada del invierno, sin comida, sin barcos y casi sin dinero, acudieron a los islandeses en busca de ayuda. El grupo de uno de los capitanes, Martín de Villafranca, intentó comprar algunas ovejas, pero los nativos se negaron. Visitaron a un sacerdote para reclamarle unas deudas por una cantidad de grasa que semanas atrás no era importante, pero ahora era cuestión de vida o muerte, pero el sacerdote negó deberles nada, por lo que lo golpearon, lo amenazaron e intentaron ahorcarlo hasta que los ánimos se calmaron.
Mientras, los otros dos grupos consiguieron hacerse con un pequeño velero con el que pescaron alguna ballena para poder comerciar con los islandeses hasta que, finalmente, consiguieron un barco mayor con el que regresaron a España.
En cambio, los 32 hombres del capitán Villafranca iban despertando la ira local a su paso mientras robaban a personas que ya no tenían nada, lo que acabó provocando una brutal reacción.
Matando vascos
14 de ellos, fueron sorprendidos en una cabaña de la costa mientras dormían por una tropa de campesinos hartos de sus tropelías. No solo los asesinaron, sino que lo hicieron con extremada violencia. Desnudaron sus cuerpos, les arrancaron los ojos, la nariz y los genitales y sus restos fueron arrojados al mar como hombres deshonrados.
Días después, el gobernador de la región de los Fiordos Occidentales y organizador de aquella masacre, Ari Magnusson, convocó un juicio con 12 jueces para declarar proscritos a los náufragos, alegando como justificación los incidentes entre la población y esgrimiendo ante los jueces una carta del rey de Dinamarca que les permitía matar vascos.
Autorización real
En la primavera de 1615, ante la situación de hambruna y pobreza en Islandia, el rey Cristián IV de Dinamarca, había enviado una carta al Parlamento proclamando que los islandeses y mercaderes daneses tenían derecho a defenderse de los "vizcaínos" y demás extranjeros, tomar sus barcos, saquear sus posesiones y, en caso necesario, acabar con su vida.
Los jueces autorizaron a Magnusson a continuar con su persecución y justificaron legalmente la masacre ocurrida, por lo que, en los siguientes días, los islandeses fueron dando caza al resto de los 32 hasta dar con el capitán, Martín de Villafranca, que se encontró cara a cara con Magnusson.
Villafranca se rindió y se puso de rodillas implorando perdón, pero en ese momento, uno de los islandeses se echó encima del vasco y le asestó un hachazo en el pecho y el hombro. A pesar de todo, el capitán logró escapar hasta la orilla seguido por varios, se zambulló en el mar y nadó luchando por salvar su vida hasta que los hombres de Magnusson, desde una barca, lo remataron tras acertarle en la cabeza con una piedra.
Tras recogerlo medio muerto del agua, terminaron el trabajo en la orilla, donde lo desnudaron y con un cuchillo lo rajaron desde el pecho hasta el ombligo mientras las risas se extendían viendo cómo sus entrañas se esparcían por el suelo cuando intentaba ponerse de pie.
Era el último de los 32
Ari Magnusson nunca derogó aquella orden que permitía matar vascos en sus dominios, por lo que estuvo en vigor durante 400 años, hasta el 22 de abril de 2015, cuando un sucesor en su cargo la anuló. Ese mismo día, de manera simbólica, se destituyó del cargo de gobernador, a Ari Magnusson, además de acordar formalmente suprimidos los hechos de 1615.
Ese día, la ley que permitía matar vascos en Islandia fue derogada.