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Es posible que “bajo al ‘chino’, ¿quieres algo?”, sea una de las frases más comunes en Español, al menos en la Comunidad de Madrid y Cataluña, donde viven más de la mitad de los inmigrantes del país asiático en nuestro país, con un total nacional, según datos del INE, de 223.999 personas, un número que ha ascendido notablemente en los últimos 40 años. Tanto, que es una de las comunidades de inmigrantes más asentadas de España, con una amplia presencia en barrios ligados inexorablemente a su presencia y su cultura, como el de Usera, en Madrid.

Esta afluencia de inmigrantes supone que muchos de ellos han tenido descendencia con nacionalidad íntegramente española, lo que ha supuesto desafíos por múltiples razones: en primer lugar, estar expuestos a una xenofobia en ascenso (según datos de Pew Research Center, la opinión pública negativa sobre los inmigrantes de este país aumenta, alcanzando en España niveles preocupantes: dos de cada tres españoles siente animadversión por los chinos), así como la pérdida de las raíces propias de la nacionalidad de sus padres.

A pesar de lo anterior, no son pocos los casos de chinos de segunda generación que triunfan en España, y aumentan día a día. Esto genera una nueva pregunta clave: ¿supone una ventaja para alcanzar el éxito ser chino? Para averiguarlo, hemos hablado con Paloma Fang y Yong Wu, dos empresarios condenados a triunfar en lo que más odiaban: el trabajo de sus padres.

Los 'baby-boomers' del futuro

En la España de los 60-80 había una máxima para todos los que hubieran crecido en la posguerra o en los inicios de la segunda mitad del siglo XX: “Mis hijos no van a pasarlo tan mal como yo”. Esa filosofía, a la que ahora algunos achacan la poca devoción profesional de las generaciones posteriores, como ‘millenials’ o ‘zoomers’, es común entre los padres chinos que llegaron a España con la democracia: “Los inmigrantes chinos, como mis padres, tienen un punto de vista muy similar a algunos babyboomers. Es gente que lo ha pasado muy mal, como sus padres, y no quiere que sus hijos pasen por lo mismo”, explica Yong Wu, chef de los restaurantes Ikigai (y de otras empresas) en Madrid.

Esa filosofía de trabajo de aquellos que han pasado por épocas duras es muy común entre los españoles, pero los chinos, como todo, lo llevan al siguiente nivel: “Yo pensaba, después de una jornada de 16 horas: ‘Trabajo mucho’. Luego veía a mis padres, 24/7, 365 días al año, y pensaba: ‘Bueno, tampoco trabajo tanto’. No tenían ni un día de vacaciones o de descanso".

Con esto coincide también Paloma Fang, dueña de 9 restaurantes en Madrid (entre los que destaca Ninja Ramen, uno de los primeros en servir este plato en la ciudad): “Veía a mi madre, cuánto trabajaba, 365 días al año y pensaba: 'Yo no quiero dedicarme a esto cuando sea mayor'. Sin días de descanso, sin vacaciones... Mis padres me decían que cuidase los restaurantes, porque algún día serían para mí, y yo les contestaba que se los quedasen, que no los iba a querer”. Esa intención, claro está, quedó en una irónica vuelta de tuerca: “Y fíjate, ahora con 9 restaurantes”.

Tanto Paloma como Yong pasaron por una adolescencia compartida por una gran mayor parte de los hijos de inmigrantes chinos: los fines de semana, no te vas al cine, o a hacer ‘botellón’ con tus amigos, sino que vienes al restaurante y ayudas. "Mis padres eran hosteleros y, los fines de semana, en vez de salir por ahí, me ponían a currar en el restaurante, primero como friegaplatos y luego atendiendo la sala", explica el chef madrileño.

Wu posa en uno de sus restaurantes.

Wu posa en uno de sus restaurantes. Cedida

Por su parte, Paloma tuvo una adolescencia muy similar (aunque con claras diferencias que se explicarán más adelante): “Al llegar, con la cultura asiática, los fines de semana ayudaba a mi madre en el restaurante. Pensaba: ¿por qué los fines de semana mis amigos pueden estar con su familia o amigos y yo tengo que estar aquí ayudando al negocio de mis padres? Eso hizo que odiase la restauración”.

La cultura del trabajo es muy distinta en España y en China, siempre lo ha sido. “Hay una filosofía de trabajo ‘china’ que inculcan los padres”, explica Yong, pero avisa de que no es exclusivamente asiática: “A pesar de eso, en España me he encontrado con mucha gente, sobre todo empresarios, que trabajan tanto o más que los inmigrantes chinos”.

Sin embargo, en el éxito empresarial hay que tener en cuenta que cierto equilibrio es esencial, y Paloma puede dar fe de ello: “Hay cosas de la cultura de trabajo española que son esenciales para los negocios. El equilibrio entre vida personal y laboral es un pilar. Soy la jefa, pero si llamo por teléfono a las 6 y media a alguno de mis empleados y me contesta el teléfono, le digo que qué hace todavía allí”.

Esa unión, explica Paloma, también toma cosas de la cultura china: “En los restaurantes asiáticos la rapidez es un factor fundamental. Tenemos la filosofía de actuar primero y ajustar después. Esto unido a la ejecución ‘española’, que presta mucha más atención a los detalles y es más prudente y planificada, es una fórmula ganadora”.

Pero, explica Paloma, hay un factor más importante todavía, la toma de decisiones, de cuya vertiente china no es fan: “En china, todo está dominado por los superiores. Yo te digo y tú haces. Los empleados solo siguen órdenes. A mí siempre me gusta escuchar las opiniones de mis equipos. Las discusiones son abiertas y todos los puntos de vista bienvenidos”. Este cambio de filosofía, explica la empresaria, permite innovar y avanzar más y mejor que si todo dependiese de una sola persona.

Infancias complicadas

Las relaciones de los chinos de segunda generación con sus padres pueden ser, como mínimo, complicadas. Yong y Paloma, así como decenas de miles de chavales chinos en España, pasaban los fines de semana en el restaurante de sus padres, pero eso era solo la punta del iceberg.

Cuando Paloma cumplió tres años llegaba a casa de la guardería y sus padres le hablaban en mandarín (como es lógico). ¿Sus respuestas? En un perfecto y más que castizo español. En realidad, ese había sido el objetivo desde el primer momento: “Nací en agosto en Madrid. Por eso me llamo Paloma. Mi madre tenía muy claro que no iba a llevar un nombre chino, sino uno de aquí”.

En efecto, la niña habla español. Objetivo cumplido, ¿no? Ojalá todo fuese tan fácil: “Pensaron que, cuando fuese mayor, iba a perder las raíces chinas. Así que con esos tres añitos me mandaron a estudiar a Taiwan hasta que cumplí 15 años, que regresé a Madrid”.

Paloma Fang

Paloma Fang Cedida

Doce años se pasó Paloma con su abuela en la isla en la costa este de Asia continental. Esto, curiosamente, echó por tierra gran parte del trabajo de los primeros tres años de avance de una identidad nacional: “Me pasó lo opuesto que ocurre con muchos chinos en España. Cuando llegué a Taiwan nadie podía decir Paloma, les cuesta mucho, así que me tuve que poner un nombre chino falso para que a la gente le fuese más fácil, como aquí que inmigrantes chinos se llaman María, Rosa, Julio... Así que pasé a llamarme Xaolin”.

Paloma pasó a ser una extranjera en todas partes, dado que “cuando era pequeña sentía una cosa rara. Cuando fui a vivir a China, me miraban como a una extranjera, y cuando volví a España, también. No me sentía española, porque la gente me trataba como si solo fuera asiática”.

Pero los desafíos y dificultades conllevan un aprendizaje que puede ser positivo: “Cuando empecé a trabajar, esa cosa negativa cambió su significado: empezó a ser una ventaja. Tenía dos culturas diferentes. Conociendo la cultura de ambas partes es como monté mi cadena de restauración. Ahora, saber chino me es muy útil, porque puedo leer, entender y escribir un contrato, por ejemplo, sin ningún problema”. Eso sí, a su regreso, ese castizo acento se perdió completamente: “Empecé con el español (de nuevo y de cero) a los 15 años”.

Por su parte, Yong no es chino, ni español (bueno, ahora sí), sino francés: "Nací en 1989 en París, a los tres años vine a España y luego de vuelta a Francia, hasta que me establecí aquí". Esa infancia casi nómada no casó bien con su desempeño escolar, explica: “Era un estudiante terrible y a los 16 pensé: estudiar no tiene ningún sentido para mí. No tenía motivación, hasta que un amigo que era informático me propuso montar una empresa con 17 años". La idea era que iban a probar suerte con las tecnológicas, pero la realidad es que acabaron dedicándose a la construcción. ¿El resultado? Un estrepitoso fracaso: “Adquirimos una deuda de 100.000 €”.

Al igual que con la empresaria, el trabajo de fin de semana en el restaurante de sus padres hizo que Yong no quisiera dedicarse a la hostelería, pero el destino tenía otros planes: “Después del fracaso de la empresa, no tenía muy claro qué hacer. Me apunté a un máster de Empresariales, pero, como nunca me ha importado mucho lo que pensasen de mí, ni siquiera amigos o familiares, me puse a pensar en qué me gustaría hacer si no tuviera ningún tipo de presión. Es por esto que dije: 'Me gusta comer'. Como jamás me van a pagar por comer, elegí hacer lo más parecido, cocinar”.

Pasó por las cocinas de diversos asiáticos de Madrid (entre ellos el Ginza) e, incluso, por las de un estrella Michelin. De ahí, hasta que llegó Ikigay (y los que vinieron después).

50% chino y 50% español

“De niño todos mis amigos y conocidos eran españoles”, explica Yong. Ahora, en cambio, es otra historia: “He aprendido a hablar chino ahora. Crecí hablando solo español. Ahora, yo diría que el 50% de mi círculo es español y el otro internacional, donde hay chinos, claro está. Me considero un ciudadano del mundo. No tengo la necesidad de recuperar el legado o de ser patriota español, francés o chino. Me quedo con lo mejor de cada cultura, sea la que sea".

La integración de los niños chinos de segunda generación es complicada por diversas causas: xenofobia, lenguaje, cultura… pero uno de los principales obstáculos, explica Paloma, es el ámbito familiar: “Es un círculo muy cerrado. La mayor parte de mis cocineros son chinos y, sobre todo, con en el COVID-19. Ahora, cada vez que pasa algo les doy tiempo libre para que estén con sus hijos y sean padres. Esa es una de las grandes diferencias entre la cultura china y española. Mi madre nunca me dijo (ni yo a ella) ‘te quiero’, lo que es impensable en una familia de aquí. Son mucho más cerrados y yo, a mis hijos, se lo digo todo lo que puedo, todos los días. Es algo que tenemos que aprender”.

Las historias de éxito chinas (y, si somos realistas, la inmensa mayor parte de las españolas también) tienen sus bases en el esfuerzo desmedido. Otra cosa es que este haya sido inculcado por sus padres, pero ¿a qué precio?