María Laura Espido Freire (Bilbao, 1974) ya ha dejado de ser la ganadora más joven de todos los premios literarios de este país, pero sigue siendo una especie de criatura fuera del tiempo. Algo a medio camino entre lo aristocrático y lo gótico. Ha ganado el Azorín con un vívido novelón sobre la última zarina rusa, Llamadme Alejandra. Sentarse a hablar con ella es entrar en un ámbito que hiela amablemente la sangre. Espido es exquisita. Es feroz. Es, bueno... es distinta. Distintísima.
Me recuerda usted, señorita Grau, que en todos mis bios se destaca siempre siempre siempre que fui la ganadora más joven del Premio Planeta. Y del Ateneo. Y del... Sí, pero el Planeta es el más impactante, zanja usted. Y además es el típico premio que se suele ganar a edades más avanzadas, cuando se es una figura más consolidada. Me pregunta ahora usted si insistir tanto en haber sido la autora más joven en ganar esto y lo otro es tan relevante o se parece más a coger el rábano por las hojas, la anécdota por la categoría. Lo que sucede es que yo cuando gané estos premios tenía la edad que tenía, no tenía otra. Pero yo, ¿sentirme representante de una generación o algo parecido? Qué va. Yo no me considero representante de nada. Yo hablo por mí y a veces ni por mí.
Comenta usted que me hace esta pregunta bajo el influjo de la lectura reciente del tremendo novelón de Rafael Reig La cadena trófica, donde de algún modo recorre y ordena toda la historia de la literatura española, la deja perfectamente recogidita en movimientos, generaciones, y tal y tal. Que si los neoclásicos, que si los románticos, que si los realistas, que si los del 98, etc. Y apunta usted que en estos casos siempre tiene una sensación de prestigiditación, de reconstrucción a posteriori de una falsa realidad literaria donde el escritor aislado, original y que va a su bola sería una rara avis…
Cuando lo cierto es que es mucho más frecuente de lo que académicamente se piensa. En mi caso y en el de casi todos los escritores que yo conozco, la verdad. Mire, cuando yo empecé se hablaba mucho de que éramos la Generación Kronen. Sin embargo, Juan Manuel de Prada, o Martín Casariego, o Marta Rivera de la Cruz, o yo misma, no pegábamos con eso ni con cola. No encajábamos en esa generación ni sentíamos la necesidad de pertenecer a ninguna.
No quiero saber nada de política y he pagado el precio: ahora mismo no escribo en ningún periódico
Porque a veces es eso, parte reconstrucción a posteriori, parte sentimiento o necesidad de pertenencia. ¿Y parte de qué más, dice usted? ¿De mamoneo? Me aclara usted enseguida que por mamoneo entiende ir de generación o de movimiento literario para funcionar en la práctica como una secta, para copar entre un grupo de amigos determinados premios y canonjías, puestos en la Academia. A la Camilo José Cela, me requeteaclara usted, por si yo no lo he entendido a la primera. Pues mire, de verdad que yo todo eso lo desconozco. Me he reído porque me ha hecho gracia cómo lo decía usted, perdone, pero si yo he sido víctima de algún mamoneo de ese tipo, de verdad que no me he enterado. No sé qué oportunidades habré perdido, y como no lo sé, no sufro.
Hace tiempo que me siento mucho más segura porque ya no soy lo que hago. Lo que soy es una cosa y lo que hago es otra, y las críticas a lo que hago no permito que alcancen a ser ataques contra mí. Por ejemplo, yo trabajo mucho con Fernando Marías, tenemos proyectos conjuntos como Los hijos de Mary Shelley que para nada nos hacen funcionar como una mafia. Hay que ver, señorita Grau, cómo se le ha iluminado la sonrisa al mencionar yo a Fernando Marías, ya veo que le cae muy bien. ¿Cómo dice? ¿Que es el único autor literario al que usted le ha dicho en su cara que un libro suyo no le gustaba, o no le gustaba del todo por lo menos, y se lo dijo encima en un programa de televisión, y va Fernando Marías y lo encaja como un señor, como un caballero? No me extraña nada.
Y ahora de repente se me queda usted mirando a los ojos y me suelta: ¿y si yo ahora le digo, Espido, que su última novela no me ha gustado nada de nada, usted cómo se queda? ¿Yo?... Yo no me lo tomo mal… De verdad… No encuentro en el lector ninguna obligación de que le guste lo que yo haga. Usted además ni siquiera ha elegido leerse este libro en concreto, se lo ha tenido que leer para hacer esta entrevista. Me parece perfectamente posible y normal que por lo que sea no te guste. Me extraña más que alguien se equivoque voluntariamente al elegir y comprar un libro, pero no me preocupa demasiado.
¿Vamos las dos de farol?, vuelve a soltarme usted. Yo no, no, no. ¿Cómo dice? ¿Que me ha dicho esto para ver qué cara ponía yo, pero que en realidad no es el que mi libro le haya gustado, es que le ha encantado, y sospecha además que yo lo he sabido todo el rato? No, para nada, no, no, no. Ay, cuánto me alegro de que le haya gustado, de verdad. Pero era sincera cuando le decía que de no ser así lo entendía y además no me disgustaba. Yo tengo claro que en cuanto el libro está acabado, ya no es responsabilidad mía.
Yo, en cualquiera de mis libros, ofrezco una visión. Y en este caso, además, ofrezco una visión sobre un tema que el lector ya conoce. Es decir, que usted va a construir su visión sobre lo que usted ya sabe y sobre lo que yo le cuento. Es un proceso libre en el que yo no entro ni quiero entrar, como no quiero entrar en los motivos por los que yo a determinada gente le resulto más simpática o más antipática. Me ha llevado años asumir eso, trascender el “ay, por qué a mí no me quieren”. Qué pasa, a mí también me cae mal gente que no conozco de nada. ¿Cómo dice? ¿Que usted no se cree esta perfecta indiferencia que procuro mostrar ante el caer bien o caer mal, que usted sabe o cree saber que absolutamente todos, cuando caemos mal, nos revolvemos contra ello tratando de averiguar por qué?
Evidentemente esta indiferencia no se alcanza porque sí, es fruto de toda una estrategia. Que en mi caso puede que tenga que ver con la idea de precocidad, no hay mucha costumbre aquí de tratar con escritoras, no digamos con escritoras jóvenes. Yo, además, tengo una manera muy clara de hablar de ciertos temas que en un momento dado puede polarizar. Por ejemplo, sobre el tema taurino. Sé que me gano enemigos cada vez que digo, como dije hace muchos años ante el Parlamento catalán, que para mí los toros no son arte y que yo preferiría que se acabaran.
No me gusta ver a un hombre ponerse delante de un toro para matarlo o para morir, sufro por el hombre y por el animal. Aquí usted muerde la presa y no la suelta: me pregunta a bocajarro si yo soy partidaria de prohibir los toros. Mi respuesta es que a mí me gustaría que se acabaran. Protesta usted que esto no es una respuesta, que aclare si me valdría que los toros se acabaran porque se acabaran por sí mismos, porque sí, o prohibiéndolos. Yo le digo que me gustaría que entre todos encontráramos una manera de que ese espectáculo acabara. No la veo a usted muy conforme, pero fíjese que yo, que tantas veces y sobre tantas cosas me han acusado de ser tibia, en esto no lo soy nada, no soy nada tibia, entonces me he ganado muchas críticas, hasta que me acusen de ir a favor de los nacionalistas, qué sé yo.
En las generaciones o movimientos literarios hay cierta reconstrucción a posteriori, cierta necesidad de pertenencia y no sé si de mamoneo, eso lo desconozco
De tibieza en tibieza y tiro porque me toca, zanja usted: esto de sacar una novela sobre la última zarina, Alejandra, ejecutada con toda su familia, perro incluido, por los bolcheviques justo cuando se cumplen cien años de la Revolución Rusa, ¿es cálculo editorial o provocación? Bueno, yo hace muchos años que llevo trabajando en este tema. Ha coincidido bien, si usted quiere, pero no estaba pensado así.
Yo trataba de dar la visión de esa zarina, de esa mujer, cuya voz nunca fue ni ha sido escuchada. Hay testimonios de ella, no muchísimos, pero los hay. Pero me interesó la visión de una mujer que sólo quería ser ama de casa y, en cambio, le tocó ser emperatriz, y en qué momento. A ella le importaba su familia y todo lo demás le daba igual: le daba igual la Revolución, tenía un sentimiento de responsabilidad hacia su pueblo pero a ella le interesaba lo que le interesaba. Volviendo a lo que decíamos antes de reconstruir a posteriori, yo creo que gran parte de la historia de esta mujer se reconstruye y hasta se reinventa un poco a posteriori.
Sin ir más lejos, su relación con Rasputín, clava usted la primera en la frente. Pues sí, ese es el ejemplo más claro. Pero también su origen alemán, su manera de ver el mundo, su relación con su marido. Debo decir que a mí me parece que Alejandra lo hizo fatal. Fatal. No era nada capaz de analizar la realidad con cierta distancia, estaba demasiado pendiente de sí misma y de sus relaciones, no veía más allá de su ombligo, para entendernos, y le faltó una visión general que pudo haberle facilitado muchas cosas. Eso me hizo sentir cierta antipatía por ella que he tenido que esforzarme en vencer.
Me caía mal por rígida, por ejemplo. Radical. Poco capaz de ponerse en el lugar del otro, o estabas con ella o estabas contra ella. Demasiado descuidada socialmente, sin tomarse ninguna molestia elemental para agradar. Recuerda usted muy divertida, señorita Grau, la bronca que en un momento determinado de mi novela le echa a Alejandra la emperatriz Sissi de Austria, cuando le advierte de que a una reina guapa y elegante se le perdonan muchas torpezas mientras que a una fea y desaliñada no le pasan ni una. Ciertamente parece una frivolidad pero es un discurso de hondo calado político, me gusta mucho ese capítulo de la novela, el diecisiete, precisamente la otra gran figura de ese período que me interesa es Sissi, pero a Sissi ya la había cogido Ángeles Caso.
¿Cómo dice? ¿Que parece que las escritoras de por aquí parecemos a veces aves de rapiña disputándonos a las grandes reinonas de la Historia? Ay, ahora me ha hecho usted reír. Bueno, resumiendo, que me apetecía mucho meter ese discurso de Sissi porque es mucho más agudo y más político. Sissi era una mujer mucho más inteligente que Alejandra. Además, fue una erudita, una intelectual. Alejandra, no.
Vuelve la cabra, es decir, usted, a tirar al monte, y a acusarme de pasar de puntillas sobre la relación de la zarina con Rasputín tanto en el libro como en esta entrevista. La visión de Rasputín que aparece en el libro es la que tenía Alejandra, hay mucho testimonio textual suyo. Ella tenía una visión de él si tú quieres completamente sesgada, le veía como un verdadero santo capaz de hacer milagros y obrar prodigios. Similar al Tolstói crepuscular, apunta usted. Pues sí, no son figuras muy lejanas. La cuestión es que nosotros ahora tenemos mucha más información de su vida, de su entorno, de su país y del propio Rasputín de la que tenía Alejandra. Nosotros sabemos cosas que ella no tenía manera de saber y que a lo mejor de haberlas podido saber, no habría querido.
Sé que me gano enemigos cada vez que digo que los toros no son arte y que me gustaría que se acabaran
Harta de dar vueltas y revueltas, me pregunta usted directamente por la tremenda leyenda sexual de Rasputín. A ver, que mantuviera relaciones sexuales con la zarina o con nadie de su familia, eso es falso, es un infundio. Está bastante probado que no ocurrió en ningún momento. Debo decir que yo he estudiado a Rasputín muy a fondo, tengo casi más información de él que de la misma Alejandra. Tentada estuve de escribir la novela en forma de capítulos alternos, protagonizados uno por él, otro por ella. Pero me tuve que contener porque en el momento que aparece Rasputín, zas, te come la novela, y de ella no quedaban ni las migas. ¿Por eso mantengo literariamente casi todo el rato la cabeza de Rasputín debajo del agua?, me pregunta usted. Pues sí, literalmente [risas].
¡¿Y qué hay de la escalofriante profecía-maldición que Rasputín lanza en las páginas del libro, afirmando que si muere a manos de miembros de la nobleza Rusia se llenará de horror y de sangre “por tres veces veinticinco años”, es decir, lo que más o menos ha venido a durar el poder soviético? ¿Eso lo dijo tal cual o también está reconstruido a posteriori, me tira de la lengua usted? Ciertamente hay dudas de si lo dijo o no lo dijo. Él generalmente dictaba sus textos. Sabía escribir pero escribía muy mal, y esa maldición se conserva escrita, pero con una letra distinta a la suya, entonces, es complicado saber si de verdad lo dijo o se le hizo haber dicho.
Siempre ha habido muchos intereses en torno a esa figura tan controvertida. Es verdad que Rasputín no se benefició directamente de los zares, aparte de que la zarina era una tacaña espectacular. Replica usted que, en cambio, da la impresión de que le fue muy bien como limosnero de la Corte, jugando un papel similar al que en su día jugó el poeta y sacerdote catalán Jacinto Verdaguer, otro que tal, cuando repartía las limosnas de la poderosa casa del marqués de Comillas. Exactamente, Rasputín buscaba ese tipo de poder.
No es verdad que la zarina mantuviera relaciones sexuales con Rasputín, pero sí le dio mucho poder porque veía en él a un santo
Juegos de tronos y de poder aparte, parece que a usted, señorita Grau, uno de los puntos de esta historia que más le han llamado la atención es que aquí se reivindica el poderío histórico y emocional de la gran Iglesia Ortodoxa Rusa, de cómo esa oleada tantas veces calificada de bárbara y arcaica ha acabado devorando el experimento bolchevique y soviético. Me advierte usted de que es casi subversivo escribir en estos tiempos podemitas sobre el inmenso poder con que está volviendo la religión en Rusia, donde la juventud vuelve a ser creyente, conservadora y pequeñoburguesa y a venerar a los Romanov, pero no sólo en Rusia, pasa en muchas otras partes del mundo.
Sissi le echó una buena bronca a Alejandra, la avisó de que a una reina guapa y bien vestida se le perdona todo, y a una fea y desaliñada no le pasan ni una…y tenía razón
¿Digo esto con preocupación o con ánimo peyorativo?, me pregunta a bocajarro usted. No, sólo digo que eso está ocurriendo. Estamos las dos de acuerdo, parece, en que después de una aparente borrachera laica e incluso anticlerical universal, en Occidente por lo menos, es verdad que el remanente anticlerical se radicaliza pero la fe religiosa vuelve por sus fueros y con mucha fuerza. Hace no tanto una persona más o menos moderna e ilustrada tenía que dar muchas explicaciones de creer en Dios. Cierto, cierto.
Yo personalmente soy agnóstica, me gustaría quizá tener una fe que me protegiera como un salvavidas, pero carezco de ella. El caso es que sí observo un masivo retorno a la fe sobre todo en las personas desplazadas, que han perdido su arraigo. Personas que se han visto obligadas a cortar con su vida anterior, a elegir nuevos valores, y van y eligen esos. Esto pasa en Rusia como pasaba entre los pioneros en el Salvaje Oeste, que eran muy religiosos y muy conservadores, porque la fe en sus valores les protegía de una vida muy dura y muy nueva. Pasa en el Salvaje Este ruso y pasa en nuestro entorno más próximo. ¿Fin de ciclo? Sí, quizá se cierra un ciclo en que Dios no parecía necesario, ni sexy. Y ahora de pronto lo vuelve a ser. Supongo que es bueno haber roto cierto dogmatismo sobre estos temas, ser más libre de creer o de no creer. Y también debe haber cierto espíritu de contradicción, mis padres no creían en Dios, pues hala, yo sí.
Para acabar, se come usted la cola de su propia pescadilla cuando inquiere si me preocupa que alguien vea o entienda todo esto que he escrito como una provocación ideológica, como una reivindicación de los enemigos de la Revolución o qué sé yo. Pues no, no me preocupa. Pero ¿no me preocupa porque creo que no va a ocurrir o porque me la bufa?, con toda intención zahiere usted. Si ocurre, en mi opinión, le estarán buscando tres pies al gato. Efectivamente esto no es mi Archipiélago Gulag, es un estudio psicológico de un personaje. Yo no soy una persona muy marcada por la ideología, sabe. La política es algo de lo que tiendo a desconfiar profundamente. ¿Que ese es un lujo que no todo el mundo se puede permitir? Yo he pagado el precio. Ahora mismo no escribo en ningún periódico, sin ir más lejos.
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