Miguel es un animal de mar, aunque tras más de veinte años viviendo en mitad de la naturaleza su rostro se asemeja más al de una criatura del bosque que al de una del océano. Las costillas se le marcan como branquias y su columna vertebral se hinca en la piel como las espinas de un pez. Pero el vello facial asoma por sus orejas como ramas desordenadas de un árbol. Cuando escucha un ruido las pone tiesas como una gacela a punto de huir de su depredador. Su cabello es del gris de un cielo nublado, pero sus ojos son violetas: siempre lleva unas gafas de sol redondas con el cristal teñido de este color. Rara vez se las quita desde que las encontró en la arena hace una década. No le gusta que le miren. A veces le confunden con un turista más que disfruta de la playa, pero cuando los cientos de visitantes abandonan el lugar, Miguel sigue ahí. Pocos saben que vive en una antigua cueva de pescador en la ibicenca Cala Saladeta. El tiempo parece haber erosionado su cuerpo hasta fusionarlo con las rocas que rodean la pequeña casa que habita.
A medida que avanzan los años —ahora tiene 64— Miguel se vuelve más asceta. Hace 30 se desterró a sí mismo de Olot, el pueblo catalán en el que nació, y de la humanidad. Según cuenta, llegó a la isla con una oportunidad laboral: un amigo le propuso crear un restaurante similar a El Barroco de Cadaqués —al que Dalí acudía a menudo— en San Rafael (Ibiza). "Era un tipo muy bueno como relaciones públicas pero a nivel de dinero... un desastre. Se lo fundía todo. Se le daba muy bien montar negocios, había viajado mucho y parecía conocerlo todo. Lo montamos pero al final cerró. Al tío se le fue la olla. Quiso dar la vuelta al mundo y se lo alquiló a unos franceses. Ya no volvió, lo perdió todo. Se tomaba una botella de Bourbon al día y fumando sin parar...".
Ibiza es una vieja fotografía a la que se le ha ido el color. Cada año, la llegada masiva de turistas deja a la isla demacrada, con la piel estriada y los huesos desgastados. Incendios por bengalas lanzadas desde un yate, basura en el fondo marino, espacio público usado ilegalmente para instalar hamacas, enclaves naturales reconvertidos en aparcamientos... La conquista humana del paraíso es la espinita de Miguel: "La gente agobia mucho. Antes vivía aquí y no venía nadie. Me pasaba la vida en pelotas. Ahora han convertido esta cala, que es una playa salvaje, en Benidorm. Los que vienen aquí no son civilizados. Que si las palas, que si los móviles, que si todo el día preguntando...".
—¿Qué tipo de cosas le preguntan?
—Pues que si vendo droga. O que si yo recojo la basura. Si los miras te das cuenta de que no son discapacitados mentales, pero hacen preguntas absurdas... Si tú traes tu basura lo normal es que te la lleves, no vengas a preguntarme que si me la quedo yo. No me relaciono con nadie ni loco. Esto es la globalización y esto hay que acabarlo. Tú pregúntale a la gente: "Perdone, ¿usted sabe que es una playa salvaje?". La gente no está mentalmente preparada para esto. El sitio es bonito, tienen sus cervezas, su musiquita... Pero no puedes estar todo el día jugando a la pelota y a las palas en una playa que mide diez metros. Vete a una grande donde haya espacio para todos. En una tan pequeña están todo el día pim, pam, pim, pam. El ayuntamiento de San Antonio lo anuncia como playa salvaje, y fue declarada la segunda mejor playa de Europa hace unos años. ¿Y lo cuidan? No. Si fuese yo, lo cuidaría a morir.
A la entrada de la cueva, justo al cruzar las puertas de madera, me recibe una cucaracha muerta. Está boca arriba, como los turistas que toman el sol en sus toallas a escasos metros. La criatura kafkiana parece estar ahí con la intención de recordarle a Miguel que por mucho que se aísle, la ciudad —y sus plagas— están por todas partes. Sentado en una silla de tela y con un café en la mano, reconoce que es mucho menos que un hippy. "Los primeros hippies aquí eran americanos. Cuando invadieron Vietnam, muchos ricos que no querían ir a luchar a Vietnam buscaron sitios donde refugiarse. Y unos cuantos se vinieron a San Carlos [un municipio de la isla]. A Vietnam no fueron los ricos, solo los pobres. Los otros no querían hacer la guerra. San Carlos se convirtió en el pueblo de los hippies de oro porque los papás les mandaban un cheque cada mes para vivir".
La de Miguel no es una casa convencional ni tan siquiera en el interior. Hay un par de colchones apilados a un lado y una ventana minúscula. No hay productos de limpieza —al menos a la vista—, ni muebles. Tampoco fotografías. Solo unos cuantos libros sobre la isla que reconoce no haber leído. "Algunos me los han regalado o los he encontrado por ahí. Apenas leo y hace años que no voy al cine".
—¿Cuál fue la última película que vio?
—Avatar, en 3D además. Me gusta el espectáculo, me gusta el futuro y la gente inteligente. Aunque creo que el buen cine acabó en los años setenta.
—¿Le gusta la ciencia ficción, entonces? Seguro que muchos turistas le parecen replicantes [robots con apariencia humana], como en Blade Runner.
—Pues sí. Ahora mismo provoco un apagón tecnológico y os quedáis todos hechos mierda. Es una realidad. Si apagasen todo, ¿qué haríais vosotros? Habéis creado una sociedad en la que le habéis dado vida al sistema. Dinero al banco, tarjetas de plástico… El gran hermano que cuida de ti, de tus limitaciones, se ocupa de tu información, lo controla todo con microchips…
—¿No tiene cuenta en el banco?
—No.
—¿Y DNI?
—Se me caducó y lo volví a renovar hace un año para votar en las elecciones. No había votado nunca. Ni siquiera estaba empadronado. Lo hice en Santa Inés, que me pareció el sitio más auténtico de la isla.
—¿Y si tiene que ir al médico?
—No voy salvo que sea algo grave. Un día fui y me preguntaron si era alérgico a algo. Les dije que era alérgico a los hospitales. El tío empezó a preguntarme sobre drogas, creía que era un drogadicto.
Tras quedarse sin trabajo, Miguel, que estudió electrónica y carpintería cuando era joven, comenzó a buscarse la vida como pudo. "Empecé a hacer arreglos en barcos, tareas de mantenimiento. Me iban pidiendo cosillas. Y eso es a lo que me dedico ahora. Cuando me llaman voy, y el resto del tiempo me cojo mi barco, que compré hace ya muchos años, y salgo al mar". Cuando llegó a la isla vivía en una casa de alquiler, pero según cuenta, le echaron. "Cuando Ibiza empezó a ponerse de moda, los dueños se dieron cuenta de que podían alquilar la casa por más dinero, yo no podía pagar más así que tuve que irme a la fuerza". Tuvo la suerte de conocer a un pescador ibicenco que le cedió la cueva. "Es un tío especial. Le gusta estar solo, escuchar música clásica, le asusta tanta gente. Cuando venía le preguntaban qué había pescado, qué hacía ahí… Era un ibicenco antiguo y no le gustaba eso, le molestaba".
Miguel reconoce que hace años que no ve a sus padres, que viven en Olot. "Ellos no han llegado a ver que vivía aquí. Venir es complicado y caro". Apenas quiere hablar del tema. Lleva tantos años en soledad que no está acostumbrado a que escarben en su intimidad. No mira a los ojos cuando habla, sino al mar. "Casi nadie sabe que estoy aquí, y prefiero que así siga siendo. No me apetece mucho hablar de mí ni que me saquen fotos. No vaya a ser que venga el ayuntamiento o quien sea a tocarme los cojones. Hay gente que se cree que me toco la bola o que mi familia tiene dinero y vivo de eso. Yo soy un buscavidas. Y no necesito casi nada para vivir".
A su lado hay una pequeña cocina de gas con una sartén con restos de pescado. En la única estantería de madera que hay reposan latas de comida. "He vivido sin electricidad. Traía una batería del coche y la cargaba. La ponía aquí para la luz o para escuchar la radio un rato".
—¿Tiene hijos?
—No, no podría. Por el tipo de vida que llevo no puedo tener familia. Yo soy un caos pero mi caos es mío. Te topas con la administración, con las leyes, con los juzgados… Es un agobio, ¿no? Te exigen papeles para todo. Es una sociedad que está de acuerdo en saber todo de ti. Internet, televisión… La mejor manera de ser libre es no tener esas cosas.
—Pero tiene un móvil.
—Tengo un Nokia de hace años y cuando lo enseño me dicen que es tercermundista. ¿Por qué? ¿Porque no tengo… eso? ¿Cómo se llama eso? [señala mi mano].
—Smartphone.
—Eso. Yo solo uso el teléfono para que me llamen para hacer arreglos en barcos. O sea, para trabajar. A Telefónica le debo sesenta euros. Un día me llamó una señora diciéndome que tenía que pagarles con tarjeta, les dije que no podía porque no tengo cuenta en el banco. Llamé mil veces hasta que al final conseguí hablar con una persona que no me llamara "don Miguel" todo el rato. Al final le dije: "Te voy a pagar, pero me mandas un papel firmado donde diga que nunca más me vais a fiar". No quiero que nadie me fíe ni un duro.
A pocos kilómetros de la cala, en una carreterita por la que cruzan más salamandras que coches, un grafiti parece burlarse del viejo Miguel: "The world continues needing people like you" —"El mundo continúa necesitando a gente como tú"—. Él, sin embargo, no quiere saber nada del mundo. Lo aparta con la mano como a una mosca que molesta durante la siesta. Arruga el gesto cuando observa a la gente desde su cueva. Solo el mar consigue relajar su rostro. Cuando el sol ya no quema, se adentra en el agua y comienza a remar. El día acaba de empezar para él.
**El mundo está lleno de gente extraordinaria en la que apenas reparamos. Durante agosto contaremos las historias de quienes suelen pasar desapercibidos, pero que viven su vida de una forma única. Aquí puedes leer el primer reportaje de la serie: El luchador manco.
—¿Por qué lo hace?
—No necesito nada más. Quiero vivir tranquilo.
—¿Desde cuándo?
—Vine a la isla hace casi treinta años. Cuando me quedé sin casa, un amigo pescador me ofreció la cueva, que es suya, y aquí sigo.
—¿Qué ha aprendido?
—Que la gente agobia mucho y que me molestan sus comportamientos. No están civilizados. Que si las palas, que si los móviles, todo el día preguntando...