"Así conocí a Bin Laden en un campo de entrenamiento y así nos anunció el ataque del 11S"
Mourad Benchellali, francés de 35 años, viajó a Afganistán semanas antes del atentado de Las Torres Gemelas. Conoció a su ideólogo en agosto de 2001.
11 septiembre, 2016 00:38Noticias relacionadas
Mourad Benchellali no sonríe. Tiene un gesto rudo subrayado por unas pobladas cejas negras que recrudecen su discurso cuando las mueve al son de su historia. Habla en voz baja. En ocasiones, casi inaudible. Articula lentamente y su mirada huye sin descanso durante las cuatro horas que durará nuestro encuentro.
Indaga en lo más profundo de su memoria y allí pesca una fecha clave, la que cambiaría su vida para siempre: junio de 2001. Benchelalli, francés de padres argelinos, tiene 19 años, una novia, y un trabajo como agente de mediación social a las afueras de su Lyon natal.
Su padre es imán desde hace 25 años, pero él no es practicante. Acaba de mudarse a su nueva casa y todo parece indicar que vive la vida que le tocaría vivir a un joven de su edad. En cambio, nunca ha atravesado otra frontera que la de su barrio, y la propuesta que está al caer va a catapultar su imaginación hacia lo desconocido.
Esta propuesta vendría de la mano de M. Benchellali, su hermano mayor. Tiene 29 años y una fuerte influencia en Mourad. “Yo admiraba su valor, porque desde mi barrio francés veía que él había pasado los últimos años viajando por países musulmanes, conociendo a gente... Para mí todo eso era lejano. Excitante”.
Al regresar de su último viaje, esta vez a Afganistán, M. Benchellali rodeó con el brazo a su hermano pequeño, al que consideraba poco creyente, y lo invitó a imitar su coraje y lanzarse a la aventura del descubrimiento de su fe.
“Mi hermano mayor se había vuelto muy religioso, y me explicó que todo musulmán debía vivir bajo un Estado Islámico en algún momento para saber cómo era aquello desde dentro”, cuenta.
“Entonces fue cuando me habló de Afganistán por primera vez. Él acababa de volver de allí, y no le parecía bien que yo viviese mi religión como la vivía. Decía que yo era poco religioso, y era verdad. Que tenía que ser más practicante, y que en Afganistán había hecho muchos amigos que podrían acogerme en sus casas durante un tiempo para que conociese mi religión de cerca”. Interrumpe sus propios recuerdos para aclarar: “En realidad, para él, el islam de los talibanes era el verdadero islam”.
Pero Mourad no estaba del todo convencido. “Me daba miedo, ¿cómo no? Con todo lo que se veía en la televisión de los talibanes... Mujeres completamente cubiertas, personas azotadas en plena calle... Pero en el fondo, era algo desconocido para mí, y el hecho de ver a mi hermano de vuelta de allí sano y salvo me animó. Eso sí, con una condición: le dije que estaría de vuelta en dos meses. Yo ya tenía una vida en Francia”.
Desde el comienzo de la entrevista, Mourad repite en varias ocasiones la relevancia del contexto en el que realizó este viaje. “Era junio de 2001, dos meses antes del atentado contra las Torres Gemelas. Nadie habla de Bin Laden en la televisión antes del 11 de septiembre y creo que es un dato importante en esta historia”, recalca.
Cuando su hermano le explicó que para llegar a Afganistán tendría que hacer escala en Londres y Pakistán, Mourad encontró un motivo más para hacer las maletas. Cuenta que en aquel momento, utilizar pasaportes falsos, pasar a llamarse Jean Baptiste Mihoub para realizar aquel viaje le pareció una gamberrada. A medida que aumentaba ese aura de prohibición, se multiplicaba para él el atractivo del periplo.
Viajar con otra identidad, dice, le parecía un juego. “Eso añadía a la aventura un lado excitante. Era joven e hice una estupidez, no sé. No me planteé nada más porque detrás de todo esto estaba el discurso de mi hermano mayor, que decía que él había visto el régimen de los talibanes de cerca y había vuelto sano y salvo”. Mourad estaba convencido. Cogería el avión por primera vez en su vida, acompañado de Nizar, el hermano mayor de un amigo de infancia, al que M. también había logrado embaucar.
“DOS TURISTAS MÁS”
Durante una semana, Mourad y Nizar visitaron Londres, antes de volar a Islamabad. Después, Peshawar. Siempre acogidos en casa de los amigos de su hermano, como dos turistas más. “Y lo de amigos lo pongo entre comillas, ¿eh? Porque más tarde me enteraría de todo el entramado”, lanza.
Una mañana de julio, Mohammed, uno de aquellos contactos pakistaníes facilitados por M., se presentó como la persona a la que habían encomendado la labor de acompañarles hasta Afganistán. Estaba decidido: lo harían en taxi.
Dos horas y cuarenta y cinco minutos después, sin haber encontrado control alguno en la frontera, los tres hombres llegaban a Yalalabad, al este del país. “Nos llevaron a una casa muy grande, llena de argelinos, y allí oí por primera vez aquello de que habíamos hecho muy bien viniendo a conocer a los talibanes”, cuenta Mourad, explicando que en aquel momento desconocía que 48 horas después comenzaría su infierno.
“En esa casa estábamos bien, porque los argelinos y nosotros hablábamos en francés. Estaba conociendo a gente nueva y aquello era diferente a todo lo que había visto hasta entonces”, explica. Pero aquel estaba lejos de ser su último destino. A los dos días, Mohamed regresó a por ellos. “Ahora tengo la misión de llevaros a Kandahar. Allí hay otra casa de acogida como esta”, les dijo.
Al llegar, 300 personas compartían un mismo albergue. “De todas las nacionalidades que usted pueda imaginar. Había canadienses, estadounidenses, franceses…”, explica. El responsable de aquella casa de acogida les propuso entonces formar varios grupos. “Había muchísimo movimiento, lo recuerdo. Autobuses que llegaban con gente y se marchaban, sin parar. Así que nos pidieron que nos agrupásemos explicando que así evitaríamos perdernos en un país que no conocíamos”, continúa.
“QUEREMOS IRNOS DE AQUÍ”
Al día siguiente, su autobús arrancó y llevó al grupo de Mourad al desierto de Kandahar. A su llegada, decenas de militares y un mensaje de acogida: “Bienvenidos, estáis en el campo Al-Farouq” (también llamado Jihad Wel Al-Farouq, una base ligada a la entonces menos conocida Al Qaeda). “Esto que veis pertenece a los talibanes. Aquí vais a aprender a combatir, porque en el islam, todo hombre tiene la obligación de saber luchar”.
Mourad reproduce este mensaje palabra por palabra, como si esa frase trazase una separación entre su vida anterior y lo que estaba por llegar. “Las condiciones allí eran extremadamente duras. Estábamos en el medio del desierto y eso no era nada de lo que yo había venido a hacer allí. Eso no era descubrir un país y mi hermano jamás me habló de un entrenamiento militar”, cuenta. “Estábamos a cincuenta grados. Nada más llegar, al escuchar aquella bienvenida del militar, Nizar y yo dijimos: 'Tenemos que salir de aquí”. Los jóvenes comprendieron rápidamente que el entrenamiento era el escenario previo a una muerte segura. Pero dar marcha atrás ya no era una opción.
“Fuimos a ver al emir de aquella base. Le dijimos que nosotros no íbamos a hacer ese entrenamiento, y que queríamos marcharnos. Nos dijo que no nos íríamos a ninguna parte, que tan sólo podían abandonar aquella base las personas enfermas y que empezaba a estar cansado de todos los jovencitos que venían del extranjero y a las dos horas querían marcharse. Nos respondió que irse de allí era desobedecer a Dios”.
Mourad suspira profundamente y lanza: “No nos atrevimos a volver a insistir porque corrían rumores sobre la presencia de espías en nuestro grupo. Sabíamos que ante la duda, ejecutaban a los sospechosos allí mismo, así que nos dio miedo que nos confundiesen con ellos”. Supo entonces que le quedaban 60 días de supervivencia en un campo talibán. De seis de la madrugada a seis de la tarde.
Cómo usar granadas, cómo cargar una pistola, cómo usar la kalashnikov, cómo leer un mapa, cómo sobrevivir en las montañas... “Recuerdo que corríamos mucho y dormíamos poco. Apenas nos daban de comer”. Al cabo de unas semanas, al manejo de armas se unió un nuevo aprendizaje. “Nos dijeron que los explosivos eran un arma como otra cualquiera, que había que aprender a utilizarlos para poder servirse de ellos fabricando bombas”.
Por las noches, diversos predicadores se invitaban al campamento para aportar un adoctrinamiento religioso a los futuros combatientes. Hasta que un día, a principios del mes de septiembre, llegó alguien con un estatus diferente.
“En ese momento yo no sé quién es ese imán, pero entiendo que es alguien importante, porque está rodeado de 4x4 y de guardaespaldas armados”. Mourad acelera su discurso: “¡Todo el mundo estaba sobreexcitado con aquella visita! Como si estuviesen esperando a una estrella, ¿sabe? Y los entrenadores no paraban de repetirnos que teníamos que mantener una buena postura, formar las filas correctamente, causar una buena impresión…”
En realidad, el nerviosismo de los allí presentes tenía un nombre: Osama Bin Laden.
“ATACAD LA CABEZA DE LOS INFIELES”
Osama Bin Laden estaba acompañado de Ayman al-Zawahiri, ya entonces estratega del yihadismo global, y hoy jefe de Al-Qaeda. Es agosto de 2001, y el grupo armado al que Al-Zawahiri pertenecía y que respondía al nombre de Yihad Islámica acaba de asociarse con la organización terrorista que está a punto de conmocionar al mundo. Los yihadistas en potencia allí concentrados son testigos privilegiados de varios anuncios, entre ellos el de esta fusión.
Mourad asiste con asombro a la charla que Bin Laden ha venido a compartir con los cerca de 300 combatientes. Los dos meses de entrenamiento están a punto de tocar a su fin, y el emir aprovecha su visita para animar a los presentes a poner al servicio de la causa talibán todo aquel aprendizaje. En total, Mourad vería a Osama Bin Laden en dos ocasiones, antes de abandonar el campo de forma definitiva.
“Nos explicó que los atentados suicidas estaban justificados, que tan sólo eran una forma más de guerra”, lanza. También recuerda que utilizó un pasaje del Corán para justificar su guerra contra los americanos. Mourad hace referencia al versículo 8:12. “Cuando vuestro Señor inspiró a los ángeles: 'Yo estoy con vosotros. ¡Confirmad, pues a los que creen! Infundiré terror en los corazones de quienes no crean. ¡Cortadles el cuello, pegadles en todos los dedos!'".
“Para Bin Laden, si había un país que representaba la figura de infiel, era ese. Argumentó que había que focalizarse en los americanos, que eran la prioridad”, relata. Antes de marcharse, el jefe de Al-Qaeda pronunció aquella frase glacial. Mourad hace una pausa e insiste en el sosiego con el que Bin Laden articuló: “En unos días, va a haber un ataque en Estados Unidos”.
El encuentro con los combatientes del campo de Al-Farouq terminó con Osama Bin Laden llamando a realizar un rezo conjunto por los 40 operarios que están en camino de llevar a cabo una importante misión. En aquel discurso, las pistas se suceden sin que el entonces número 1 de Al-Qaeda revele por completo los planes inminentes de la organización, pero Mourad todavía no habla árabe y depende de las traducciones de otro combatiente.
“Yo no sabía de qué hablaba, pero unos días después el entrenamiento acabó. Nizar se había puesto enfermo y llevaba varios días en el hospital de Kandahar, así que fui a buscarle y nos fuimos juntos a Yalalabad, a nuestro punto de partida. Nadie nos obligaba a jurar lealtad a Osama Bin Laden después del entrenamiento. Ellos ya sabían detectar a los más motivados”.
En aquella primera casa de acogida, Mourad y su compañero de viaje habían dejado su pasaporte y su billete de avión. Pero en ese momento, las televisiones de todo el planeta reproducían ya sin descanso las imágenes del derrumbe de las Torres Gemelas. Era demasiado tarde para salir de Afganistán.
“En esa casa nos dijeron que no podríamos salir del país, que estaba en estado de alerta porque un tal Osama Bin Laden había reivindicado el atentado del 11 de septiembre. Recuerdo perfectamente que pregunté: ‘Y Osama Bin Laden quién es’, y me contestaron: 'El emir que estuvo en el campo hace unos días”.
Mourad reconoce que los días posteriores al ataque que terminó con la vida de 3.000 personas, en Yalalabad era “un poco la fiesta”.
Pakistán no tardaría en cerrar la frontera con Afganistán. Tres semanas después del ataque, Estados Unidos comenzaba su Operación Libertad Duradera en suelo afgano, lo cual añadiría una dificultad suplementaria a la huida de los dos franceses. Cuando la ofensiva golpeó Kandahar y Kabul, los talibanes comenzaron a perder terreno.
“Teníamos que huir como fuese, porque la Alianza del Norte avanzaba hacia Yalalabad, y a nosotros nos consideraban pro-talibanes, así que nuestra vida corría peligro. Ahí es cuando empezamos a dormir en la calle, porque los argelinos de aquella casa nos dijeron que era un blanco de los americanos. Después, preparamos las provisiones y nos refugiamos en las montañas”.
Es diciembre de 2001, y después de un periplo de varias semanas a la intemperie, ambos logran atravesar la frontera con la ayuda de un pakistaní. “Nos vendieron al ejército. Llegamos a una aldea de Pakistán, cercana a la frontera, nos hicieron creer que nos ayudarían. Pero nos encerraron en la mezquita y allí nos detuvieron”. Durante tres semanas, Mourad y Nizar durmieron en un cuartel militar, antes de ser transferidos por la CÍA a una prisión de Kandahar, en Afganistán. Allí mismo Mourad vio por primera vez el traje que le acompañaría durante los siguientes dos años y medio.
“Nos pusieron el traje naranja y nos llevaron a Guantánamo”.
“AQUÍ NO TENÉIS DERECHOS”
Pasarían unos días antes de que Mourad supiese dónde se encontraba. Se trataba del campo X Ray, una cárcel provisional en la base de Guantánamo. Allí estaba prohibido hablar, pero al cabo de una semana, un militar le explicó que estaban en Cuba, y que ninguna ley se aplicaba entre esas cuatro paredes. “Aquí no tenéis derechos”, recuerda Mourad que le dijeron.
De aquellos años, este francés de 35 años recuerda los golpes, la humillación y el aislamiento. “Prefiero no entrar en detalles, pero las técnicas de tortura de la prisión de Abu Ghraib que tanta polémica han causado se inventaron en Guantánamo”, lanza, y culpa de esa transmisión de saberes al general Geoffrey Miller, comandante de esta base entre noviembre de 2002 y abril de 2004.
“Ellos lo llamaban técnicas de interrogatorio, pero eran torturas. La privación del sueño era una de ellas. Nos obligaban a cambiar de celda cada 20 minutos durante la madrugada para evitar el descanso”, explica.
“Nos ponían durante horas música punk a tope en unos auriculares, nos pegaban un flexo a la cara para que la luz nos cegase, nos pegaban palizas durante los interrogatorios…” Aunque para Mourad, lo peor era el aislamiento sin luz ni aire. “Una vez me encerraron ahí durante 3 semanas. Era un agujero de un metro cuadrado. Yo lo llamaba 'el frigo'. Creo que por eso hoy tengo claustrofobia”, dice, con una voz sorprendentemente pausada.
“LA UNIVERSIDAD DE LA YIHAD”
Las horas en Guantánamo eran eternas, así que Mourad invirtió aquellos 910 días en aprender árabe. “Créame cuando le digo que Guantánamo era y sigue siendo la universidad de la yihad por excelencia. Jamás he leído tantos libros islámicos como los que leí en esa cárcel. Me podría haber radicalizado allí. No lo hice”.
Mourad aborda ejemplos de otros detenidos a los que les fue útil el paso por esta base para forjarse un respeto entre los partidarios del movimiento salafista-yihadista. Tal fue el caso de Said Ali-al-Shihri, que un año después de su salida de Guantánamo anunciaba en un vídeo de Youtube el nacimiento de Al Qaeda en la Península Arábica.
“Creo firmemente que si quisiéramos convertir a alguien en un yihadista en potencia, no existiría mejor sistema que el de Guantánamo. Allí no teníamos ningún derecho, nos maltrataban y al mismo tiempo circulaban libros de predicadores yihadistas. Al principio no teníamos derecho a hablar, pero cuando pasamos del campo X Ray al campo Delta, eso dejó de estar prohibido y durante una hora al día todos los presos compartíamos el mismo recreo”, asegura.
Cuando al cabo de dos años y medio fue recuperado por la justicia francesa, en compañía de Nizar, que cumplió la misma pena, Mourad Benchellali fue condenado a un año y medio de prisión. “Me dijeron: 'aquí vas a partir de cero'. Lo que ha pasado en Guantánamo para nosotros no importa. Ahora tienes que pagar por tus actos en tu país”.
Sus padres fueron expulsados a Argelia después de cumplir dos años de prisión por asociación de malhechores en relación con una empresa terrorista. En cuanto a sus dos hermanos, M. y H. Benchellali fueron condenados a 10 y 4 años de cárcel respectivamente.
Si bien es cierto que el recorrido profesional de Mourad Benchelalli desde su salida de prisión hace ahora 11 años se ha basado en la ayuda a la reinserción social y la prevención de la radicalización en coloquios y universidades, es preciso señalar que algunas de las respuestas que el francés ha facilitado en nuestros tres encuentros a propósito de las intenciones de su viaje a Afganistán entran en contradicción con sus palabras recogidas por el Tribunal de París durante su juicio.
Como puede leerse concretamente entre las páginas 41 y 51 de este acta, Mourad asegura: “Cuando mi hermano M. me propuso que fuera [a Afganistán], mi vida estaba vacía. No tenía trabajo. Nada que hacer. Y aquello se presentó como una oportunidad que no se volvería a presentar más. Mi hermano había viajado a Afganistán para formarse y hacer de él un combatiente, y no lo escondía. Esperaba lo mismo de mí”. A lo que la policía, responde:
-¿La finalidad de este viaje era entonces hacer de usted un soldado de la yihad?
-Sí, era el objetivo.
-¿Tenía usted constancia en el momento de irse de que era un soldado potencial de la yihad?
-Sí, era completamente consciente.
La motivación ligada al aprendizaje de su religión y de la lengua árabe también resaltan en sus declaraciones a la policía francesa, aunque se añaden otras no mencionadas durante la entrevista: “Para mí, el objetivo de mi viaje a Afganistán era aprender el manejo de armas, o más concretamente tirar el máximo de cartuchos”, o “probar ciertas cosas a mi familia”.
En el interrogatorio realizado a su otro hermano, H. Benchellali se puede leer: “Estoy orgulloso del combate de Mourad en Afganistán. Es verdad que tanto mi padre como el resto de la familia estaban al corriente de que mi hermano Mourad viajaba a Afganistán a realizar un entrenamiento militar. El objetivo era que Mourad se formase para estar preparado para la yihad el día que hiciese falta participar. Mi otro hermano [M.] le dijo que era el entrenamiento militar obligatorio de un musulmán”.
Durante nuestro último encuentro, compartió conmigo su desprecio hacia el apelativo exyihadista: “No me importa que me llamen exdetenido de Guantánamo, porque eso es un hecho. Forma parte de mi historia y me ha marcado para siempre. Pero no soporto que hablen de mí como un exyihadista, porque nunca lo he sido. Y tampoco el término 'arrepentido', porque se sobreentiende que en algún momento tuve ese ideal yihadista. Jamás me convertí en lo que querían hacer de mí. No cedí al odio. Hace 16 años cometí una estupidez emprendiendo ese viaje y pagué por ello. Hoy trabajo para que otros no cometan el mismo error que yo”.