No hay mayor maldición que la modernidad. Los pueblos se vacían como si la gente escapara por los desagües y el aislamiento se traduce en menos Wifi, menos servicios y menos compañía. A simple vista, Trasmoz, en la comarca de Moncayo (Zaragoza), es uno de esos lugares que se mantienen quietecitos incluso en los días de cierzo. Pocos bastones se avistan, a pesar de ser un pueblo enjevecido. Nada como vivir en una colina para llegar a anciano con unas piernas duras como las piedras de los caminos que recorren.
Su progresivo abandono es un denominador común con otros pueblos de España; sin embargo, es el único oficialmente excomulgado y maldito por la Iglesia Católica.
No hay nada a la entrada que haga sospechar de la herejía que Trasmoz arrastra desde hace ocho siglos. Hay una casa inhabitada con un cartel electoral de Alberto Garzón pegado a la fachada, y una señal que indica la llegada al lugar. El camino continúa cuesta arriba, coronado por un castillo agujereado como si se lo hubiesen comido los ratones.
Una aldea con 80 personas empadronadas —aunque solo residen allí la mitad— alberga historias casi tan peculiares como la de la maldición. Aquí fue donde residió Manuel Jalón Corominas, inventor de la fregona. También donde dos etarras mantuvieron secuestrado a Julio Iglesias Puga 'Papuchi'. Fue, además, lugar de paso de Gustavo Adolfo Bécquer: en Trasmoz es donde el poeta escribió Cartas desde mi celda (1864), en las que relata la existencia de algunas famosas brujas del lugar.
La excomunión data de 1255, cuando el abad Andrés de Tudela, del Monasterio de Veruela, decidió extirpar este trocito de Aragón del Catolicismo. ¿La razón? Un enfrentamiento por la leña. "Ambos lugares se proveían de leña del mismo sitio, del Monte de la Mata. Por aquel entonces, claro, era vital para vivir. Había discusiones constantes, el abad se enfadó y decidió excomulgar a Trasmoz. Lo que hizo fue una especie de oración. Una excomunión puede ser para sacar a una persona... o a un pueblo entero. Y en este caso fue lo segundo", explica Lola Ruiz, de 48 años, la mayor experta en la historia de Trasmoz.
La maldición, sin embargo, tuvo lugar siglos más tarde. En concreto, en abril de 1511. "Fue por otro conflicto. Trasmoz pertenecía al señor Pedro Manuel Ximénez de Urrea. El agua que llegaba al pueblo tenía que atravesar zonas que pertenecían al Monasterio de Veruela. Ten en cuenta que Trasmoz y el Monasterio estaban siempre peleando. Le desviaron el curso del agua y no llegaba al pueblo, fue muy grave. Entonces intervinieron las Cortes de Aragón y le dieron la razón a Pedro Manuel Ximénez de Urrea, no al abad del Monasterio, Pedro Ximénez de Embún. ¿Qué hizo el abad? Maldecirle. Fue en un acto de madrugada: se tapó con un velo negro la cruz del altar y se leyó el salmo 108 de la Biblia [una maldición de Dios contra los enemigos]. A cada frase, se daba un toque de campana, como para que quedase constancia", apunta Lola Ruiz. Al maldecir al señor de Trasmoz, quedaron malditos sus descendientes y todo lo que le rodeaba. "O sea, el pueblo entero", añade.
Trasmoz era una islita laica: no respondía ante la Iglesia, sino ante la Corona. La eterna disputa por ver quién tenía la primacía del poder en la Tierra. A ojos del Monasterio, era la hija punk de una familia conservadora. Era este desapego de la religión el que generaba infinidad de leyendas. Una de ellas, sobre el castillo. Dicen que el mago Mutamín logró construirlo en una noche tras haber pactado con el diablo.
Durante años se dijo que el pueblo estaba encantado, que las brujas del lugar lanzaban hechizos y males de ojo. También, que celebraban aquelarres y fiestas paganas. La historia, como explica Lola Ruiz, la inventó con toda probabilidad el sacristán de Tarazona, quien acuñaba moneda falsa entre los muros del castillo. "Hay una zona rica en hierro y cobre muy cerca de aquí. Con este material falsificaban el dinero. Para mantener a la gente a raya, lejos de las miradas de los curiosos y de preguntas, se inventaron esta leyenda. La gente tenía miedo y no se acercaba. Decían que se oían cadenas de almas en pena; en realidad, era el ruido de las propias monedas".
La bruja más célebre fue la Tía Casca. "Esta mujer existió de verdad. Ella era una curandera, como todas las mujeres a las que en aquella época llamaban 'brujas'. La asesinaron en 1850, la arrojaron colina abajo. Por lo visto coincidió con una época muy mala: había plagas, los niños enfermaban, los animales morían... El pueblo se tomó la justicia por su mano, pensando que era ella la que provocaba los males". Bécquer llegó a Trasmoz poco después del suceso, escribiendo sobre ella un híbrido entre crónica periodística y relato fantástico. En Cartas desde mi celda (VI) la describe así: "Me bastó distinguir sus greñas blancuzcas que se enredaban alrededor de su frente como culebras, sus formas extravagantes, su cuerpo encorvado y sus brazos disformes, que se destacaban angulosos y oscuros". Fue el poeta quien alimentó el folclore al predicar que el alma de la Tía Casca erraba en pena "y no era querida ni por Dios ni por el Diablo".
Lucía y José, los dueños del bar
Precisamente Tía Casca es el nombre del único bar de Trasmoz. Al otro lado de la barra están Lucía Herrera (26) y José Luis Suárez (24), pareja en la salud y en la enfermedad. Es decir, en la cama y en el trabajo. Se conocieron en Borja (Zaragoza). Él vive allí desde los 8 años, edad en la que su padre le dijo que por motivos laborales tenían que abandonar Vigo. Ella se fue de Málaga por amor. Tenía 21 años. "Aquello no salió bien", dice.
Lucía es morena rojiza y José, rubio. Antes era al revés. "Fue por una apuesta. Yo era rubia desde los 13, y un día él me dijo: 'No eres capaz de quitártelo'. Fui al supermercado, cogí el tinte, volví a casa y salí ya del baño con este color. Le dije: 'Ven, ven, que ahora te toca a ti'. Mientras yo lleve este color, él llevará ese", amenaza.
Esta pareja llegó a la localidad hace un año, cuando pujaron por la concesión del bar. "Yo antes era vigilante de seguridad", dice José; "y yo, camarera", cuenta Lucía. "Aquí estamos contentos. Vamos y venimos de Borja cada día, de martes a domingo, pero prácticamente nos pasamos las horas aquí. Conocemos a toda la gente del pueblo, este es su lugar de reunión. Cuando ven que todo está vacío vienen aquí, charlan contigo y no se sienten tan solos", explica él.
"Cuando decidimos abrir esto, nos informamos de la historia del pueblo. Pero yo tampoco quise mirar mucho porque me da sustillo. Lo justo para saber cómo es la gente, y alguna cosilla. Por eso le pusimos este nombre, por la bruja", dice Lucía.
Jesús, bombero y alcalde
Su vocación es la de salvar vidas, no la de arañar votos en las urnas. Jesús Andía, de 44 años, compagina su trabajo de bombero con el de alcalde de Trasmoz. "Nunca he militado en el Partido Popular. El anterior alcalde lo estaba haciendo muy mal y un grupo de amigos creímos que algo había que hacer. Acabé presentándome yo con el partido que creíamos que más votado iba a ser, el PP, pero las siglas me dan igual", explica.
Antes de ser bombero y alcalde, Jesús fue camionero. Nació en Trasmoz, donde vivió hasta los 10 años. Después, su familia se mudó a Tarazona, donde vive actualmente. "Oposité cuando tenía 32 años. Deporte hacía todos los días, ya tenía el carné, podía estudiar algunos ratos... Así que lo pensé bien y dije: 'Me presento'. Me lo tomé en serio y a la primera no aprobé, pero a la segunda sí".
Se recuerda de niño corriendo por la misma ladera de la colina por la que fue arrojada la Tía Casca. "Nos metíamos en el castillo y lo recorríamos de arriba a abajo. Recuerdo una vez que estábamos en la parte de arriba y vimos a un grupo de hombres vestidos de blanco rodeando a una mujer embarazada. No sé si estaban haciendo un mal de ojo, un ritual... Nunca más volvimos a ver algo así, pero se rumoreaba que se hacía a menudo", rememora.
"Yo sé que este tema, el de la maldición, las leyendas de brujas... era algo de lo que mi madre y más gente mayor como mi abuela no estaban muy orgullosos. Creo que hemos sabido darle la vuelta a algo que antes era un tabú. Ahora nos conocen en muchísimos sitios. En junio, durante la Feria de Brujería, aquí se llegan a juntar 6.000 personas. ¡Un pueblo de 40 personas! Que yo aquí cuando era niño he llegado a ver a 130 personas viviendo, pero no mucho más".
Antes de volver a su despacho, Jesús se despide en la calle de Gustavo Adolfo Bécquer. "En realidad se llama calle General Franco. El anterior alcalde cambió las calles con nombres franquistas, pero no de manera oficial, sino de una forma simbólica. O sea, cambió las placas. Pero cuando la gente da su dirección para que venga el cartero es un lío. Por eso las 8 que hay así las voy a cambiar. Esta dejará de llamarse calle General Franco, oficialmente será la de Gustavo Adolfo Bécquer".
Luigi, creador del Museo de las Brujas
No quiere decir su edad porque "los artistas no tienen". Luigi Maráez es poeta y escultor, y a pesar de reflexionar sobre lo sublime y lo bello, el tiempo le afecta igual que al resto de mortales. Su pelo es una maraña gris y blanca, como un mar revuelto lleno de espuma, y de su barba cuelgan greñas desobedientes. Él fue quien diseñó la estatua de Gustavo Adolfo Bécquer —en bronce, de 300 kilos y 2 metros de altura— que yacía junto al castillo de Trasmoz. Poco duró. Una madrugada, unos tipos se acercaron, la trocearon y se la llevaron en una furgoneta. Descuartizaron a Bécquer y se lo vendieron a un chatarrero que les firmó un 'recibí'. La policía les pilló de camino a Tudela (Navarra) cuando, al ir a realizarles un control de alcoholemia, detectaron virutas de cobre en el vehículo.
No es la única escultura que Luigi ha realizado. A pocos metros de su casa hay una fregona y un cubo en bronce, monumento dedicado a su inventor, Manuel Jalón Corominas. "Él vivió aquí, fue un gran tipo. Él decía: 'Yo ayudé a la mujer a ponerse de pie'. Y algo de razón tenía, porque antes tenía que fregar de rodillas". La liberación femenina desde un prisma masculino y privilegiado.
Luigi me conduce hasta su casa, desde donde se ve el castillo. A la entrada, una frase de Dostoievski da la bienvenida a los visitantes: "La belleza salvará al mundo". Más que un hogar de vivos, el de Luigi es un refugio para los muertos. Hay calaveras, luces tenues, espejos, cruces y ataúdes. Luigi, sevillano de nacimiento, compró esta casa hace 9 años y la restauró. Sus últimos años los ha dedicado a convertir la casa en el Museo de las Brujas. Rinde homenaje a Bécquer y a aquellas curanderas de las que escribió.
En la parte de atrás, entre telarañas y muñecos, hay un ataúd negro erguido como una vela. Arriba, una frase: "Todo mortal". Abajo, un agujero. "Es para que respire el muerto. Quiero decir que creo que se hacía un agujero ahí, a la altura de los pies, para que se acelerase el proceso de descomposición. Este ataúd es del cementerio de Tarazona. De vez en cuando los ayuntamientos tienen que vaciar los cementerios: se queman los huesos y se deshacen de los ataúdes. Lo pedí y me lo dieron".
Luigi llegó a Trasmoz siguiendo la pista de Bécquer. "Aquí me quedo ya", dice el poeta que no cumple años. Por si acaso, caja ya tiene.
José Luis, el quesero
Luna, la hija de José Luis Ironzo (47), fue la primera niña en nacer en Trasmoz en cuatro décadas. "Aparte de los quesos también asentamos población", sentencia. Nacido en Zaragoza, José Luis llegó a Trasmoz en el año 2000 junto a cinco amigos más. Juntos montaron una cooperativa para hacer quesos y decidieron establecer la pequeña fábrica en este pueblo. "Miramos sitios posibles y salió este porque los padres de uno del grupo eran de aquí", dice mientras apura el pitillo. "Cuando llegamos no había ningún quesero, lo implantamos nosotros. Ahora es bastante conocido en la zona".
Vino con su mujer y, asegura, ninguno volvería a vivir en la ciudad. "Al principio la echaba de menos, pero ahora es al revés: cuando vamos, lo pasamos mal. Es verdad que aquí apenas hay juventud, solo gente mayor. Tienes la ventaja de que tus hijos se crían en un ambiente tranquilo, pueden jugar sin que pienses en que les pueden atropellar... Yo no lo cambio".
Jesús, el anciano del tatuaje
"Tengo 83 y un corrico. Vamos, que ya voy camino de los 84". Habla Rodolfo Jesús Martínez, nacido y criado en Trasmoz, ejemplo de que el tiempo importa más cuando se es anciano. "Eso de la excomunión es una tontería. Nosotros aquí nunca le hemos dado importancia", dice acentuando cada sílaba. Se interrumpe a sí mismo para pedirle a José, el camarero, un "sandwich mixto". "Sí, ya sabes lo que te digo". José saca una cerveza Mixta. Jesús bebe un trago y prosigue: "Aquí nos estamos quedando solicos. Sí, vienen con la feria, se llena esto, no se puede ni andar. Pero pá' qué. Luego van con los móviles y no ven ni los semáforos. Tú eres jovenzana y has venido con las vacas gordas. Has ido a la universidad. Habrás ido con carrico, mochila y tó'. Antes tenías un libro para todo", suelta como en un sermón de iglesia.
A su lado está su sobrina María, de 55 años. Ella se crió en Trasmoz pero se mudó a Zaragoza con 25. Tiene los labios rígidos y no le apetece hablar. Las leyendas negras del lugar le interesan poco, lo que ella recuerda de manera vívida fue la operación de rescate de 'Papuchi', a quien tenían secuestrado en una casa situada en la actual Plaza de España. "No teníamos ni idea de que estaba secuestrado allí. Mi hermano dijo que una vez vio a un señor entrar y que no era del pueblo. Seguramente era 'Papuchi'. Fue tremendo, nos quedamos en shock. Saber que estaba tan cerca de tu casa...".
De Jesús —"el Rodolfo ese no sé para qué me lo pusieron, si nadie me llama así", dice— llama la atención el tatuaje que luce en su brazo izquierdo: "Jesús M". Lo señala y sonriendo más de la cuenta, dice: "Esto es pá' por si me pierdo". La tinta está borrosa, como su memoria: "No recuerdo ya si nos contaban historias de pequeñicos o qué. Aquí es que eso nos daba igual. Esas historias de brujas se cuentan ahora".
En Trasmoz, los niños han seguido naciendo y siendo bautizados, los adultos casándose y los ancianos recibendo bendición en su lecho de muerte. Las señoras van a misa los domingos agarraditas del brazo, ajenas a la ley divina. A efectos espirituales, los trasmoceros son tan hijos de Dios como cualquiera. El Papa es el único que puede revocar tanto la excomunión como la maldición, aunque en esta localidad aragonesa no lo tienen nada claro. En uno de los plenos, el pueblo votó en contra de pedir al Vaticano que les absolviese. "Si la Iglesia quisiese llevar la ley a rajatabla, los bautizos, comuniones y demás no serían válidos, en realidad", dice el alcalde. Pero lo cierto es que sirve como reclamo turístico. Desde que la excomunión se ha convertido en una anécdota popular, las calles están más llenas. Se trata de elegir entre una u otra maldición: la de la Iglesia o la del pueblo abandonado.