- “Lo han sacado hasta los del Telégrafo inglés”.
Lo advierte una vecina de Boiro (A Coruña) y se refiere a la repercusión que ha tenido la noticia que ha puesto esta semana a su pueblo en el mapa. Hasta el periódico británico “The Telegraph” lo ha publicado: un vecino de la localidad ha denunciado que su foto sale en las cajetillas de tabaco advirtiendo del peligro de fumar. En la imagen aparece un hombre entubado en un hospital y este gallego dice haberse reconocido en él. “Me operaron de la columna vertebral en 2013 en el Hospital de Santiago, alguien me hizo una foto que yo no he autorizado y ahora está en los paquetes de tabaco de toda Europa”, lamenta F., que no desea que su identidad sea desvelada.
Y es que los últimos 7 días han sido un calvario para este vecino de Boiro de 54 años. Él no quería salir en los medios de comunicación. “Soy una persona anónima y esto me ha sobrepasado”, confiesa. Cuenta que estaba sentado una noche de julio en el patio de su casa, fue a fumar y se vio impreso en el paquete de tabaco. Presa aún del shock, se lo enseñó a su mujer por la ventana. Ella también lo reconoció de inmediato. Al día siguiente se fue a Consumo y luego a la Guardia Civil a denunciarlo.
LA VIRALIZACIÓN NO DESEADA
No quiso llevar su caso a los medios de comunicación, pero la noticia se filtró. Asegura el protagonista que no quiere notoriedad ni dinero. Su única intención es que la Unión Europea, el organismo que selecciona las fotos de los paquetes de cigarrillos, retire la instantánea que él asegura que es su cara.
A pesar de su reticencia a hablar con periodistas, acabó cediendo a la propuesta de “La Voz de Galicia”, que fue el medio que dio la primicia. A partir de ahí se viralizó. No sólo por lo curioso del caso. Es que, además, se ha ido a identificar con la foto de un moribundo que gente de toda Europa reivindica. Se trata de un caso extraño. De las 42 imágenes que ilustran los paquetes de tabaco, sólo a esta le han salido presuntos propietarios. Hay uno en Barcelona, otro en Cáceres, otro en Bélgica y otro en Austria. El de Boiro ha sido el que ha cerrado el círculo.
En la Unión Europa lo tienen claro: es imposible. Cuentan desde Bruselas que el proceso de selección de fotografías es muy estricto y se realiza entre 8.000 personas que han dado su consentimiento previo. Para estas campañas disponen de un presupuesto de 600.000 euros, por lo que no se la jugarían colocando una foto robada.
EN EL HOSPITAL LO DESMIENTEN
En el Hospital de Santiago van más allá y relatan que “cuando nos llegó la noticia nos pusimos a trabajar en el tema para intentar averiguar la verdad. Como se trata de una foto muy plana y con pocos elementos que permitan determinar la ubicación, los derivamos al Departamento de Suministros. Ellos estudiaron los tubos que salen en la foto y zanjaron de forma rotunda: ni ahora, ni en 2013, hemos usado suministros de ese tipo en este hospital”.
En un principio podría parecer que se trata de un caso cerrado. Pero este gallego de 54 años sigue asegurando que el hombre que aparece agonizando en las cajetillas de tabaco es él. Y tan seguro está, que ha decidido denunciar y seguir con esta historia hasta el final.
La única persona que pudo hablar con F. fue Javier Romero, el redactor de La Voz de Galicia que contó la historia por primera vez. Me puse en contacto con él y me habló sobre lo que se había encontradi: “El parecido es espectacular y se trata de un hombre muy cabal. No es ningún loco que quiera protagonismo”, me aseguró. “Lo que no puedo hacer es darte datos de su identidad. Ni nombre, ni lugar de residencia ni nada, porque el afectado no quiere”, se disculpó Romero, preservando con buen criterio el anonimato de su fuente.
“Pues ya sabes lo que te toca”, zanjó mi jefe cuando le conté que no me podían pasar datos del protagonista de la historia.
PRIMERA PARADA: EL ESTANCO
Mi avión llega a Galicia a las 12 de mediodía. Alquilo un coche y recorro los cien kilómetros que separan el aeropuerto de Vigo del municipio de Boiro, el pueblo en el que yo tengo que localizar a un vecino que no quiere ser localizado. No es ni mucho menos una aldea. Se trata de una localidad de 20.000 habitantes y de una orografía muy dispersa.
Sin saber cómo ni por dónde empezar, mi primer instinto es acercarme al estanco. En cuanto le digo a la estanquera que soy periodista, responde con una sonrisa amarga: “Todos venís a preguntar al mismo sitio”, me corta. Durante toda la semana, medios escritos, radio y televisión han desfilado por su comercio con la misma idea que yo: si el hombre aparece en una cajetilla de tabaco, algo sabrá la estanquera. “Yo lo tengo ahí puesto”, me dice señalándome un paquete de Marlboro, “pero no tengo ni idea de quién es”, confiesa. Yo aprovecho y me llevo el paquete de Marlboro, por si tengo que someter a los vecinos a una ronda de reconocimiento improvisada.
LA VERDAD ESTÁ EN LOS BARES
De ahí, a preguntar en una zapatería, una tienda de ropa y una panadería. Como dicen que la verdad está en los bares, pruebo sin éxito en dos. En uno me cuentan que el hombre procede de tal zona del pueblo y en el otro me lo desmienten.
Al llegar al tercero entablo conversación con unos parroquianos que intentan ayudar. Me dan una serie de indicaciones, hasta que desde la barra, un hombre de unos 60 años interviene:
- Es que estáis errando. Ese hombre es de aquí, pero vive en la aldea de S.
- ¡Póngale una cerveza a este hombre, por el amor de Dios! - le ordeno al camarero de inmediato, sentándome al lado de mi nuevo confidente. El hombre hace un gesto con la mano rechazándola y me señala su botellín recién abierto.
Empezamos a hablar y le pregunto si esa aldea está muy lejos. “Depende”, me responde lacónico. No recordaba que estamos en Galicia. Me aclara que está lejos a pie, pero cerca en coche. Me pide un boli y me hace un croquis en una servilleta para contarme cómo llegar. “Espera, que si salimos fuera lo vas a entender mejor”, me sugiere.
Desde la puerta del bar me da instrucciones: “Sigue recto y llegarás a un semáforo. No tiene pérdida porque es el único que tenemos en el pueblo. Cuando se ponga en verde, giras a la derecha...”. A mí me hace gracia que me especifique que tengo que esperar a que se ponga en verde. Tal vez ha visto en mi estado de excitación a un tipo que no va a respetar ni las señales de tráfico por llegar cuanto antes a la noticia.
Cuando la ruta sale de nuestro campo de visión, volvemos al mapa en bolígrafo. Como se ha olvidado la servilleta dentro del bar, me dibuja el esquema en la palma de su mano. No creo que me deje llevármela para orientarme, por lo que trato de memorizar todas las rotondas, curvas y cruces que me indica. Dándole las gracias salgo a escape. Esperando, eso sí, a que el semáforo se ponga en verde.
RECALCULANDO RUTA
Me desoriento y, diez minutos después de salir de Boiro, asumo que me he perdido en alguna de las líneas de la mano de aquel hombre del bar. Algo habitual en mí, por otra parte, Diviso a dos señoras sexagenarias que hablan entre ellas y les pregunto si falta mucho para llegar a la aldea de S. “Si sigues recto sí te va a faltar mucho, porque ya te pasaste”. Les cuento un poco la ruta que llevo haciendo y se encogen de hombros: “¿Pero quién te orientó a ti?”, me pregunta una de las mujeres. Bajo del coche y entre los tres recalculamos ruta como haría un GPS, pero de forma rudimentaria.
Las instrucciones de las dos señoras resultan ser de una precisión quirúrgica y llego fácil a la aldea que no habitarán más de cien personas. He descartado así a 19.900 vecinos de Boiro, que no es un mal filtro. Y menos viendo el día que hace. Llueve, la niebla es muy espesa y hace frío. Paseo por la aldea con un abrigo de plumas y dando tiritones, mientras algunos jóvenes en manga corta me observan curiosos.
DE LOS 8O A LA CASA DEL PROTAGONISTA
Pregunto en el bar de la aldea, que es como hacer una regresión en el tiempo y volver a los 80. Por el tipo de baldosas, por el color del suelo y porque la pared está decorada con calendarios caducados (no acierto a averiguar el año) de mujeres desnudas, estampa típica de algunos talleres mecánicos. El dueño no me da pistas sobre la identidad de la persona a la que busco, pero sí algunos de sus clientes. La casa del protagonista de esta historia está a 50 metros del bar.
El domicilio está rodeado de varias casas bajas con patios y sus respectivos perros, que se ponen a ladrar a coro para advertir de mi presencia. Bajo la lluvia toco el timbre de la casa. Nadie contesta. Doy un par de vueltas más por el pueblo y sigo probando. Al sexto timbrazo me abre la puerta un señor con un delantal, que me mira como si se le hubiese aparecido un marciano. Yo también le observo escrutándolo: se parece muchísimo al enfermo que sale en mi paquete de tabaco, eso es innegable. “Tengo la comida en el fuego”, se disculpa.
Mi idea no era figurar en todas las noticias. Yo no fui a ningún medio a contarlo. Sólo quiero que se haga justicia y quiten mi foto de ahí
Le explico quién soy y se empieza a poner nervioso. En ningún momento pierde la compostura y sus modales son exquisitos, pero noto como su cuerpo se tensiona. “Yo es que no quiero más, ¿sabe? Mi idea no era figurar ni salir en todas las noticias, como ha pasado. Yo no fui a ningún medio a contarlo. No me gustan estas cosas. Sólo quiero que se haga justicia y quiten mi foto de ahí. Todo lo demás ya lo ha contado La Voz de Galicia. No tengo nada más que decir”, concluye.
Yo le cuento que me he hecho más de 700 kilómetros esa mañana sólo para invitarle a un café y hablar con un rato. Que voy a respetar su anonimato, que no le robaré más de 5 minutos y que publicaré sólo lo que él me cuente, pero que tengo mucha curiosidad por escuchar su historia en primera persona.
“VUELVE DESPUÉS DE COMER”
Se lo piensa. Suspira. Resopla. Mira hacia dentro de su casa y me recuerda: “La comida la tengo en el fuego… Dame un rato para que lo medite. Ven a verme después de comer. No quiero hablar con ningún medio, pero… pásate en un rato”, me pide. Yo acepto el trato y salgo de la aldea para buscar un sitio para comer porque en el bar de los calendarios caducados me dicen que “a veces hacemos tapas, pero hoy no ponemos comida”.
Voy a comer a Boiro y vuelvo en un par de horas. Toco al timbre y ya no me abre nadie. La lluvia aprieta y yo paso la tarde entre el coche y la puerta de la casa, llamando sin éxito. “Se ha arrepentido”, pienso. Mis sospechas se confirman cuando advierto que una de las persianas que permanecía abierta a mi llegada, ha sido cerrada mientras yo estaba esperando. Repito la operación en varias ocasiones durante cuatro largas horas de espera. No hay respuesta.
En torno a las ocho de la tarde se abre la puerta. Aparece una chica de 20 años con cara de hastío. Me pide que deje de tocar. Me disculpo y me justifico contándole que su padre me ha citado por la tarde para decidir si hablaba conmigo o no. “Es mi abuelo, pero no está en casa”, me corrige con desgana, “y ya está cansado de todo esto. No quiere hablar con nadie y lleva una semana muy dura, porque los medios que han conseguido dar con esta casa han sido muy maleducados. Hubo unos de una tele que se pasaron todo el día fundiendo el timbre. A mí no me habéis dejado dormir”, me explica.
CAMINATA POR EL BOSQUE
Tras reiterarle mis disculpas a la chica, ella se mete en casa y yo procedo a marcharme de allí con mi misión sin cumplir. Entonces emerge la figura del protagonista de la historia que camina desde un bosque próximo. F. viene de dar un largo paseo por el campo para calmarse. Está empapado y va a meterse en casa cuando le abordo: “Aquí estoy, tal y como me dijiste, para ver si me aceptas ese café. Sólo 5 minutos, lo prometo”, le propongo con sentimiento de culpa. Siento que he invadido la intimidad y el espacio vital de una familia corriente.
F. me vuelve a mirar con sorpresa. Esperaba darme esquinazo y no contaba con que yo permaneciese toda la tarde esperándolo en su puerta. Estoy tan empapado como él, pero debo de tener peor aspecto, porque me abre la puerta de su casa y me hace pasar al rellano. Acabemos con esto cuanto antes, parece pensar.
Mientras me explica lo mismo que ha publicado La Voz de Galicia, van apareciendo por el interior de su casa toda su familia. Primero su nieta, con la que acabo de hablar hace un ratito. Me mira con cara de circunstancias. La madre de esta chica también aparece en escena y me confiesa que la que ha estado intentando descansar esa tarde en realidad es ella, y que ha mandado a su hija a hablar conmigo “porque yo te hubiese pegado”, me confiesa medio en broma medio en serio.
“PASA Y TÓMATE ALGO”
Finalmente aparece la esposa de F., que nos mira con curiosidad. F. y yo estamos empapados, hablando en voz baja en la puerta del rellano. Es ella la que me invita a pasar. “No te quedes ahí. Pasa y tómate algo”, me ofrece. Yo acepto lo de pasar, pero decido no tomar nada. La mujer no se da por vencida. Ni ella, ni su hija, ni su nieta. Cada dos o tres minutos me ofrecen agua, café, refrescos, sopa “porque estás calado de agua y te vendrá bien”, bocadillos o guiso. La hospitalidad gallega era esto.
Nos sentamos en el patio y F. me cuenta: “En esta misma silla estaba yo sentado, una noche de verano, cuando fui a echarme un cigarro y vi mi cara en el paquete. Me impactó mucho, se lo enseñé a mi mujer, que también me reconoció. Fui a denunciarlo a Consumo y luego a la Guardia Civil, porque yo estoy seguro de que soy yo”.
Le aviso de que tanto desde el Hospital de Santiago como desde la Unión Europea aseguran que es imposible, que el proceso para elegir estas fotografías es muy complejo y está muy controlado, pero que por cuestiones de leyes de protección de datos, no pueden facilitar la identidad de la persona que figura en la foto. Le explico también que me han contado que esta foto se hizo en Bélgica. “Ojalá”, me responde fatigado. “Si fuese así, yo me quedaría tranquilo. Si de verdad tienen identificada a esta persona, que me digan quién es, que me lo demuestren, y yo dejo esta historia. Pero es que este soy yo”, me repite mostrándome el paquete. Curiosamente, en su paquete de Chesterfield también sale su foto.
PERDIÓ 17 KILOS
Yo observo la foto, luego a F., luego la foto otra vez… Efectivamente son casi iguales, aunque el hombre de la cajetilla de tabaco tiene una incipiente papada que F. no tiene. “Es que perdí 17 kilos depsués de la operación”, me confiesa. “Ahora salgo a caminar y estoy en mejor forma. En 2013 no podía”, recuerda. Ese fue el año en el que fue sometido a una artródesis lumbar, que es la implantación de placas en la parte baja de la columna vertebral. Tanto él como su mujer están seguros de que la foto se la sacaron ahí. “No sé quién ni como, pero hicieron la foto y ahora la publican sin permiso”, cuentan los dos casi al unísono. “Si son capaces de hacer eso mientras los enfermos están inconscientes, no tenemos ni idea de las otras cosas que pueden haber hecho”, se lamenta la esposa.
La hija, que también es fumadora, se suma a la conversación y explica “lo desagradable que es ir a comprar tabaco y encontrarte su cara cada día, en esas condiciones”. Eso es lo que realmente enfurece a F., que asegura que todo este asunto le está quitando el sueño. “Yo quiero que se baje todo esto ya, porque no he sido yo el que ha acudido a la prensa. Todo esto me ha venido encima sin comerlo ni beberlo y me está afectando. Si yo quisiera protagonismo hubiese posado para los fotógrafos. Pero es que mi única pretensión es que quiten esa foto de los paquetes de tabaco”.
MUY AFECTADO
F. está realmente afectado. Los miembros de su familia intentan calmarle y le cuentan chistes y anécdotas que poco pueden hacer por mejorar su estado anímico. Rompe a llorar varias veces y su mujer, su hija y su nieta le consuelan pasando los brazos por su hombro. Él me pregunta de forma casi compulsiva que qué pienso sacar en el artículo. Le cuento el enfoque y parece calmarse, aunque la serenidad le dura poco. Oscila entre el abatimiento y la ansiedad. Su familia le mira con la impotencia del que no puede hacer nada por ayudar.
Pasamos cerca de una hora hablando, lo que consigue que al final alcancemos una atmósfera distendida. Uno de los responsables es su pastor alemán, que hace el ademán de atacarme dos veces. Sólo quiere jugar, me aseguran. La mujer de F. me ofrece quedarme a cenar. Declino la invitación, tomo una foto a F., que se asegura de elegir la toma en la que no se le reconozca ni se identifique ningún elemento decorativo de su casa.
Cuando me despido, F. me vuelve a hacer preguntas sobre mi texto y me pide: “Cuenta por favor que estoy agobiado. Que no quiero hablar con más medios y que lo único que yo busco es que quiten mi foto de ahí. Porque fíjate bien: yo soy el que sale en el paquete de tabaco”. Yo le recuerdo que son varias las personas que reivindican ser el hombre de la foto. Él me responde: “Pues si tanta polémica genera, más motivos para quitarla”.