Después de mucho tiempo creyendo que no volvería, que estaba superado, que el corazón no latería a 1.000 revoluciones, ha vuelto. Como el protagonista de una obra de teatro, el miedo se ha convertido en el actor principal de demasiados momentos. La diferencia es que todo sucede en el mundo real donde no se baja el telón.
Es ese mundo cotidiano en el que se mira atrás cada mañana al salir del portal por si de espaldas te sigue alguien. Ese día a día en el que no hay lugar para entrar en ningún ascensor con un desconocido a solas. Ese run run en tu cabeza que te repite que es mejor no llegar a casa ni demasiado tarde ni salir demasiado pronto porque la poca luz enciende las alertas y apaga la calma.
Es la inquietud de caminar deprisa, casi a trompicones, cuando estás en un parking y solo quieres entrar en el coche y cerrar las puertas cuanto antes, no vaya a ser que algún indeseable quiera ser la peor de las compañías. Ese desasosiego que te lleva a cambiar de acera por si quien camina detrás de ti viene cargado de malas intenciones.
Es el miedo que te roba momentos de libertad, momentos de paz. La zozobra que te puede y que, de repente, sin buscarlo, te encuentra. La turbación que te lleva a un recuerdo que crees zanjado pero que de nuevo, por tantos titulares agolpados desde hace meses (la violación de una joven en los Sanfermines por cinco jóvenes y grabada con móvil, la muerte de la joven argentina Lucía Pérez que con solo 16 años fue brutalmente violada y empalada vaginal y analmente y que provocó el movimiento #NiUnaMenos, o esta misma semana la alarma de las autoridades de Barcelona por el aumento de agresiones sexuales en su paseo marítimo) te transportan 25 años atrás al portal de casa en el que alguien quiere acabar su madrugada violándote.
Un portal en el que tu vida se para de repente. Un portal que abre las puertas a un machista que cree ser dueño de ti. Un portal a oscuras que te confirma que los datos del Ministerio del Interior -esos que dicen que cada año unas 1.200 mujeres son violadas (con penetración) en España (tres al día, una cada ocho horas) o que en todo el mundo, como apunta ONU Mujeres, una de cada tres mujeres son víctimas a lo largo de su vida de violencia física o sexual- son solo la punta del iceberg porque se estima que el 75% de los delitos sexuales que se producen no se denuncian.
Y en ese preciso momento, cuando alguien (que a ojos de cualquiera es un tipo normal, de esos educados que dan los buenos días y van bien vestidos) te agarra por la espalda, tapa tu boca y tiene el poder de anularte, de dejar tu cuerpo paralizado por el miedo y apagar cualquier atisbo de voz, es cuando tu noche se convierte en territorio ocupado por unas manos deleznables que tocan tu dignidad y provocan un tortuoso monólogo interno de seis palabras: ¡no me hagas nada, por favor!
Tuve suerte, al final logré sacar un hilo de voz y convertirlo en grito. Un chillido de ¡hijo de puta, suéltame! ¡Socorro! ¡Un violador! Aquel día de principios de mayo, con mis 20 años, y a las 2 de la madrugada, conseguí zafarme de él... Ese joven pijo del que solo recuerdo su camisa azul claro vaquera impoluta y bien planchada salió a la carrera no sin antes dejarme marcada con su señal de poder: me mordió y ensangrentó los labios.
Abrí la puerta del ascensor tan rápido como pude y subí a casa con el corazón en la boca. Nada volvió a ser igual. Tarde más de un año en quitarme de la cabeza que me pudiese ocurrir de nuevo y que esta vez todo acabase de otra manera... peor. Más de 365 días y sus noches sintiendo impotencia, tristeza, rabia, pavor, angustia y vergüenza por haber pasado por ello y no haber tenido fuerzas ni ganas de denunciarlo.
Así que sí, lo confieso. He vuelto a sentir miedo y a tener la triste premonición, ahora que estrenamos 2017, que irán cayendo hojas de su calendario al mismo tiempo que sumándose nuevos casos de violencia sexual. Un desosiego al que he decidido plantarle cara y ganarle la partida contando todo lo sucedido. No tengo nada de qué avergonzarme. En todo caso debería hacerlo una sociedad que no cuida ni protege a quien conforma más de la mitad de su población porque prefiere seguir anclada en la desigualdad para mantener al hombre de las cavernas. Solo basta escuchar a magistrados como Antonio Salas, diciendo que los machistas, los maltratadores, los violadores, son simples seres malvados o que nosotras tenemos todas las de perder en un maltrato o agresión por falta de fuerza, para ver que nada cambiará. ¡Cuánta maldad, sí, pero hacía nosotras!
Salir del armario y escribir estas líneas es la mejor manera que conozco para cerrar las puertas para siempre de aquel portal y de recordarme, recordarnos a todos, que al miedo se le combate con el coraje tan inmenso e incontenible como la libertad y la igualdad que las mujeres nos merecemos.