“Hemos vuelto a usar picón por el precio de la luz, con mi pensión no me llega para la estufa eléctrica, y mucho menos ahora, que ha subido tanto”. La casa de Francisco huele a carbón, a alhucema y romero. Es un olor añejo, a casa de pueblo y abuelos, que la llegada de la electricidad erradicó de los hogares del sur de España y que ahora ha vuelto por mor de la crisis. Las continuas subidas de la tarifa eléctrica han provocado que muchos rescaten los braseros de los altillos. El cisco de picón está —moderadamente— de moda, y pocas carbonerías los despachan en las ciudades.
En Sevilla está la carbonería más antigua de España, tal vez la única de ciudad que quede en el país. “Salvando la que hay en la calle Embajadores, de Madrid, y una cooperativa de varios carboneros que existe en las Canarias; pero todos ellos se dedican mayoritariamente al carbón para cocinar, no para calentar”, desgrana Luis Aguilar, último eslabón de una estirpe de carboneros de Sevilla y propietario de la famosa Carbonería Parras, situada en la calle del mismo nombre, en pleno centro, dentro del populoso barrio de la Macarena.
Atravesar los muros del edificio regionalista que la acoge es hacer un viaje al pasado. El hollín, presente con profusión en todo el espacio, confiere un punto de romanticismo a la carbonería de Luis. Todo cuanto alberga es de otro tiempo. Desde los carteles de las corridas en las que participaba su tío y padrino, el torero Rafael Astola, a la bomba de petróleo, con lo que se cocinaba en España hasta no hace mucho.
Leña a 7,50 euros el saco; carbón a 1,10 el kilo; cisco a 0,75 euros el kilo, reza el listado de precios. “Todo de encinas, que aguanta más encendida”, concreta. “El brasero de cisco de picón sale más barato que poner una estufa eléctrica”, asegura tajante Aguirre, la cuarta generación que se dedica a este oficio en su familia. “Además da un calor más agradable y constante”, apunta con las manos tiznadas de hulla.
El cisco, de picón o de carbón, es el resultado de la quema controlada de las ramas de encinas, u otras variedades, que una vez carbonizadas y apagadas, se pueden volver a encender sin que produzcan humo. A las brasas se le echa alhucema, romero o sándalo, para dar aroma a la casa.
“En los años 90, todavía el precio de la luz y el del picón podía estar parejo, pero desde hace unos años, tal y como se ha puesto la tarifa de la luz, calentar una casa con picón sale muchísimo más económico”, detalla el carbonero, de 51 años, el mayor de cuatro hermanos.
Paradójicamente, Luis tuvo que dejar sus estudios de Formación Profesional de Electricidad y Electrónica para dedicarse a vender carbón junto a su padre cuando éste enfermó. A su muerte, el mayor de los hermanos Aguirre Astola se hizo cargo del negocio familiar. “Antes había una carbonería en cada calle, y mi padre vivió el cierre de todas”, lamenta. “Yo sigo abierto porque no tengo que hacer frente a un alquiler, si no estaría condenado, sería imposible”, concreta Luis, que teme por la continuidad del oficio.
“Yo soy soltero y sobrinos tengo a unos cuantos, pero es difícil que quieran seguir con esto porque con esto se gana bien poco dinero. Y es lógico que haya a quien no le seduzca la idea de ser carbonero”, desgrana Aguirre, firme en su propósito de seguir al frente de la última carbonería de Sevilla.
Rechaza ofertas: soy carbonero y lo seguiré siendo
Sobre su mesa, también llena de tizne, ha tenido ofertas para comprarle el espacio, amplio y en pleno centro de Sevilla, pero a todos les responde tajante: “la carbonería ha sido toda mi vida y así va a seguir siendo”. “Yo no soy una persona que gaste mucho dinero, si un verano no me voy de vacaciones, pues no pasa nada”, comenta desahogado. Eso sí, Luis goza de una vida relajada, con horario de nueve de la mañana a tres de la tarde, que no cambia por nada del mundo.
Pasa las mañanas trasteando con páginas webs, una de sus aficiones, y escuchando Radio 3. A ratos, atiende a los clientes que en un goteo incesante se acercan a su carbonería. También a los muchos turistas que quedan fascinados con la poco habitual estampa. “Por desgracia hay más curiosos que consumidores”, apunta resignado este hombre de conversación culta y serena. “Entran, se echan fotos… pero nada”.
De los que sí compran, muchos son los que conocen a Luis desde hace años. La clientela es fiel al calor del picón y a los Aguirre. “Los conozco de siempre, allí compré yo la copa —el brasero— o la badila —una paleta con la que mover las brasas—”, narra a sus 73 años Francisco Garzón, un vecino del barrio de San Jerónimo, en la zona norte de la ciudad. A su edad, manda a su hijo a por cisco: tres de carbón y tres de picón por apenas cuatro euros y medio. “Y con eso caliento la casa una semana”, afirma el jubilado. “Tengo una pensión cortita y con el picón me da para más que con la estufa eléctrica”, confirma.
El precio de la luz sube como aire caliente
El precio del megavatio hora (MWh) alcanzó este pasado lunes los 83,85 euros, lo que supone la tercera referencia más elevada en lo que va de año, solo superada por los 85,79 euros del jueves y los 88 euros del viernes. Y eso a pesar de que la demanda prevista se sitúa en los 633 gigavatios hora (GWh), por encima de los niveles del fin de semana, aunque por debajo de los 650 GWh del miércoles de la semana pasada.
Así que, con estos precios, Francisco enciende cada día el brasero de picón a las once de la mañana y los rescoldos aguantan hasta más allá de las doce de la noche. “De hecho, tengo que sacarlo al patio porque sigue encendido”, comenta Francisco, que todavía recuerda cómo su madre usaba el picón en su casa de Triana.
“Da un buen olor y mi mujer le pone un cordel a la mesa camilla, por debajo de la ‘nagua estufa’, para colgar la ropa que está húmeda para que se seque”, detalla Francisco. Ellos hace un par de años que dejaron de usar los radiadores eléctricos de aceite —con consumos que llegan a los 2.000 vatios— para recuperar el picón. “Así que me da igual que suba la luz lo que quiera, yo me caliento con mi brasero de picón”, comenta sonriente.
“Eso sí, con precaución”, zanja.
El estigma del brasero de picón
El brasero de picón carga con el estigma de quienes han muerto por hacer un mal uso de él. Sin una correcta ventilación, el cisco puede volverse mortal, de ahí que sea vital su uso en zonas bien aireadas para evitar que la combustión consuma el oxígeno y llene el espacio de dióxido de carbono.
“La gente le cogió mucho miedo al picón por los medios de comunicación”, sentencia Aguirre. “En los años 80 del siglo pasado empezó el bajón; fue algo muy mediático, la gente se asuntó por las noticias de muertes, que en muchos casos, no tenían relación con el picón”, explica. “Tengo muchos clientes, personas mayores —añade—, que dejaron de venir de golpe y porrazo, los hijos le tiraron los utensilios y le compraron una estufa eléctrica”.
Poca innovación cabe ya aquí, solo mantenerse y aguantar el tirón pase lo que pase. Habrá momentos mejores y momentos peores.
Y ahora son los nietos los que vuelven a por el picón. “A pesar de que sigue habiendo muchas personas mayores que no se han dejado asustar, también hay muchos jóvenes que se están aficionando al picón. Los hay que compran el brasero, de acero de chapa, para decorar y un día prueban a encenderlo, y se enganchan. Y repiten”, relata Aguirre.
—¿Cree que se puede volver a poner de moda?
—Claro, por qué no.
—¿Y por dónde se puede innovar en este negocio?
—Poca innovación cabe ya aquí, solo mantenerse y aguantar el tirón pase lo que pase. Habrá momentos mejores y momentos peores.
Se equivocó su padre cuando en los años ochenta llegó a afirmar en la prensa local que al negocio le quedaban no más de diez años. Treinta años después el futuro pinta oscuro para Luis, contradictorio negro hollín sinónimo de vida para una carbonería. A fin de cuentas, más allá del picón, es calor lo que vende. Y a buen precio.