En la Galicia de interior hay que bucear al contrario de como se haría en el mar. Ascender a los pueblos de montaña, hacia la superficie, es la manera de llegar a lo más profundo de esas tierras donde las historias juegan al escondite y los vecinos callan cuando llega alguien de fuera.
Vilar y Vilariño son dos aldeas situadas en las faldas de la montaña Monteagudo y pertenecientes al concello de Calvos de Randín (Ourense). Allí, la noche del 22 de febrero de 1944, en plena Segunda Guerra Mundial, dos mujeres se pusieron de parto, una en cada pueblo, mientras en el pico de Monteagudo se estrellaba un avión militar británico procedente de Gibraltar. En el accidente murieron los seis tripulantes. En ambos pueblos, la gente gritaba asustada, mientras las madres aullaban de dolor dando a luz a dos nuevas vidas: Milagros y Francisco.
Eran tiempos de negror político en España, los aldeanos jamás habían visto un avión de cerca y la pobreza crecía en las casas como la maleza en los jardines. Nadie preguntó a la Guardia Civil qué había ocurrido exactamente cuando esta llegó al lugar; los mozos siguieron órdenes de los falangistas, que les dijeron que tenían que ayudar a limpiar la zona y enterrar los cuerpos en el cementerio de Randín, un pueblo a escasos kilómetros.
Lo sucedido no fue solo una desgracia: para la gente de Vilar y Vilariño fue una oportunidad de mejorar sus condiciones. El fuselaje sirvió para reformar los exteriores de las viviendas: puertas, ventanas, cancelas… Todavía hoy, 73 años después, quedan algunos de estos restos arquitectónicos que son una suerte de memoria histórica involuntaria de la Segunda Guerra Mundial. También de la humildad y miseria con las que las familias sobrevivían a los inviernos. Del avión, como del cerdo, se aprovechó todo.
Un avión destinado al desembarco de Normandía
Luis Manuel García Mañá, expolicía, escritor y senador socialista, ha documentado la historia completa del avión estrellado a través de los archivos del Ministerio de Defensa británico. Fue su madre, originaria de Randín, quien le puso sobre la pista del suceso cuando él era un crío. En su última novela, Por que as sombras non teñen ollos (Por qué las sombras no tienen ojos), cuenta el episodio que marcó la vida de los habitantes de Vilar y Vilariño.
El avión, un bombardero Lockheed Hudson (matrícula EW916) de la Royal Air Force —las fuerzas aéreas británicas—, formaba parte de una flotilla que la noche del 22 de febrero de 1944 abandonó Gibraltar para dirigirse al sureste de Inglaterra. El objetivo era formar parte de la Operación Overlord, también conocida como el desembarco de Normandía o Día D (6 de junio de 1944). Las condiciones meteorológicas provocaron que este y otro avión —de los 13 que salieron aquella noche— perdiesen altura y se estrellasen. Uno acabó en Sierra da Estrela (Portugal) y el otro, en Monteagudo.
"El avión [el que acabó en Galicia] realmente colisionó en la parte portuguesa. En Monteagudo hay una frontera natural que separa España de Portugal. Pero se produjo una especie de rebote y la mayoría de los restos, los del avión y los mortales, se quedaron en ese punto de nuestra frontera", explica García Mañá. "Eran seis tripulantes: cuatro de ellos, de entre 20 y 25 años, eran canadienses [en aquella época Canadá todavía dependía del Reino Unido]; los otros dos, algo mayores, eran ingleses", añade. Se llamaban Alfred, James, George, Alexander, Ivor y John.
Aquellas tierras estaban marcadas por la miseria: "No había luz, no comían pan de trigo, malvivían. El contrabando era una manera de mejorar la economía familiar, sí, pero aquello ni siquiera era para trapichear, sino para ellos mismos", señala el escritor y senador. Es en ese marco en el que hay que situar la historia. Lo primero en lo que pensaron los aldeanos fue de qué manera podían usar los restos del accidente. Decía el escritor gallego Castelao que "la vergüenza es peor que el hambre". "Además de las puertas y ventanas que todavía se ven y que se hicieron con el fuselaje, con las telas de los paracaídas hicieron ropa para todas las familias. La caída del avión fue una auténtica revolución para ellos", dice García Mañá.
Así se vivió el accidente: los testimonios vivos
En Vilar, un matrimonio toma el sol. Es el de Arturo González e Isolina Vázquez, de 88 y 86 años. Están sentados en dos sillones viejos junto a un montón de leña y desde su sitio se puede ver, a lo lejos, el pico de Monteagudo. Él señala con el bastón: "Allí estuve yo. Te puedo contar todo lo que pasó porque yo fui uno de los mozos que tuvo que ayudar con los muertos". Tras un silencio, suelta su pequeño secreto: "Tengo hasta una pieza del avión. Una grampa [grapa] de uno de los paracaídas". En realidad, es un mosquetón de enganche cuya autenticidad no hemos podido comprobar aún. "Mi padre me dijo: '¡Ni se te ocurra coger nada!'. Tenían miedo. Era mejor callar y no tocar. Yo cogí eso porque, ¡yo qué sé!, por si me servía de algo".
Arturo tenía 15 años cuando el avión colisionó en el monte. Recuerda perfectamente qué hacía en aquel momento: "Estaba en una cuadra bailando. Era de madrugada y estábamos allí los jóvenes. El avión enmorró el monte y se sintió en los dos pueblos. Había fuego y explosiones. Aquello parecía una guerra, ¡una guerra! Huy, teníamos mucho miedo. A la mañana siguiente fuimos mi abuelo, mi padre y yo. Los mozos del pueblo nos acercamos cuando ya la Guardia Civil nos dijo de ir. Lleváronlos todos los cuerpos para enterrarlos en Randín".
El escritor Luis Manuel García Mañá apunta que los cadáveres estaban "entre calcinados y congelados". "El 'rígor mortis' los había dejado en unas posturas que dificultaban mucho introducir los cuerpos en un ataúd, así que tuvieron que, digámoslo así, manipularlos". Arturo explica a qué se refiere García Mañá: "Tuvimos que cortarlos en trozos. No había otra manera. Fuimos con ellos andando kilómetros, montaña para abajo. Todo nevado".
Del lugar del accidente, Arturo recuerda que había "dos pistolas que eran una maravilla y una máquina de fotografía". "Yo decía: 'Papa, papa, mira qué cosa más guapa'. Y él me decía: 'Ni se te ocurra tocar nada'. ¡Claro, tenía miedo! Un chico que andaba por los pinos se topó con un reloj y se lo llevó. Era guapo el aparato, una cosa enorme".
A su lado, Isolina escucha el relato de su marido. Ella también era una adolescente, pero no se acercó al lugar del accidente: "Las mujeres nos quedábamos en casa". Él se levanta del sillón ayudándose del bastón y dice: "Vamos, que os enseño la pieza del avión". Arturo camina despacio y saluda con la mano a los pocos vecinos que se encuentra. Abre la puerta metálica de su antigua cuadra y rebusca entre un montón de objetos oxidados y llenos de polvo. "Ah, mira, aquí está. Bah, esto ya no sirve para nada". A su edad, las cosas no son valiosas por su historia, sino por su utilidad. "A quien podrías haber preguntado sobre lo que pasó es a Enrique. Aunque ya no está para eso".
En Vilariño, otro matrimonio toma el sol, el de Enrique y Rosa, de 96 y 88 años. Su hija, Aurora Díaz, de 60, está enfrente, a la sombra. A su lado hay una muleta apoyada. "Tengo la pierna fatal, y tengo que cuidar de mis padres. Él no tiene bien la cabeza [Enrique padece alzhéimer] y a ella le cuesta un poco. Mi padre vivió el accidente pero ya no te va a poder decir nada, olvidó todo". Él habla poco, pero cuando lo hace dice: "Vete al carallo" y "Yo vivo en Vilariño, pero soy de Vilar".
Dos bebés, uno en cada pueblo
Perfecto Macía Gómez, de 75 años, mastica un filete de pollo rebozado mientras cuenta que durante unos años vivió en Barcelona, donde trabajaba en una fábrica de pieles. "Lo hablo… una miqueta", dice con acento gallego. "¡Escolta, noi!", exclama para demostrar que algo sí recuerda. Aparta las patatas con el tenedor y hace hueco para su café solo y su chupito de whiskey. "Las patatas no me las como porque me sube el azúcar", se exculpa. "¿Y el whiskey, qué?", le pregunto. "¡El whiskey no me hace daño! Eso sí, solo tomo Ballantine's", responde. Lo vierte en la tacita de café y se lo bebe de dos tragos. "Esto se llama carajillo".
Perfecto apenas tenía dos años cuando tuvo lugar el accidente. Su padre fue quien le contó el miedo que pasaron aquella noche. "Estaba nevado. La gente no se acercaba, ¡estaban asustados! Decían: '¡Un atentado en Vilariño!'. Los listos han ido y se han llevado pistolas y todo. Cuando los demás se atrevieron a ir, ya quedaba poca cosa", explica.
García Mañá confirma que el bombardero llevaba armamento: pistolas, munición y pequeñas bombas que, con el choque, explotaron, animando el ruido y el fuego ya de por sí provocado por el avión.
Perfecto nació en una casita de Vilariño que construyó su padre. Ahora vive en otra más grande y moderna junto a Teresa Alves, de 72 años, una portuguesa que llegó a la aldea española con diez años. "Cuando se murió su marido y se murió mi mujer, pues nos juntamos", dice él.
Teresa es quien nos enseña las viviendas en las que todavía hay trozos de fuselaje reciclado. Habla gallego con un deje portugués. Le tiembla la mano derecha y ríe con fuerza cuando la fotografían. La primera parada es la casa en la que vivió Perfecto, cuya puerta está hecha con restos del avión británico. Teresa quita los ladrillos que cubren los huecos que quedan debajo —"para que non entren os ratos" (para que no entren los ratones), dice— y abre con llave. Tras el metal de un bombardero de la Segunda Guerra Mundial hay jamones curándose, que cuelgan del techo como sacos de boxeo. Antes, en ese mismo cuarto, sacrificaban cerdos.
"Ese material es más resistente que la madera. Entraba menos el frío y servía para arreglar puertas que ya estaban un poco viejas", explica Perfecto. Su prima Milagros fue uno de los bebés que nacieron aquella noche. "Está muy malita ahora. Ella limpiaba casas en Barcelona, que es donde vive ahora. Le cortaron una pierna y ya no viene por aquí. Francisco [el otro bebé, que nació en Vilar] viene los veranos. También vive en Barcelona. Allí es que emigró mucha gente. Los gallegos nos íbamos a Santa Coloma de Gramenet y los andaluces, a l'Hospitalet. Yo me volví porque enfermó mi padre y tenía que cuidarle, pero en aquel tiempo emigraba todo el mundo, aquí y afuera", cuenta.
En Vilar y Vilariño, unos han olvidado tanto por la edad que ya no recuerdan ni su propia historia; otros se esfuerzan por reconstruir un relato que ni siquiera protagonizaron; los hay que no han vuelto a ver un avión de cerca; y también quienes tomaron uno después de aquello para emigrar y huir de la dictadura.