En la costa gallega, la muerte espera su turno como lo haría un anciano antes de entrar en la consulta del dentista. En las profundidades hay una suerte de camposanto marino, compuesto por todos aquellos naufragios que han tenido lugar a lo largo de los siglos. El mar se alimenta. Pero el mar también da de comer. El folclore de los pescadores ha sido recogido en libros e investigaciones: costumbres y supersticiones que los marineros llevaban a cabo tanto para burlar a la muerte como para combatir una mala jornada de trabajo. Para algunos de estos marineros gallegos volver a casa sin nada que vender era casi peor que morir ahogado.
El investigador Casto Sampedro Folgar recogía algunas tradiciones de los marineros de la ría de Pontevedra: en algunos pueblos, los barcos que llevaban un tiempo sin capturar nada recibían una "soberana malleira" (soberana paliza), con el objetivo de liberarlos de la bruja que causaba el infortunio. Se hacía a altas horas de la noche y la "malleira" tenía que ser contundente; de lo contrario, la bruja podía escapar viva e irse al mar. El columnista Rafa Cabeleira, que se crió entre marineros, me contaba que cuando no se pescaba nada, antes de volver a casa, le hablaban al mar de mujeres. "Decían que eso le cabreaba y así le obligaban a escupir el pescado". También se decía que subir a una mujer al barco daba mala suerte, así como pronunciar la palabra "cura" a bordo.
Es por esto que a la gente de Finisterre (Fisterra, A Coruña) no le hizo mucha gracia cuando el arquitecto César Portela eligió un acantilado entre el pueblo y el faro para construir el nuevo cementerio municipal hace ya casi 20 años. Aquí, los nichos están azotados por los vientos de la Costa da Morte, cosa mala —dicen— incluso para los huesos de los difuntos. "Cuando veo esos cubos [de granito y con los nichos en el interior] desde el barco parece que me estén recordando que voy a morir", dice Ramón de 55 años, marinero de Finisterre.
"¿Qué es eso de que los muertos miren al mar? Allí es donde han perdido a sus compañeros. Me parece una falta de respeto", argumenta Juan Bautista Ladu Insa, de 72 años, vecino del pueblo. "Pues yo he sido marinero toda mi vida y ojalá me enterrasen allí. Sería como volver a casa", se confiesa Manuel Fraga Fernández, un marinero jubilado de 87 años.
Dos décadas después de su concepción el cementerio está muerto. Aquí, el Domingo de Resurrección los milagros no tienen casa. Ningún cuerpo ha sido enterrado allí y el proyecto, que ha recibido prestigiosos premios de arquitectura, ha quedado como un lugar que visitan los peregrinos. De hecho, el primer y único inquilino fue un peregrino que en 2011 abrió uno de los nichos, guardó sus bártulos dentro y vivió allí durante dos meses. "Me escribió unas cuantas veces para decirme que a veces pasaba frío y que había una esquina por la que entraba agua cuando llovía, pero no supe nada más de él", cuenta Portela.
La necrópolis de Finisterre también es un cadáver político: encargado por el entonces alcalde socialista Ernesto Insua, su inauguración quedó en manos del alcalde del PP Valentín Castrege. Dijo que mientras él viviese, nadie sería enterrado allí. También el cura del pueblo se manifestó en contra. Desde entonces, ningún alcalde se ha atrevido a ponerlo en funcionamiento.
Durante las sucesivas legislaturas se ha intentado dotarlo de luz y agua (la última fase), pero ni siquiera el actual alcalde, José Marcote (PSOE), se atreve a dar una fecha: "En nuestros planes está, pero no sabemos cuándo. No llevamos ni dos años gobernando. Cuando llegamos al ayuntamiento había que hacer cosas más urgentes. Hay que adecentarlo, hacerlo accesible, y eso no solo depende de nosotros, sino que al ser un paraje natural también dependemos de Costas y de la Diputación", cuenta a EL ESPAÑOL. Amparados en una burocracia con artrosis que no les permite agilizar el proceso, los diferentes alcaldes han postergado la decisión para el siguiente que ocupe la silla.
En su momento generó mucha polémica, pero ahora los habitantes de Finisterre no se muestran tan reticentes. Algunos siguen convencidos de que aquello es un despropósito que costó 70 millones de pesetas, pero otros desean descansar en un lugar poético y salvaje: el cementerio está en ese rincón que llaman "fin del mundo", y no tiene muros, solo está limitado por cielo, mar y tierra.
Así es el cementerio que diseñó Portela
César Portela (Pontevedra, 1937) dice que este proyecto le ayudó a reconciliarse con la muerte, si es que eso es algo que pueda hacerse en vida. El arquitecto descartó los muros y las cruces: "Los camposantos tradicionales están acotados; yo quería que fuera un cementerio libre, uno en el que la gente pudiera pasar por él casi como de casualidad, intentando naturalizar la muerte. Además, cada vez hay más población en Galicia de diferentes religiones. No tiene por qué haber cruces, no es un cementerio exclusivamente católico", explica a EL ESPAÑOL en una charla en su estudio de Pontevedra.
En total, son 14 cubos de granito (con 12 nichos cada uno) distribuidos entre las rocas de manera desordenada. Arriba, junto a la carretera, hay otros tres cubos que servirían como tanatorio, capilla y sala de autopsias. En línea recta, cruzando el "mar de dentro" (como lo llaman), está el Monte Pindo, conocido como el Olimpo celta de Galicia, que, por el tipo de granito, al atardecer se sonroja.
El efecto es el de cuerpos que son devueltos a tierra por el oleaje tras el naufragio de un barco. "Un amigo cuando vio aquello desde su barco me dijo: '¿Pero qué son esas cosas? ¿Cetáreas?' [viveros para el pescado y el marisco]. Hasta que no te dicen que es un cementerio no lo sabes", opina José Antonio López, de 42 años, camarero en un bar restaurante de Finisterre. Juan Bautista Ladu Insa mueve la cabeza de un lado para otro: "No, no, no, eso no es un cementerio ni es nada; parece que han pescado calamares y los han dejado ahí. ¡Pero si no hay ni muros! Ahí pueden entrar los lobos o los perros y comerse a los muertos".
El arquitecto David García-Asenjo opina que la apuesta de César Portela supuso una ruptura: "No creo que primase la estética a la funcionalidad. Pero por qué obviar las posibilidades que ofrece el lugar y limitarse a seguir una receta tradicional. ¿Por qué un cementerio debe estar rodeado por una tapia? Un arquitecto debe ser capaz de añadir esa capa de poesía o emoción a las obras, no ha de limitarse a lo obvio".
Quizá la tradición, como apunta García-Asenjo, fue la que cavó la propia tumba del cementerio: el folclore a menudo es como una mancha de nacimiento, no se elige ni desaparece, solo forma parte de ti. Si uno habla con la gente de Finisterre, rápidamente observa que incluso muchos de quienes querrían ser enterrados ahí no acaban de comprender la obra. "Que se ponga en funcionamiento, claro. Pero que lo acaben primero", dice uno. "La idea me parece muy bonita, además frente al mar, no puede ser un lugar mejor; pero dicen que falta una última fase, está incompleto", confiesa otra chica. "En el cementerio del pueblo ya no cabe más gente, así que por qué no usar ese, pero que lo terminen", afirma un tercero. A todos, la única respuesta es: "El cementerio ya está acabado". Lo único que falta es activar los suministros de luz y agua, pero la sensación general es de que está inacabado. "Pero todavía falta que... parezca un cementerio", repiten. En su imaginario colectivo, en una tierra de peregrinación religiosa, los cementerios tienen nombres y apellidos: cruces, muro y flores.
En su idea primigenia, Portela no solo quería conectar a los muertos con la naturaleza, sino a los vivos entre ellos. Para él, un cementerio se asemeja, en realidad, a la plaza de un pueblo: "Tiene un carácter trágico, claro, pero en Galicia hay mucha costumbre de visitar el cementerio no solo en una época determinada del año, sino cada semana o cada día. Allí se encuentran familiares de los que están enterrados. Se dicen: 'Oye, déjame para cortar esta rama' o '¿Te sobra una flor?'. Establecen relaciones. Yo quería favorecer eso, no quería que solo fuese un sitio donde se rinde homenaje a los muertos, sino uno en el que los vivos se comporten como vivos: hablan, pasean, se sientan...".
El acceso, sin embargo, es una de las desventajas que le achacan. La maleza ha colonizado los espacios que quedan entre los cubos y los caminos, que originariamente eran aquellos que usaban los percebeiros y los ganaderos, están en pendiente y llenos de piedras. "Bajar el féretro hasta allí es muy difícil. Una persona mayor se puede resbalar. Además, está muy lejos del pueblo [a unos tres kilómetros]", explica Mónica Lobelos, de 38 años, recepcionista en un albergue. Una de las opciones que se han barajado es la de asfaltar los caminos, pero Portela no está dispuesto a ceder: "A eso me negaría porque perdería el carácter de los caminos naturales".
El arquitecto García-Asenjo apunta que "si el acceso al cementerio no es funcional, es evidente que algo no está bien resuelto". "Seguro que hay modos de proponer un acceso cómodo con una intervención que no rompa la relación con la naturaleza que quiso Portela. La solución inmediata, el asfaltado, no parece la mejor opción. También es cierto que el arquitecto proyecta la obra, pero no es de su propiedad. No puede aferrarse a su idea si esta no permite el uso de la obra", añade.
Al pedregoso terreno se une la climatología de Costa da Morte. Hay temporales, fuertes corrientes, oleajes que pueden alcanzar los diez metros, cerrazones de niebla y lluvias intensas. "Una persona mayor puede perder el equilibrio con el viento, se puede resbalar, y en los días de niebla no se ve nada como para ir andando por un acantilado. Yo no sé en otros sitios, pero en Galicia las personas mayores visitan a sus muertos muy a menudo. Con el tiempo que hace aquí, sobre todo en invierno, lo veo peligroso", apunta Mónica Lobelos. "Yo no digo que las vistas no sean bonitas, que lo son, pero es que a mucha gente de aquí lo que le importa es poder ir allí cualquier día", añade.
Se dice que la necrópolis de Finisterre disgusta a los de aquí y agrada a los de fuera. Paul Garland, de 62 años, es ejemplo de ello. Nació en Dorset (Inglaterra), pero a simple vista, Paul parece un gallego más. Tiene los ojos azules como el mar de Costa da Morte, las cejas pobladas y canosas como los ancianos del lugar y, para alguien de su procedencia, tiene la piel algo más morena de lo habitual, como los marineros.
Paul era trabajador social en una organización para personas sin hogar en Dorset. Visitó Finisterre en 2012, como peregrino, y ya no hay año que no vuelva. En el albergue de Nita Rivas y Mónica Lobelos lo acogen como a un amigo. Los días de sol se sienta fuera, en una silla de madera. Asegura que cuando lo vio por primera vez no supo que era un cementerio: "Es muy diferente a un cementerio inglés. Allí [en Inglaterra] en seguida sabes que estás entre muertos. Pero no creo que eso sea malo, el lugar es precioso. Me llama la atención que la gente se siga refiriendo a él como 'el cementerio nuevo', porque cuando lo ves no parece nuevo en absoluto. Está abandonado y es una pena".
Paul se asemeja en una cosa a César Portela: ninguno de los dos querría ser enterrado ahí. Ni ahí ni en ningún sitio. A ambos les gustaría ser incinerados y que sus cenizas fuesen esparcidas en algún punto significativo para ellos. El hogar suele ser ese sitio en el que uno se cría, pero a veces también es el lugar en el que por fin descansamos. En el caso del arquitecto, ese lugar sería la propia playa que hay al final del acantilado donde se sitúa su cementerio. La preferencia de Paul es otra: "Yo no procedo del mar, así que me gustaría que fuese en el campo, me da igual en Inglaterra o en España".
Entonces, ¿dónde entierran a los muertos?
En el cementerio que hay junto a la iglesia de Finisterre, la de Santa María das Areas, las cajas de los muertos crecen en vertical. A simple vista se asemeja a una gran biblioteca en la que los libros escalan como pueden por las estanterías. El cementerio diseñado por Portela se hizo, precisamente, porque el que ya había en el pueblo estaba colmatado. En estos casi 20 años, el camposanto de la iglesia de Santa María das Areas ha hecho hueco para acoger más y más nichos. "¡Ya no hay sitio! ¡Es que no hay sitio aquí! Aquello está abandonado, la gente no lo quería, pero ya que está construido, ¿por qué no usarlo? Yo he tenido que comprar mi nicho en un pueblo de aquí al lado, en San Martín. Y como yo, más gente", explica Manolita Canoso, de 48 años.
Manolita reconoce que "aquello no se ve como un cementerio, no hay cruces ni nada". "Pero yo creo que en cuanto se ponga en marcha la gente accederá a ser enterrada ahí. Hay mucha gente a la que le gusta porque el lugar es muy bonito, estás mirando al mar... Pero es que ahora los perros hacen sus necesidades ahí, llegar es muy difícil, y nadie toma medidas", añade.
Hay gente de Finisterre a la que no le convence la estética moderna para un lugar que vive de la tradición —la del mar y el peregrinaje—; también hay quienes ya se han imaginado en su lecho de muerte frente al mar, como Nita Rivas, que no entiende que "le guste a tanta gente de fuera y todavía haya gente del pueblo que lo rechace". Quizá a la obra de Portela no le haga falta ni un muro ni cruces para acabar de ser un cementerio. Quizá lo único que necesita es lo único que no tiene: muertos.