“¡Vamos a arder como los de Portugal!”. Guadalupe Vargas Vargas, gitana “por los cuatro costados”, lleva días presagiando la humareda que este domingo se coló por las estrechas ventanas de su chabola. Vive, junto a otras treinta familias, en el asentamiento de Alcalá de Guadaíra, en los límites ya de Sevilla, rodeada de pasto seco. “¡Nos tienen abandonados!”, criticaba días antes de que la llama se prendiera a escasos metros de su infravivienda, hecha de plástico, madera y cartón. Tiene miedo. Apenas duerme. Y reza. “El Señor habita aquí, si no, ya habríamos muerto”.
Pasadas las seis de la tarde, ocho dotaciones de los bomberos y un buen número de policías controlaban las llamas, poniendo a salvo los animales que acompañan a las familias y cortando el tráfico en carretera de Mairena. La columna de humo se podía ver a kilómetros de distancia. El incendio había consumido cuatro chabolas. Por fortuna, no había que lamentar daños personales.
En el interior del asentamiento, sus moradores se refrescaban las caras y hacían recuento. “Mi nuera está en el hospital, está gorda —embarazada— y le ha dado un ataque de ansiedad”, explicaba una de las vecinas del asentamiento, que por no tener, no tiene ni nombre. Su hijo, Manolo Silva Silva, llegó de buscarse la vida con el incendio en su apogeo,
“¡¿Dónde van a dormir esta noche?! ¡¡No tienen ni un colchón!!”, lamentaba airada la abuela. “El alcalde le va a dar una noche de hotel”, replicaba otra vecina con sorna. “¡Ay, la ropita del bebé!”, se quejaba desconsolada la madre de Manolo, padre de otros tres hijos, atendidos por sus familiares ante su precipitada salida del asentamiento.
“TODOS LOS VERANOS OCURRE LO MISMO”
“El Señor habita aquí”, vuelve a insistir. “Lo que es imposible para el hombre es posible para Dios. Es el único que transforma a una persona, que la restaura y la liberta. Es el único que tiene poder para perdonar el pecado. Te cambia la vida”, replica Diego Silva Pardo, su marido, chatarrero, buscavidas y mañoso. “El Señor habita aquí —ya suena a mantra reconfortante—, porque si él no pusiera las barreras, ya nos habría pasado algo. Fíjate, las torres gemelas —se confunde con la torre Grenfell de Londres— se han quemado y gracias a Dios a nosotros no nos pasa nada. Eso es por Dios”.
Su casa es la más lujosa de todo el asentamiento. Fueron de los primeros en establecerse en este terreno baldío situado a las espaldas de un polígono industrial y, veinte años después, su chabola tiene unas comodidades que envidian sus vecinos. Varias máquinas de aire acondicionado, que Diego ha ido encontrando en las chatarrerías, atemperan la vivienda, expuesta sin abrigo al sol. Otros tantos ventiladores reparten el aire fresco a las habitaciones, revestidas de cartón y tela. Sin la climatización, sería insoportable vivir allí.
“SI FUERA HACE 40 GRADOS, DENTRO HACE 60”
“No nos atiende nadie”, se lamentaban. “Y somos personas, no perros”.
En Huelva, en el asentamiento chabolista de Las Madres, la crítica es similar. “Sí, somos negros, pero también somos personas”, reprocha Diarra, un joven de 29 años llegado desde Mali a los campos de cultivo de las ‘berries’ —fresas, arándanos, frambuesas—.
En la semana del incendio, dos reporteros de EL ESPAÑOL estuvieron intercambiando pareceres con algunos de los temporeros que viven de forma permanente en esa zona de pinares y arenas arenosas.
Las llamas comprometieron ‘La casa de Bileti’, un salón que hace las veces de club social, en el que los temporeros, la mayoría subsaharianos, pasan las horas muertas. Allí, tomándose un litro de Cruzcampo, Diarra explica que para conseguir agua necesita ir hasta una fuente situada a 30 minutos en bicicleta. Y no lo hace porque no haya pozos más cercanos, los dueños de las explotaciones agrícolas que circundan Las Madres no dan agua. Por eso él va cada día a por dos garrafas de 20 litros.
CALOR INSOPORTABLE ENTRE PAREDES FORRADAS DE MANTAS
Y por eso a Bileti, a sus 49 años y con diez ya de estancia en España, le costó dejar su chabola y su negocio el día del incendio. Llevaba años ahorrando para los materiales y más de un año de construcción, lenta pero incesante. Su último ingenio es un sistema para climatizar el espacio. Al techo, en vez de los habitual, le sumaba tres capas extra de cartón, para que aislara del sol. Y, en el perímetro, unas plantas de rápido crecimiento para que refrescaran el interior.
En seis meses irá a Mali. Mientras tanto, añora las comodidades. “Allí tengo mi aire acondicionado, mi casa… ¿qué crees, que vivo allí también en una chabola?”, explica con guasa Diarra.
Él, Bileti, Beatriz y los otros cincuenta temporeros que viven en Las Madres volvieron tras el incendio con las carnes abiertas. La suerte, que dictó el sentido del viento, hizo que sus chabolas siguieran de pie a su regreso. Solo cubiertas con una fina capa de cenizas.
Ahora viven con miedo. En mitad de la nada. Sobreviviendo infraviviendas desperdigadas entre los pinos. Lejos de su hogar.
Sí, son de cartón, plástico y madera. El mejor combustible para el siempre caprichoso fuego, que nunca avisa cuando volverá.