—Me hice capitán de barco solo con 17 años.
—Qué pronto, ¿no?
—Digamos que yo era un viejo joven.
—¿Y ahora?
—¿Ahora? ¡Ahora igual! O un joven viejo, según cómo lo veas.
En el Monte Real Club de Yates de Baiona (MRCYB), uno de los principales destinos turísticos de las Rías Baixas, se halla atracado el Itxas-Ertz, que en euskera significa borde del mar; traducido al castellano, horizonte. En ese extremo, en un velero de unos 15 metros de eslora, vive siempre, y desde hace diez años, el capitán Larzábal, un hombre que decidió no volver a pisar tierra.
Cincuenta años al timón le respaldan, pero también su pericia: posee el récord de descarga total de bacalao: 4.480 toneladas de pescado fresco. «Navegué por todo el mundo, sobre todo en Terranova y Groenlandia. Siempre fui por mi cuenta. A muchos no les gustaba que fuese por libre, pero a mí me iba bien así. Era el que más pescaba», narra el capitán.
En una tarde soleada más propia de la tierna primavera que del frío diciembre gallego, con el vaivén de un suave oleaje, Lázaro se sienta a hablar con EL ESPAÑOL,a repasar su vida en la mar profunda, la que siempre extraña y que ha tratado de no abandonar desde que se retiró del puente de mando hace diez años. No en vano, su casa flota sobre las costas gallegas.
Su vida en la villa de Baiona, que conoció con 17 años, en su primera travesía al mando de un buque de gran calado, transcurre como otra cualquiera. «Existe tan solo una diferencia: mi casa es mi propio barco», reconoce. Ahí se halla su propio ecosistema. Es su refugio personal. Las brújulas, radares, el sonido de las olas y el quejido de las gaviotas configuran los muebles de su particular hogar. Aunque no está empadronado en Baiona, sino en Las Palmas de Gran Canaria. En el muelle dársena deportiva 12, en concreto. Siempre en el mar. Estos días, pasa allí las Navidades.
Capitán precoz
En el preciso instante de nacer, en el San Sebastián de hace 80 años, el niño Lázaro quedó ligado al mar. «Entre mis antepasados había capitanes y armadores de diferentes épocas: mi padre, sin ir más lejos. Y yo nunca quise otra cosa».
El capitán Larzábal tiene la piel morena, bronceada por el sol y el salitre; es delgado pero fibroso. Sus manos, firmes y ásperas, están agrietadas por viejas cicatrices, recuerdo de la manipulación de las cuerdas, el velamen y otros aparejos de la pesca de altura. Solo en el interior de su barco, rodeado de toda clase de instrumentos de viaje y de navegación, se siente como en casa. Agarra el timón de forma suave pero recia, como quien sostiene a su hijo recién nacido entre sus brazos. Salvo por la pipa, acaso oculta en la pechera, posee el aspecto noble y grave de todo marinero: es el auténtico lobo de mar.
Navidades en el mar
Pasar las Navidades en el mar resulta algo extraño. Hombres que permanecen meses y meses alejados de los suyos, y cuando las fiestas se acercan el corazón se reblandece. En medio de la tormenta, mientras el mar arrecia y el bacalao entra en el parque de trabajo del buque, los marineros recuerdan el olor familiar de una mesa llena de langostinos, el aroma de los licores en el postre, las risas de la familia en la última noche del año. Muchos lo ven de ese modo. ¿Todos? Todos no. Hay un hombre que nunca sintió, dice, esa clase de añoranza: el capitán Lázaro Larzábal es, quizá, una de las grandes figuras en la pesca del bacalao en nuestro país a lo largo del último siglo. Y nunca se sintió tan en casa como cuando pasaban meses interminables en el mar. Todavía recuerda esas Navidades. “¿Echar de menos? ¡¡Qué va!! La costumbre hace a la persona. No echas de menos lo que ya no sientes. Quiero decirte con esto que el ser humano se habitúa, es rutinario”. Lázaro Larzábal es y ha sido siempre un animal salvaje.
“Las navidades eran un espacio muy oscuro porque seguíamos trabajando”. Para Lázaro no había diferencia entre esa época del año y cualquier otra. En alta mar, el ritmo de vida siempre era el de una búsqueda salvaje de bancos de bacalao, casi a contrarreloj, avanzando siempre hacia adelante sin mirar lo que quedaba atrás. Todo esto era lo habitual, solo que en los escenarios y paisajes más exóticos del mundo. “Las he llegado a pasar en el océano Ártico, y también al lado de Boston. En general, donde me cogiese la pesca”.
Reconoce que no eran fáciles los inviernos. Cuando tienes que estar en cubierta durante horas, abrigado hasta las cejas, y el viento frío del mar de Groenlandia corta como un cuchillo afilado, era para los principiantes el momento más duro. Luego están los obstáculos de la naturaleza. Más que nunca, el hielo se interponía entre el barco y su objetivo, el bacalao, y casi siempre había que encontrar alternativas para nunca dejar de avanzar. “Había veces que no podías subir a la latitud que querías. Las recordamos rompiendo hielo, quitando el hielo mañanero al barco porque pesaba demasiado y empezaba a tumbarse”.
Nada cambiaba en los buques que Lázaro mandaba de las campañas de verano a las de invierno: la misma tediosa y constante rutina, el vaivén de las olas azotando y el ajetreo suponían una dura rutina que parecía no acabarse nunca durante seis meses seguidos. Sin descanso, los marineros se turnaban para subir a cubierta a por el bacalao. Mientras unos descansaban o dormían, los otros permanecían atentos en la superficie del barco. Y así un día tras otro. Nada cambiaba, ni siquiera en las fechas señaladas.
Lo único que resultaba un tanto diferente eran algunas de las comidas, para las cuales el cocinero previsor siempre tenía algo que reservar. “Lo distinto eran las cenas, porque ya el cocinero, pensando en esos días, guardaba una pata de cordero o lo que fuera para darnos a la tripulación”, recuerda. De sus primeras experiencias, no se le olvida cuando descubrió cómo se congelaba la carne cuando los barcos a los que se enrolaba no tenían congelador. “La llevábamos salada. Eran unos barriles donde metías la carne, ibas echando sal y luego, con el zumo que suelta todo, se hacía una especie de salmuera en la que se conservaba. Cuando entré en un velero portugués, pregunté si aquello era la carnaza. Y me dijeron: “No, Lázaro, esa es la comida”.
A lo largo de los años, Lázaro ha visto de todo en las Navidades que pasaba en el mar. En una ocasión, en uno de aquellos largos períodos sin pisar tierra, entró en el barco de Lázaro un joven como grasador. El mar y el chico, ya desde los primeros días, no hicieron buenas migas, como si fueran tan incompatibles como el agua y el aceite. “El chaval vomitaba por el olor a gasoil. Perdió 17 kilos. Llegó un momento que me preocupé y pensé en mandarlo a España. Estuvo unas semanas y no volvió más. El mar no es para todos”.
En otra, un accidente. El barco se encontraba atrapado en el hielo. Uno de los jóvenes se resbaló, un error que cualquiera en un buque de pesca puede cometer. “En uno de los golpes que dio el barco, resbaló y con la bota de goma que tenía puesta, le cortó la rodilla”. Cuando lo subieron al puente de mando le sacaron la bota a duras penas y vieron lo que había debajo. Tenía la rótula desencajada; le salía por fuera de la piel igual que una pata rota de conejo. Se la tuvieron que recolocar allí mismo. Después, le dieron unos cuantos puntos de sutura y llamaron a un helicóptero para que se lo llevara.
Llegó un punto que las auroras boreales se convirtieron en un acompañante más en la rutina de los mares del Norte. “Las dejas de mirar. Las ves tan a menudo y tan seguido que ya no les haces caso”. Es uno más de los privilegios de la vida del marino. “Es el mismo espectáculo de que el sol no se te ponga. Tenías que poner la cortina. Vas viendo al sol que te entra por el oeste, pero no llega a entrar y otra vez empieza a subir”.
En el libro que Rosa García-Orellán escribió a modo de biografía sobre la vida de Lázaro, titulado “El capitán de pesca y el bacalao. Lázaro Larzábal desde la época dorada a la pesca simbólica”, se explica el proceder del capitán cuando llegaban las vacaciones de Navidad. “En caso de coincidir las Navidades en la mar seguía hacia delante, pactaba con su tripulación y se saltaba los acuerdos que pudieran existir. Esto lo lleva a cabo desde que comienza a mandar las parejas en 1968. En total, desde 1968 a 1992 coinciden cuatro campañas a Terranova en Navidades”. También algunos de los suyos le definen. “Es un lobo de mar, duro y rápido de decisiones, muy disciplinado y también chulo, desafiante, pero buena persona. Vive la mar, la disfruta”.
Su última campaña en alta mar fue hace ocho años. Cuando terminó, decidió no abandonar el barco y se quedó a bordo en el puerto deportivo de Baiona. Allí vive su hija. Cada tarde va a buscarla a la salida del colegio. Inmerso en esa nueva vida, aún hoy no se termina de hacer a la pausa, al sosiego que le proporciona una vida ya estática, sin tanto ajetreo. El influjo de las mareas, el romper del mar contra las rocas… Lo salvaje del medio: eso le caracteriza.
Vivir en un barco velero no es lo más común. Dormir en medio de un temporal, sin ir más lejos, puede convertirse en toda una odisea. Pero el capitán Larzábal está hecho de otra pasta: "¿La cama? ¡La que no es cómoda es la de casa! Es muy curioso: cuando duermo en medio de una tormenta lo hago a pierna suelta; sin embargo, cualquier ruido que no sea de un barco me despierta. Solo aquí me encuentro en mi hábitat natural". Sin el mar, el capitán Larzábal no sería el capitán Larzábal.
Estas Navidades son de las pocas que el capitán Larzábal ha pasado en tierra, con su hija. Todavía le cuesta hacerse a esa nueva rutina. “Estoy adaptándome. Si te digo que las paso bien, te miento. Te habitúas a una forma de vida. Al final te haces a todo y la vida normal es esta. Ahora, digamos, estoy como un pez fuera del agua”.
Tras años comprometido con el devenir de las olas, tras una vida plagada de los sonidos propios de un buque, cabe preguntarse qué ha sido de la familia. "No, la vida de un marinero no es normal. Yo he perdido unas cosas pero he ganado otras. Al final, siempre tienes que elegir el plato que más te guste: O Terranova… o San Sebastián. Y a mí el mar siempre me ha gustado mucho. Nunca me he arrepentido de nada".
Lo dice con sosiego, tras haberlo visto todo. Es como un Nemo en su Nautilus, un pirata que no pudiera pisar la arena de la playa. Es como un cronista de las mareas que tejiese, con sus anécdotas, un auténtico palangre de historias. El suyo es el cuaderno de bitácora de toda una vida.
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