Siete años, otras tantas temporadas y 92 capítulos después, Don Draper se evaporó con una sonrisa cínica en los labios. Luz cálida, camisa blanca y travelling de aproximación. Detrás de él, la placidez de un mar en calma y el peligro eludido del precipicio. Don se la había vuelto a jugar a todo el mundo, tras sugerir su definitiva caída al abismo. Pero allí estaba, presidiendo la pantalla, largándose en silencio, ebrio de creatividad, consciente de que iba a cambiar la historia de la publicidad. “It’s the real thing” –“Es lo auténtico”– sería el paradójico eslogan que dejaría como herencia el antihéroe más falso de la televisión contemporánea.
Cualquier balance audiovisual del 2015 pasa por el 17 de mayo, fecha del adiós de Mad Men. La temporada final había vagado errática entre altibajos que su productor ejecutivo y creador, el maniático Matthew Weiner, compensó con un cierre memorable y pletórico de sentido. Las debilidades cayeron en el olvido y Weiner le devolvió a su obra la condición que siempre le correspondió, la de piedra angular –junto a Los Soprano y The Wire– de la última edad dorada de la serialidad televisiva.
Por otro lado, resulta insensato negar a los postres del año que la brillante era de lo serial sigue muy viva. La cultura de nuestros días pasa obligatoriamente por las narraciones periódicas, generadoras de una fidelidad espartana entre sus destinatarios. Precisamente, en unos tiempos caracterizados por los mensajes breves y la escasa atención del personal, series como Mad Men suscitan adhesiones que, con frecuencia, superan el lustro. Sigue habiendo, en suma, motivos para mantener viva la fe en la inmortalidad del fenómeno.
Efervescencia de las miniseries
Los feligreses de los relatos expansivos han disfrutado en los últimos 12 meses de sus correspondientes dosis gracias, entre otras, a Juego de tronos, que en su quinta tanda repartió golpes de efecto y espectacularidad visual a costa de agravar la paulatina falta de profundidad. Otros asistieron con pesar al colofón de Hannibal, seguramente la serie con la estética mejor cultivada de la última década, y cuyo fin de trayecto sumó un ejercicio definitivo de barroquismo sublime. En cualquier caso, los operadores confirmaron también su interés por el territorio de las miniseries, conscientes como son de que cierto público necesita saber que la meta argumental no le queda lejos.
La idea de un número limitado de citas con promesa de desenlace ha admitido variantes de lo más heterogéneas. La segunda temporada de Fargo mantuvo el ámbito geográfico de su hermana mayor pero viajó al final de los setenta para detonar el gran bombazo televisivo del 2015. Su éxito fue inversamente proporcional al de la continuación de True Detective, cuyas debilidades hicieron aflorar la sañuda prosa de unos críticos que le tenían ganas a Nic Pizzolatto. Y David Simon siguió a lo suyo, cocinando a fuego lento un plato con tanta sustancia como Show Me a Hero, la tragedia de un joven alcalde que se dejó hasta el último aliento de vida en su carrera política.
Simon, quien aterrizó hace tiempo en la ficción desde el declinante periodismo, sabe bien que las series son hoy el formato idóneo para representar la realidad con cierto gusto por el matiz. También han caído en ello algunos documentalistas prestigiosos como Andrew Jarecki, uno de los responsables de los seis episodios de The Jinx, impactante producción de la HBO sobre el potentado Robert Durst y sus escarceos criminales. El prestigio de las miniseries documentales –que contaron en 2004 con el gran precedente de la francesa El caso de la escalera– ha llevado a Netflix al reciente estreno de Making a Murderer, otro thriller de investigación que juega con materiales de archivo para combinar la intriga por entregas con un implacable diagnóstico de la América profunda.
Plataformas digitales
HBO y Netflix. Netflix y HBO. La rivalidad continúa mientras se ponen en juego dos trofeos simbólicos: uno, en lo general, tiene que ver con el modelo de negocio. El otro, más concreto, dilucida si ha brillado más la segunda entrega de The Leftovers o el nacimiento de Narcos. En lo que se zanjan ambos duelos, lo único cierto es que la compañía digital ha ampliado su expansión planetaria con tal grado de confianza que incluso se ha instalado en una de las mayores potencias mundiales de descargas ilegales. Desde hace un par de meses los suscriptores de Netflix España disfrutan a modo de banquete de un ramillete de propuestas interesantes que incluyen los traumas superheroicos de Daredevil y Jessica Jones y los tonos amables de las comedias Master of None y Unbreakable Kimmy Schmidt.
Por otro lado, la ficción comercializada vía online no sólo proviene de Netflix. El gigante Amazon se ha afianzado en el sistema gracias a la segunda tanda de Transparent, que agrupa una decena de capítulos en los que dan ganas de quedarse a vivir para siempre. Y ha habido más, pues todavía resuenan los ecos del anuncio del acuerdo entre la empresa y el octogenario Woody Allen, quien escribirá y dirigirá todas las piezas de una serie que verá la luz en 2016. De momento, los vaticinios del cineasta neoyorquino suenan muy prometedores: “Creo que Roy Price –vicepresidente de Amazon Studios– se arrepentirá de todo esto”.
La ficción española, el cambio que no llega
El panorama internacional sigue marcado por un gozoso estado de efervescencia. En la vieja Europa se han dado hallazgos como la alemana Deutschland 83, la italiana 1992, la francesa The Revenants –segunda temporada– y la coproducción escandinava Bron/Broen –tercera entrega. Mientras tanto, el seriéfilo español de paladar delicado ha permanecido en el exilio, pues la industria nacional se esclavizó en su día a un sistema conservador que obliga a las productoras a fabricar capítulos de duración desmesurada con presupuestos ridículos. Y ahí se ha quedado.
En lo que siguen vigentes las reglas del juego sólo puede aspirarse a milagros como El Ministerio del Tiempo, de largo el síntoma más esperanzador de la ficción patria en décadas. Creada por los hermanos Olivares, la serie de Televisión Española ha generado un movimiento de seguidores inquebrantables con un perfil cualitativo muy beneficioso para la imagen del ente público.
Duele especular, no obstante, con las cotas que podría alcanzar el universo ministérico con 20 minutos menos de metraje por episodio y una factura visual fruto de inversiones más desahogadas. Con casi toda seguridad, la revolución llegará cuando Movistar Series y Netflix inviertan con decisión en la audacia de guionistas y directores que demuestren –talento sobra– que en España puede aspirarse a la oferta de autenticidad que nos hizo Don Draper durante el año en que nos dijo adiós. Sólo entonces constataremos, también en nuestros lares, que pocas verdades superan en atractivo a las gestadas por la mentirosa televisión.