“Quiero denunciar una violación”, es la frase inaugural que John Ridley lanza a un fondo negro en la segunda temporada de American Crime. Es un gancho malsano este principio, un anzuelo eficaz y doloroso. Ridley tiene mucho talento y también un puntito sádico, te atrapa y te maltrata. American Crime, dice, como si el descalabro social que retrata fuera patrimonio yanqui y no un fracaso global, como si en cada secuencia no tragáramos saliva reconociendo que en todos lados cuecen habas. Las dos entregas de su serie, con argumentos autónomos y aislados, son sendas patadas en el estómago. En la primera temporada tenías la opción de escabullirte; en esta segunda, nos obliga a mirar, nos agarra por el cogote para someternos a esos interminables primeros planos, los ojos desconcertados de Taylor, la rabia de Eric. ¿Te duele? Pues te aguantas, parece decirnos. Mira, piensa, siéntete mal.
¿Por qué algunos adolescentes se independizan de sus padres? Por su bien, es la conclusión que podemos sacar después de haber visto esta historia desoladora, una tragedia en forma de bola de nieve que arrolla a un grupo de jóvenes de Indianápolis, jóvenes irresponsables, que, sin embargo, resolverían sus conflictos de manera mucho más sencilla si los adultos que les supervisan no se empeñaran en complicarlo todo.
La historia da vueltas como un hámster en una rueda, tratando de averiguar qué sucedió en una fiesta, una de ésas con bien de alcohol y bien de hormonas, en la que un chico sufre una agresión sexual. La verdad no importa, sólo las consecuencias, que se van descontrolando como una hidra iracunda.
¿Cómo que le han violado? Pero, si es un chico, un varón, a los chicos no se les puede violar. Nadie cree a Taylor, le sacan fotos, las postean, le humillan, mira qué pedo llevaba, qué tío cutre, el advenedizo, el becado de la escuela pija, bah, seguro que lo que quiere es llamar la atención. Lo peor, sin embargo, arranca cuando su madre trata de compensar negligencias pasadas ignorando su deseo de olvidar el asunto, de pasar página. "Yo sé lo que es mejor para ti, hazme caso". Esto es sólo la trama del primer episodio. Todos los progenitores en American Crime defienden a sus crías de manera irracional, algunos con una torpeza dolorosa, y eso será lo que acabe por condenarles.
Esta serie hay que verla como los propios personajes, a la defensiva, sin elegir equipo. Tampoco fuera del hogar hay salvación. La crueldad corporativa de la directora del colegio, el egoísmo de las familias ejemplares, la pachorra del entrenador de baloncesto, la gestión torpe de las ayudas para la integración racial, el afán de notoriedad de los piratas informáticos, estos son los rasgos distintivos de los próceres de la comunidad que retrata American Crime; ésta es la gente que debe servir de guía a unos críos confundidos, desorientados, incapaces de asimilar lo que les está pasando.
Pocos meses o una metedura de pata es lo que les separa de la edad adulta. Un día están jugando a la pelota y el siguiente, esposados en comisaría. Dan ganas de reunirlos a todos en el patio de la escuela y aconsejarles que salgan por patas. Corred, dad rienda suelta a vuestra inmadurez tribal, a vuestra brutalidad primitiva, resolvedlo por las bravas porque ninguno de estos inútiles que os supervisa está preparado para daros las respuestas necesarias.