Shaun Murphy ya no es el nuevo chico de moda de la televisión. Tampoco es ya el residente autista y con síndrome del sabio que intentaba hacerse un lugar en un hospital donde casi nadie quería que estuviera. Años después de heredar la corona de This is Us para convertirse en el último gran fenómeno de la televisión generalista, The Good Doctor sigue en forma en su cuarta temporada en antena. Anoche nos despedimos del San Jose St. Bonaventure hasta el nuevo año, cuando el canal de pago AXN regrese con nuevos episodios de serie médica en un instante histórico para uno de los géneros por antonomasia de la ficción en televisión desde los principios del medio.
Hacer una serie de casos médicos en plena crisis del coronavirus ha obligado a sus guionistas a tomar difíciles decisiones cuando miles de personas siguen muriendo cada día por la mayor epidemia global desde la peste española. En su regreso a las parrillas, los guionistas de The Good Doctor decidieron reconstruir la experiencia de los servicios médicos en los primeros meses de la pandemia. La audiencia se convirtió en testigo de lo que, con en el mejor de los casos, había pasado en la distancia estos últimos meses.
Fue un arranque potente y con constantes elipsis temporales que exploraba la nueva normalidad de unos cirujanos en un momento en el que no se hacían operaciones, sin olvidarse de mostrar el precio que han llegado a pagar los profesionales de la salud que se han lanzado a las trincheras para intentar parar una enfermedad letal. El doble episodio Primera línea brillaba especialmente cuando exploraba la reacción de Shaun ante un panorama impredecible. Condicionado por sus problemas para enfrentarse a los cambios e ignorar las reglas, el joven doctor (que ya no lo es tanto) tuvo que entender y aceptar que la COVID-19 no era un problema más al que pudiera enfrentarse con su aprendizaje sacado de los libros y los quirófanos. Mención especial merece la trama de Claire, anclada en el trauma de la inesperada muerte con la que se cerró la anterior tanda de episodios.
La sorpresa llegó en el tercer capítulo de la temporada, que empezaba con un mensaje a cámara de Freddie Highmore (el actor, no el personaje) avisando de que las tramas de los siguientes estarían ambientadas en un mundo postpandemia en el que las máscaras ya no eran necesarias… mientras el propio intérprete pedía a los espectadores que, por favor, no dejaran de usarlas. A diferencia de Anatomía de Grey, que sigue contando la lucha contra la pandemia y la personaliza a través de la enfermedad de la propia Meredith Grey, en The Good Doctor pensaron que el público ya había sufrido demasiado con el coronavirus. Como espectador que ni siquiera quiere acercarse a las ficciones creadas durante el confinamiento, lo entiendo. Como apasionado seguidor de las series médicas desde que el tiempo es tiempo, tengo mis dudas. Si una serie así no cuenta la mayor crisis sanitaria en cien años, ¿quién lo hará? Especialmente después de que Richard Schiff, el gruñón pero adorable doctor Glassman, se contagiara en la vida real con el virus.
El showrunner David Shore, máximo responsable también de otra cima del género como House, se guardaba un as en la manga. Los nuevos episodios recurren a un recurso que ya le ayudó a revitalizar las tramas en otra serie protagonizada por un médico ingobernable: la llegada de nuevos residentes que pelearán por quedarse en el equipo de cirujanos del hospital al final de temporada. Si el impertinente Gregory House era un jefe con nulas habilidades sociales al que temer, Shaun Murphy no se queda atrás. Ser paciente y empático, ya sea con sus pacientes o sus compañeros, sigue sin estar entre sus talentos. Hasta ahora.
El quinto episodio de la temporada - el mejor último de los emitidos por el momento - muestra a Shaun como un médico con potencial de convertirse en un referente y un maestro para sus aterrorizados residentes. Uno de ellos, el joven homosexual que se alejó voluntariamente de su ultraconservadora familia y que interpreta Noah Galvin, protagoniza un emocionante caso que nos recuerda que las series médicas son mejores cuanto más se preocupan por sus historias episódicas, una herencia de clásicos como Urgencias que sigue funcionando treinta años después y que solo ha sabido evitar - aunque no siempre - la propia Anatomía de Grey, más preocupada por los romances de sus médicos que por la salud de sus pacientes.
La fantasía post-COVID-19 sigue resultando efectiva como el primer día gracias a sus sólidos secundarios (Claire sigue siendo el corazón del hospital, Audrey es la más interesante de todos los superiores del hospital y la química de Park y la incorregible Morgan es un acierto) y un encantador héroe protagonista que sigue teniendo cosas que aprender. Sus vaivenes emocionales con Lea y la decisión de vivir juntos después del explosivo final de la tercera temporada seguirán siendo una coctelera de sentimientos y evasión que, irónicamente, no nos hace pensar durante un rato de lo que sigue pasando en los hospitales. Buena falta nos hace.