Álex de la Iglesia, medio siglo de amor al humor negro
De 'Mirindas asesinas' a 'Mi gran noche' ha llovido mucho. Y no tanto. El cineasta sigue fiel al caos, el exceso y la risa amarga
23 octubre, 2015 01:12Noticias relacionadas
En el circo clásico, el oficio del clown tenía dos tipos básicos de personajes, estereotipos repetidos mil veces con variaciones: el carablanca y el augusto. Los habrán visto mil veces. Uno es el príncipe de los payasos, el altivo y digno que suele llevar la voz cantante. El otro, el torpe y alegre, un metepatas indispensable. Que el anterior filme de Álex de la Iglesia (Bilbao, 1965) tuviera como protagonistas a dos clowns enfrentados a muerte y se titulara Balada triste de trompeta sorprende poco.
Más allá del homenaje a la canción de Raphael, que le abrió luego las puertas a trabajar con el cantante en Mi gran noche, aquella elección cuadra en la carrera del cineasta como una prolongada sonrisa amarga maquillada por toneladas de efectos especiales y humor negro, como si detrás de cada filme quisiera asomar la sonrisa patética del payaso.
Preguntado por el lugar de su nueva cinta en el conjunto de su filmografía, el cineasta explicó a EL ESPAÑOL: "Tiendo a no verme desde fuera. Me parece tendencioso y preocupante. Pero digamos que es la mejor, en el sentido de que es la última. He disfrutado terriblemente con esta película". En diciembre, De la Iglesia cumplirá 50 años. Sigue llevando las camisetas negras de motivos frikis. Un día Star Wars, pongamos, otro Hellraiser... Pero hace ya tiempo que lo social y lo político comenzaron a asomarse -tímidamente y a su manera- a su cine gamberro y acelerado.
"Un hombre va al médico. Le cuenta que está deprimido. Le dice que la vida le parece dura y cruel. Dice que se siente muy solo en este mundo lleno de amenazas donde lo que nos espera es vago e incierto. El doctor le responde; “El tratamiento es sencillo, el gran payaso Pagliacci se encuentra esta noche en la ciudad, vaya a verlo, eso lo animará”. El hombre se echa a llorar y dice: “Pero, doctor… yo soy Pagliacci”. El chiste, inspirado a su vez en la figura del mítico clown inglés Garrick, lo contaba el tétrico personaje de Rorschach en Watchmen.
Mirindas asesinas
Como Garrick, como Pagliacci, el análisis de la realidad que arroja el cine de De la Iglesia puede verse como una larga actuación de un clown herido de vida por una melancolía difícil de tratar. "Vaya a ver la nueva película de Álex de la Iglesia -podría recomendarle un doctor a un paciente con problemas de ánimo-. Se reirá". "Pero doctor -podría responderle éste-, no puede animarme: yo soy uno de los payasos que se ametrallan". O "doctor, yo soy uno de los vecinos que se traicionan por un maletín lleno de dinero". O quizá: "Doctor, yo fui una vez un vendedor trepa de El Corte Inglés". Todas estas confesiones y más son el retrato de su bestiario, una historia universal de la infamia con las torres KIO, el desierto de Almería y los valles del País Vasco como escenografía.
Pedro Almodóvar se fijó en el talento de aquel chaval que ya había trabajado como director de arte en un par de filmes y que tan alejado estaba de los intereses del director de Laberinto de pasiones cuando vio un corto prometedor rodado en blanco y negro y salpicado de sangre y absurdo, Mirindas asesinas (1991). Una barra de bar cañí -su cine es muy de aquí- era el escenario de una masacre propiciada por un chalado (Álex Angulo) en presencia de un camarero aterrorizado (Saturnino García). Ya en aquel trabajo estaban las dos señas de identidad más evidentes del cineasta. Las que no le abandonarían: humor negro y violencia.
La llamada del manchego -por entonces ya famoso pero aún no oscarizado ni entronizado- dio lugar a Acción mutante (1993), una barrabasada espacial con cargueros interplanetarios, piratas cibernéticos, tripulantes vascos que traficaban con bacalao y balacera final. De nuevo: humor negro y violencia... en órbita. Nadie en España había hecho nada remotamente parecido. Fue una marcianada precursora de Air Bag o Torrente por su tono. Es curioso tratar de imaginar a Almodóvar producir algo así hoy. Lo más parecido es la mucho más pulcra Relatos salvajes. Acción mutante fue como un tiro en taquilla y sorprendió. Años después, De la Iglesia volvería en la fallida serie de televisión Plutón BRBnero a intentar hacer humor en el espacio, inspirado como buen friki de pro, en la serie de culto británica Enano rojo.
El éxito
Con Acción mutante se le abrieron las puertas de la industria a aquel joven osado. La consagración no tardó: El día de la bestia (1995). Un cura convencido de que el anticristo iba a nacer en Madrid, un melenudo sin miramientos y un astrólogo italiano conformaron un trío bestial. La repercusión también lo fue: cinco premios Goya encumbraron al director y a su amiguete Santiago Segura, que bordó su mejor papel, José Mari, el heavy satánico "y de Carabanchel". Hoy todavía -lo sabe De la Iglesia- sigue siendo para muchos el director que estrenó aquel filme en el que Segura se colgaba del cartel de Schweppes de Callao a lo Buster Keaton.
En El día de la bestia el director comenzó a subrayar ya otro rasgo: la fidelidad a sus actores, como Alex Angulo, con quien iba ya por su tercera colaboración. Segura ha tenido a menudo un papel, aunque fuera pequeño, en sus películas. Con Enrique Villén ha contado en varias también. Y con Carlos Areces. En los últimos dos filmes ha repetido con Terele Pávez, Hugo Silva y Mario Casas. Y está, claro, Carolina Bang, pareja del director, que aparece en sus cuatro últimas cintas.
Aquel cineasta influido tanto por Hitchcock como por George Lucas que hacía cola junto a su colega Santiago Segura para ver el Batman de Tim Burton en su estreno, se convirtió en una de las grandes esperanzas del cine español: era el tipo capaz de rodar con 300 millones de pesetas y generar más de 700 (en euros, su comedia satánica logró unos 4,3 millones).
Perdita Durango (1997), una road movie salvaje con Javier Bardem en uno de esos papeles que tan bien se le dan, mucho antes del Oscar con los Coen, junto a Rosie Pérez, fue una suerte de Asesinos natos a la mexicana. Muertos de risa (1999), la autopsia de un duo de humoristas que no se pueden ver, ya abordaba el lado oscuro del mundo de la felicidad artificial, como haría Balada triste de trompeta y ahora Mi gran noche. De nuevo, con Segura.
Pero la estrella de De la Iglesia comenzaba a no brillar de igual forma. Ni la crítica ni los cines recibían sus películas como antes. Perdita Durango tuvo un presupuesto de 1.200 millones de pesetas. Generó 2,5 millones de euros (unos 420 de pesetas). Un desastre. Muertos de risa costó 3,5 millones de euros y recaudó 6,2. Así lo recoge un trabajo de Peter Buse, Nuria Triana Toribio y Andy Willis sobre su cine.
Cineasta de altibajos, el corredor de fondo De la Iglesia encontró otro pico de popularidad en La comunidad (2000). Un viaje al clasicismo de Hitchcok: en un inmueble que se cae de viejo, un puñado de almas miserables que teóricamente son vecinos bien avenidos sacarán lo peor de sí mismos por llevarse un maletín repleto de billetes. El sintagma humor negro cobraba especial fuerza. 6,7 millones recaudados y la crítica de nuevo entregada. Probablemente fue su mejor momento desde el éxito de su comedia esotérica.
800 balas (2002) no se acercó a esas cifras. De la Iglesia buscaba su sitio con otra mirada amarga: una industria en el ocaso de su ocaso -los parques temáticos decadentes de la industria del spaguetti western de Almería-, un homenaje sentido a los perdedores de su profesión, el cine. Ya desde su título, Crimen Ferpecto (2004) volvía a ser un guiño confeso a sus maestros. Pero resultó otro desastre. Quizá porque el cineasta comenzaba, de la mano del guionista Jorge Guerricaechevarría, compañero de fatigas desde sus primeros años, pero no en todas sus películas, a instalarse en un gusto por los desenlaces caóticos y excesivos. Atracción fatal en unos grandes almacenes. Como en otras historias del cineasta, el punto de partida prometía, pero...
Los crímenes de Oxford (2008), un thriller más que digno de ambiciones internacionales -ahí estaba Elijah Frodo Wood-, no funcionó tampoco como se esperaba. No hablemos mucho de La chispa de la vida (2011), comedia negrísima heredera de La cabina y de El gran carnaval con protagonista empalado que pasó sin pena ni gloria pese a que José Mota era el hombre del momento en la televisión. Su olfato comercial parecíó revivir con Las brujas de Zugarramurdi (2013) su película más fantasiosa desde sus comienzos. 4,8 millones de euros recaudados.
En todas ellas, sin embargo, el director repetía una constante: salirse del ombliguismo. Nunca le ha interesado la mirada hacia el interior. En realidad, no sabemos mucho de él, salvo sus gustos. Y que es un contador de historias, un jovenzuelo de casi medio siglo de edad que de vez en cuando se pone la máscara del payaso alegre para tratar de hacernos reír, aunque en el fondo las miserias que cuenta no tienen ni pizca de gracia.
Dos meses de recorrido comercial es mucha apuesta para cualquier película. Probablemente, para Nochevieja ya esté fuera de cartelera Mi gran noche, el nuevo delirio del director, que se estrena esta semana, ambientado en el rodaje de un programa especial de fin de Año. Salvo que conquiste a los espectadores. Su gran baza se llama Raphael. La peor, el propio De la Iglesia, que se enfrenta a sí mismo. A las expectativas, por un lado, y a su obsesión por ser fiel al desorden mareante. Como si en cada fotograma tuviera que acabarse el mundo.