El 31 de marzo de 2012 los tuareg tomaron Tombuctú. La milenaria ciudad del norte de Mali apenas opuso resistencia. Igual que Gao, otro de los principales enclaves del país africano. El avance de las fuerzas rebeldes venía gestándose entre el malestar hacia el Estado central y el independentismo que ansiaban los tuaregs del MNLA. Pero con los rebeldes llegaron los islamistas, infiltrados en sus filas. Y con ellos la sharia, la ley islámica. Y el terror. Amputaciones, violaciones, ejecuciones.
Y el silencio. Las radios callaron. Toda emisora fue invitada a apagar su voz. "No queremos la música de Satán", dijeron. La voz anónima del yihadista que lo ordena suena en They will have to kill us first, el documental de Johanna Schwartz que estrena en España el Festival Beefeater In-Edit.
Sin miedo
Los cantantes, los artistas, los músicos no tenían opción: o colgaban sus instrumentos y se sometían o, probablemente, morirían. Algunos dudaban siquiera de tener esa elección. Muchos emprendieron el mismo camino que miles de refugiados: bien cruzaron la frontera con Mauritania, al Oeste, bien con Burkina Faso, al Este, para acabar en campos de refugiados. Otros recogieron lo que pudieron y se fueron al sur, a Bamako.
Un puñado de ellos formaron los Songhoy Blues. Un grupazo que mezcla la música de raíz de Mali con el blues y el folk. Son sólo unos chavales, algunos aún van a la escuela. “Hemos venido a Bamako y hemos decidido empezar a crer algo para aliviar el dolor”, explica Oumar. “Ya no podemos seguir teniendo miedo. Tenemos que resistir. Y nuestra forma de hacerlo es con nuestros instrumentos”.
Suenan tan poderosos juntos, desde la sencillez de la ausencia de presunción, que Occidente se fijó en ellos. El filme de Schwartz narra cómo Brian Eno, Nick Zimmer, el guitarrista de The Yeah Yeah Yeahs, y Damon Albarn, cantante del Blur, se interesaron por ellos y les propusieron grabar un tema para un disco conjunto de música de África.
Campos de refugiados
Pero la historia de verdad es la de la resistencia. Si los yihadistas siguieran avanzando, los chicos del grupo estarían sentenciados. Como Disco, una cantante tradicional a la que entrevista el documental: “Si me cogen un día, quizá me corten la lengua”. Pero ella necesita su arte. “Todo lo que necesito es la música. Si no puedo cantar, ya no quiero existir”. Por eso siguue cantando, aunque sea para ayudar a las mujeres refugiadas en Saag-Nioniogo, justo al otro lado de la frontera con Burkina Faso.
Khaira Arby, otra conocida cantante local, es otro de los rostros de esta historia de resistencia: “Prohibir la música en Mali, o en el mundo, es como dejar a la gente sin oxígeno”, dice. “Lo único que quiero es actuar en Tombuctú, mi hogar”.
Aunque crítico, el documental no es complaciente: también critica la mano dura del ejército, que en su afán por combatir a los islamistas no hace distingos entre la población. Así, escuchamos a Moussa. Él también era músico y tuvo que colgar la guitarra, pero dice vivir a gusta con la 'sharia' y culpa al ejército de sus males.
Garba, Oumar, Nathaneel y el resto de los Songhoy Blues tienen otra forma de verlo. En un país con el 98% de musulmanes -ellos mismos lo son- denuncian la hipocresía y las falacias de los islamistas. Tráfico y consumo de drogas, alcohol… Una mafia realmente que niega la posibilidad de cualquier objeto moderno en la vida, pero que llevan Kalashnikovs y viajan en jeeps.