Ella hace el corazón y él se encarga de cubrirlo. Ella habla con los árboles y escucha a las judías, no tiene teléfono ni prisa. Él es un ser atormentado que reniega de todo, abatido, con la única esperanza de pagar una deuda vitalicia cuanto antes. Mientras ella huele cómo cambia el aroma de las judías puestas al fuego, él se fuma un pitillo. Antes de conocer a la anciana no daba valor a lo insignificante, el ingrediente esencial de la tradición japonesa y de los dorayakis, que encierran en una metáfora dulce una amarga realidad.
Si el paraíso existe tiene Una pastelería en Tokio. La nueva película de Naomi Kawase se detiene en un viejo conflicto de la sociedad nipona: el enfrentamiento de tradición y modernidad, sin resolver desde finales del siglo XIX, con la época Meiji, cuando el país decide abrirse al resto del mundo. Por encima de este alocado mundo existe una paz sin tiempo ni espacio, que es el origen y el fin de toda existencia. O lo era.
Hace 18 años, el dibujante Jiro Taniguchi publicó El gourmet solitario (que aquí tradujo Astiberri en 2010), donde vemos a un personaje del que apenas sabemos nada, acaso trabaja como viajante de comercio. Siempre tiene prisa, vive solo y adora visitar puestos callejeros, comedores de barrio, gastronomía serie B. Nabo adobado en salvado de arroz, algas hijiki cocidas, ensalada de patatas forma esponjosa, tofu seco y huevos salteados, sopa de miso con hojas de nabo, espinacas cocidas con aliño de salsa de soja, arroz integral, sardina con salsa espesa, shirataki, sanchae, salteado de fideos celofán…
La estupidez del mundo
“Tratamos de llevar una vida intachable, pero a veces estamos sometidos a la estupidez del mundo”, dice la sabia abuela, para desvelar el principio moral que corre sottovoce a lo largo de la película. La estupidez del mundo es ruidosa y distrae. Por eso el relato de Kawase arranca con tres magistrales minutos, en los que vemos cómo el pastelero a la fuerza se levanta cuando el barrio duerme y pían los pájaros. La cámara se detiene en los cerezos en flor y en la cáscara de huevo que se rompe para dar comienzo a la jornada laboral. No falta la serenidad de la caligrafía china. Hasta que irrumpe un tren, se acaba el silencio y la realidad irrumpe en el sueño.
El anko (la pasta de judías que rellena el bizcocho) es lo que da la vida al dorayaki, como la belleza a nuestras vidas. “La belleza se ha buscado en todas las épocas. Aquel que la percibe se libera de sí mismo”, escribió Goethe, confirmando lo que siglos más tarde ocurriría al otro lado del mundo. La belleza se abre camino en medio de la miseria y la podredumbre para declarar una verdad que se ha preferido ignorar: “Cada uno de nosotros le da sentido a la vida de los demás”. La comunidad es el refugio del individuo, incapaz de caminar erguido por sí mismo.
Sentaro, el pastelero sobrevenido, necesita a Tokue, la anciana de 76 años, y los dos a Wakana, la estudiante. “No soy muy de dulces”, reconoce a la abuela a pesar de hacerlos todos los días. “Jamás he comido un dorayaki entero”, hasta que prueba los de Tokue, marginada del resto de la sociedad por su enfermedad. Entonces, cuando olvida los fines y se centra en los medios, cuando entiende que en el camino hacia el corazón de los pasteles no puede faltar a la verdad, abandona los nubarrones.