Ni un personaje increíble ni la necesidad de contar y compartir su historia hacen buena de por sí una película, independientemente de sí es de ficción, documental o un híbrido de ambas cosas. Él me llamó Malala es un ejemplo clarísimo. Dirigido por Davis Guggenheim (Una verdad incómoda), es un acercamiento discretísimo a una mujer increíble. Se trata de la activista pakistaní Malala Yousafzai, la persona más joven galardonada con el Premio Nobel de la Paz.
El 9 de octubre de 2012, cuando tenía 14 años, el bus escolar en el que viajaba fue asaltado por un grupo de terroristas talibanes. Le dispararon en la cabeza, dejándola al borde de la muerte, por defender los derechos civiles, especialmente de las mujeres, en el valle de Swat (al noroeste de Pakistán), controlado por el régimen talibán. Tomando como base Yo soy Malala, libro escrito por Malala y la periodista Christina Lamb, el director propone un documental didáctico que se mueve en la superficie.
La vida de Malala merece ser explicada una y un millón de veces. La tragedia que casi acaba con su vida y todo lo que representa, la entrega y la valentía con las que lucha contra la injusticia y defiende el derecho a la educación de las niñas, sus llamamientos a los líderes mundiales para que entren en razón, su exilio en Gran Bretaña y la nostalgia de la propia tierra (una tierra que no volverá a ver nunca).
Es casi imposible hacer una película sin interés a partir de un personaje tan alucinante y de una historia tan fuerte y tristemente representativa de cómo es el mundo hoy. Pero que el personaje e historia sean alucinantes no es garantía de que el documental lo sea. Y Él me llamó Malala no lo es. No lo es porque su director, probablemente convencido de lo contrario, se conforma con poco.
Guggenheim no sólo no profundiza en los temas que hay entre líneas, sino que tampoco lo hace en los que plantea directamente. El ejemplo más claro está en el título de la película: Él me llamó Malala, alusión directa a la decisión del padre de Malala, el diplomático Ziauddin Yousafzai, de llamar a su hija como la niña que, en 1880, exhortó al ejército afgano a derrotar a las tropas británicas.
El documental no explora los contrastes entre las dificultades de Malala para adaptarse a su escuela y la seguridad con la que aconseja a otros niños del mundo
El título hace referencia a la importancia del padre en la vida de su hija, y lanza claramente el interrogante de hasta qué punto es responsable de la vida que Malala ha decidido llevar. Pero Guggenheim no ahonda en esa dirección. No se trata de dar respuestas, pero sí de ofrecer más pistas, datos menos vagos, para que el espectador extraiga sus conclusiones. El director se mueve con oficio, cuenta bien la historia, mide las emociones y, lo más valioso de la película, transmite su profunda admiración hacia Malala. Pero se mueve en un terreno insuficientemente expositivo, sin ahondar en los temas o preocuparse por las contradicciones de su narración.
En relación a lo primero, el documental no explora, por ejemplo, los contrastes entre las dificultades de Malala para adaptarse a su propia escuela y la seguridad con la que aconseja a otros niños y niñas del mundo. Tampoco explica cómo se gestiona su impresionante agenda internacional, por qué Ziauddin Yousafzai no ha sembrado en sus otros dos hijos con la misma fuerza la semilla del activismo o las dimensiones reales de vivir en el exilio, más allá del día a día en un entorno doméstico. En relación a lo segundo, resulta chocante que Guggenheim no dedique más espacio al vínculo entre Malala y su madre, una mujer de valores más conservadores que prácticamente está obviada en la película.