Ver El renacido es como ver un buen making of de una muy buena película. Algo que, en realidad, pasa con todas las películas de Alejandro G. Iñárritu desde Babel (2006). Puedes ver en ella la ambición, las intenciones y la entrega del director. Puedes ver las decisiones formales que toma: dónde pone la cámara, cómo coloca estratégicamente a los actores, incluso las horas que ha dedicado a cada plano y las instrucciones que le ha dado al equipo… especialmente al director de fotografía. También puedes ver el esfuerzo sobrehumano de los actores y hacerte a la idea de la odisea que debió de ser ese rodaje. Es obvio que, al margen de lo que piensen o cuenten ahora, ni Leonardo DiCaprio ni Tom Hardy vivieron la experiencia como una fiesta.
Basada en la historia real de un aventurero que, a principios del siglo XIX y movido por la venganza, emprendió un viaje por las montañas tras sobrevivir de milagro al ataque de un oso, El renacido está tan desesperadamente calculada que puedes ver todo el rato su maquinaria. Es una maquinaria alucinante, eso está claro. Y la manipula un señor que controla perfectamente su engranaje y que está en posición (lógica, pues lleva a mucha gente al cine) de disponer de los mejores profesionales y de todos los juguetes que pida. Pero, de tan expuesta, esa maquinaria pone muy difícil poder conectar con la historia y con los personajes. Más que en un medio, se convierte en un fin. Y así es complicadísimo dejarse llevar o encontrar en el filme destellos de un talento profundo. Ser todo el rato consciente del mecanismo de la película y visualizar continuamente a Iñárritu decidiendo y dando órdenes es bastante engorroso.
¿No será que le tienes manía al director? ¿No es simplemente tu percepción de la película? No, no es nada personal contra él. Las cosas que no me gustan de él están en sus películas, no en las cosas que cuenta en sus entrevistas. Y, aunque en el fondo todo es cuestión de percepción, es bastante evidente que, si hubiera otras cosas a las que agarrarse, no sería tan fácil entretenerse con la maquinaria. Pero en realidad no las hay. El renacido tiene cosas interesantes, como el riesgo de apostar a lo grande por una historia (la misma que inspiró El hombre de una tierra salvaje, de 1971), en principio, con poco potencial comercial. Y otras que me gustan mucho, como la fotografía de Emmanuel Lubezki, la famosa secuencia del oso, que es sencillamente prodigiosa, y que Iñárritu no cometa el error de estilizar la violencia y vaya a saco. Su película es bruta y sangrienta, y esa decisión tiene todo el sentido del mundo. También están DiCaprio y Hardy, y decir que su trabajo no es para tanto es bastante injusto. ¡Pero a El renacido le falta tanto para ser la obra maestra que cree ser!
Para empezar, faltan emoción e ideas por todas partes. Tanto de escritura como de puesta en escena. Su reflexión sobre temas como la naturaleza infinita, la insignificancia del hombre ante el universo y la venganza es ligera y superficial. Y está llena de imágenes objetivamente bellas que no transmiten nada. También está llena de imágenes que remiten demasiado a otras películas mejores. Alargadas son, por ejemplo, las sombras de Werner Herzog y Terence Malick (en este caso, sobre todo, por compartir a Lubezki). También, quizá por miedo a contar poco o resultar superficial, Iñárritu, que firma el guión con Mark L. Smith, toma derivas extrañas que hacen que El renacido pierda foco o se dilate innecesariamente (qué forzadas y alargadas están, por ejemplo, algunas decisiones desesperadas del protagonista). Y no deja de ser curioso que un director tan preocupado por la composición de las imágenes sea tan ingenuo y tan obvio formulando metáforas visuales, y tan poco original cuando da paso a lo onírico.