Convaleciente de una neumonía, Michael Moore no ha podido venir a Berlín para asistir a la presentación europea de su última película, Where to invade next? En estas circunstancias ha optado por enviar un vídeo en el que se dirige al público alemán en bata de casa. Un público al que se haga de antemano cuando le expresa su gratitud por la generosidad y calidez con la que el pueblo alemán está acogiendo a los refugiados.
Algo inimaginable en su país, dice Moore, pese a que Estados Unidos es responsable al menos parcial de la existencia de esos inmigrantes. Los refugiados aparecen por todas partes en esta Berlinale. Moore se refiere, por supuesto, a los conflictos armados en los que, de una forma u otra, está siempre involucrado su país y, a la vista del título, uno diría que su película trata sobre eso, sobre la política exterior de Estados Unidos.
Más bien, Where to invade next? parece una continuación de Sicko, el documental en el que Moore contrastaba la situación de la sanidad pública en Estados Unidos con la de Francia, Reino Unido o ¡Cuba! En su nueva película repite la fórmula y les dice a los marines, “dejadme a mí, yo me encargo de la siguiente invasión”.
Bandera norteamericana en ristre y a bordo de un portaaviones, Moore se pasea por diversos países europeos (Italia, Francia, Eslovenia, Alemania, Finlandia, Noruega, Portugal), pero también Islandia o ¡Túnez! para “conquistarlos”, es decir, para copiar de ellos aquello de lo que los norteamericanos carecen: vacaciones pagadas, una alimentación sana, un verdadero equilibrio entre trabajo y ocio, una educación gratuita y avanzada, una política carcelaria basada en la reinserción, la despenalización del consumo de drogas, la igualdad efectiva de la mujer en el mundo laboral o, caso de Túnez, la planificación familiar y el aborto libre.
Por ejemplo, en su visita a Alemania Moore alaba su sistema educativo y su política de memoria histórica basada en el recuerdo permanente de las atrocidades nazis. El segmento comienza con imágenes de Hitler y El triunfo de la voluntad, de Leni Riefenstahl. Es entonces cuando en el gigantesco Friedrichstadt Palast, que hasta ese momento estaba celebrando alborozado todas y cada una de las intervenciones de Moore, interrumpiendo constantemente con aplausos, es entonces, decía, cuando se hace el silencio, como si las más de mil personas de la sala hubiesen dejado de respirar de repente. Por lo que se ve, con Hitler no se hacen bromas y, sí, el recuerdo permanente de su pasado tiene un efecto inmediato en el público alemán. Eso es lo que echa de menos Moore en su país: la memoria del genocidio de los pueblos nativos, de la esclavitud, de la segregación, etc.
La película puede funcionar como comedia (Moore es un gran cómico) pero, de tan demagógica, acaba por resultar inverosímil
El guión de Where to invade next? podría haber sido escrito por un político. La película puede funcionar como comedia (Moore es un gran cómico) pero, de tan demagógica, acaba por resultar inverosímil. Podría tratarse de un spot publicitario, un vídeo corporativo o la propaganda electoral de cualquier partido, pues ese es el estilo narrativo de la película. Todo es maravilloso, todo funciona a las mil maravillas y en ninguno de los países que visita nada parece ir mal. Por suerte, Moore no visitó España, así que cuando se estrene comercialmente nos ahorraremos la vergüenza ajena.
Más documental político
El documental político de denuncia que nos propone Alex Gibney poco tiene que ver con el de Michael Moore. Gibney no es gracioso, así que se conforma con ser didáctico. A veces lo consigue, pero últimamente no parece dedicarle demasiado tiempo a sus proyectos. Según el catálogo del festival, solo en 2015 Gibney está acreditado como director de cuatro documentales, sobre Sinatra, James Brown, Steve Jobs y, este más en su línea, la Cienciología. Arranca 2016 con Zero Days, que la Berlinale exhibe en competición, un documental sobre las nuevas invasiones del siglo XXI que adoptan la forma de virus informáticos.
Gibney se centra en un malware, Stuxnet, aparentemente creado por los servicios de inteligencia israelitas y americanos para atacar el programa nuclear iraní. Como ocurre con Moore, Gibney privilegia la información a cualquier precio y se despreocupa de la forma de transmitirla, de los mecanismos de convicción del espectador. De ahí que las hipótesis de las que parte, más que creíbles, por otra parte, nunca acaben por ser demostradas y su verosimilitud dependa, antes que nada, de la propia confianza del público.
De nuevo igual que Moore, Gibney precisa de un espectador acrítico. El escenario que nos presenta en su última parte es sin duda terrorífico, un mundo que puede librar sus batallas en el terreno de la informática y en el que un simple virus puede provocar cualquier catástrofe, desde el colapso energético de toda una nación al desencadenamiento irremediable de una guerra atómica: cualquier cosa controlada por un programa informático está a expensas de estos virus.
Aún así, Zero Days tiene algunos hallazgos indudables, como el de ese código del programa que ocupa repetidamente la pantalla y en el que Gibney va señalando las palabras claves, aquellas que delatan su extraordinaria sofisticación y que identifican el objetivo con el que Stuxnet fue creado. O el reconocer que su garganta profunda necesitaba un cuerpo y una voz, por más que se trate de una garganta profunda virtual y, como confesó Gibney en la rueda de prensa, una síntesis de las distintas fuentes que le proporcionaron la información.
Pero algo que se echa de menos en Zero Days es el clima de amenaza constante que creaba Citizenfour, donde Laura Poitras sí entendió que las filtraciones de Snowden tenían todo el interés del mundo, pero que de eso ya se ocupaban los periodistas; el cine debe de atender a otros criterios y mostrar aquello que escapa a la propia información, como ese teléfono sonando en la habitación que Snowden, Greenwald y Poitras ocupan en el hotel de Hong Kong: el riesgo, el suspense, el miedo, y todo ello filmado en tiempo real.
En un registro muy distinto, The Comunne es la historia de una comuna muy particular, la que constituyen unos amigos para compartir gastos antes que por cualquier otra motivación. La película de Thomas Vinterberg, también en competición, se sostiene en sus primeros minutos mientras no abandona el registro de comedia. Según va avanzando a Vinterberg le sale su ADN y se entrega en brazos del psicodrama, golpe de efecto final incluido. Curiosamente, The Comunne se basa en una obra teatral del propio Vinterberg y en esa obra el personaje sobre el que descansa dicho golpe de efecto no existía. Como se ve, ciertos cineastas nunca tocan fondo y siempre tienen margen para empeorar.