Lo más bonito de Tres recuerdos de mi juventud es cómo, a la vez que reflexiona y dialoga sobre la adolescencia, la describe como una aventura. A veces es una aventura tranquila y otras, trepidante. Pero el viaje iniciático que propone Arnaud Desplechin (Cuento de Navidad) nunca es estático y siempre tiene algo de hazaña, de peripecia, de acontecimiento aunque se reduzca a un intercambio de misivas. Formulada a partir de los recuerdos de juventud del protagonista, Paul Dédalus (Mathieu Amalric), personaje que el cineasta recupera de Comment je me suis disputé… (Ma vie sexuelle) (1996), la película desmonta el tiempo, estiliza las imágenes y juguetea con las palabras para ahondar en ese periodo vital.
Tres recuerdos de mi juventud tiene un halo trágico y un reverso tristón. Las escenas en las que vemos al Paul adulto hablan de la pérdida de las ilusiones, de la sensación de fracaso personal y sentimental y de la idealización del romance como algo peligroso. Y en los recuerdos de juventud del protagonista, suerte de alter ego de Desplechin y su Antoine Doinel particular, hay tiempo para el desengaño, la sensación de orfandad (el autor vuelve a mostrar su maestría en su dibujo de la familia como estructura que te ayuda y a la vez te asfixia) y, en uno de los episodios más divertidos del filme, el desprecio de la propia identidad. Pero, aun tocadas por la melancolía, las memorias de Paul sobre el descubrimiento del arte, la amistad y, sobre todo, el amor tienen el citado sentido de la aventura y algo muy lúdico que hacen que tanto los personajes como la película estén vivos, emocionen y duelan.
Es en los recuerdos románticos de Paul Dédalus, encarnado en su juventud por el debutante Quentin Dolmaire, donde la película se eleva. Tres recuerdos de mi juventud remite al cine de la nouvelle vague tanto a nivel narrativo y estético como en su forma de retratar la adolescencia y la juventud: directa, grave, tomándoselas en serio y a la vez haciendo hincapié en su naturaleza caprichosa.
Juventud, divino tesoro
La influencia en concreto de François Truffaut es más que evidente. Sin embargo, no estamos ante la enésima recreación impecable pero agarrotada del cine y la sensibilidad de otra época. Tres recuerdos de mi juventud trasciende todo tipo de herencia al convertir en único el romance eterno, desvalido e intermitente entre Paul y Esther (Lou Roy-Lecollinet).
Las claves de la fuerza de esa historia de amor está en el preciso dibujo de personajes y, sobre todo, en la mezcla de verosimilitud, calidez y tristeza con la que Desplechin habla a través de ellos del despertar al amor, el descubrimiento de la sexualidad, el primer desencanto y la necesidad de estar a la vez cerca y lejos del otro. Es interesantísima la manera en la que el director juega con la distancia y la palabra para potenciar todo eso y para señalar, por contraste con las escenas que muestran al personaje ya adulto, la necesidad de vivir (y sufrir) el momento pero no ceder a la nostalgia.
En relación a esto, la parte más bella y reveladora de Tres recuerdos de mi juventud es la que muestra la destrucción/construcción vía carta, desde la distancia elegida por el protagonista, del romance entre Paul y Esther. El contenido de esas epístolas, la larga espera del destinatario y el gesto de los enamorados al escribirlas y recitarlas a cámara son la clave del filme. En esas notas se concentran las ilusiones, las decepciones y las fantasías de juventud cuyo eco resuena, como bien recuerda el filme, una y otra vez en la edad adulta.